II

Pasarían aún diez años, después de la muerte de Hussein, para que Timur pudiera pensar en la realización de sus grandes planes. En estos diez años declaró la guerra cinco veces a Turkestán, envió cuatro expediciones contra el reino de Choresm en el curso inferior del Amu-Daria y, además, sofocó varias rebeliones en su propio país.

Timur, que siempre partía del valle de Fergana, franqueaba los pasos que conducían al oriente de Turkestán, el país de los Siete Ríos; batía a las tribus nómadas, devastaba sus ordus, les arrebataba el ganado y las desviaba hacia el este. Siempre que pasaba el Amu-Daria destruía las huertas de los colonos y arrasaba las ciudades. Él mismo en persona conducía sus tropas y combatía en todas las batallas hasta que se veía obligado a interrumpir las expediciones triunfales para sofocar alguna revuelta en su país. Los demás emires no podían soportar que un hombre que hasta hacía poco había sido su igual fuese ahora su soberano, y se conjuraban contra él, intentando acabar con su vida; mas siempre escapó de los atentados y pudo rechazar las conjuraciones.

«Yo los colmaba de presentes y de liberalidades; daba a quienes lo ambicionaban el gobierno de las provincias y no escatimaba el oro ni las piedras preciosas. Pero, para mantenerlos siempre entre el temor y la esperanza, les daba, además, un lugarteniente». Una red inextricable de espionaje los aprisionaba a todos e informaba de todo a Timur, que podía actuar siempre en el momento oportuno. «El arte de gobernar consiste, en buena parte, en tener paciencia y firmeza, y también indiferencia y negligencia simuladas; en saber aparentar que uno ignora lo que sabe muy bien». Timur castigaba raras veces, pero cuando lo hacía era con la pena de muerte. Aquel que le imploraba perdón y prometía de nuevo fidelidad podía estar seguro de obtenerlo y recuperar la gracia perdida, pues Timur necesitaba jefes, precisaba de sus tropas. La fuerza mágica para arrastrar a todos a una sumisión incondicional y hasta fanática radicaba en el empeño de la conquista de Irán.

Y así, en esta tarea, en esta lucha constante para asegurar sus fronteras y hacerse reconocer por todos como soberano legítimo, transcurrieron diez años. Timur se manifiesta siempre con el lujo de un auténtico soberano. Sus artistas y sabios le acompañan hasta en sus expediciones guerreras, y adopta el arte y la forma de vida refinada del Oriente anterior. Cuando tiene sitiada una ciudad y le llevan los melones primerizos de las cercanías, envía uno en bandeja de plata a su enemigo sitiado, «pues sería una gran descortesía no compartir con el príncipe las primicias de los nuevos frutos, sobre todo hallándose ambos tan próximos». Cuando hace la guerra, trata de aliarse con el enemigo. Se casa con la hija del vencido kan de los Tschagatai y exige al soberano de Choresm la entrega de la princesa Chan-Sadé, célebre por su hermosura, para darla como esposa a su hijo Dschehangir, procurando que la recepción de la princesa y la ceremonia imperial se hagan con una fastuosidad jamás vista en Transoxiana. Todos los caminos quedan cubiertos de tapices y brocados, y todas las calles, llenas de flores, mientras el ambiente de las ciudades se satura de perfume. Las fiestas no cesan; cada retorno de una expedición bélica es pretexto para grandes festines; cada victoria, el nacimiento de un príncipe o cada matrimonio, se celebran con la construcción de edificios suntuosos por parte de los más célebres artistas venidos de otras ciudades y de los más hábiles artesanos. De este modo se embellecieron Samarcanda, la capital, y también Schechri Sebs, su ciudad natal, cedida a su hijo favorito, Dschehangir. El pueblo comenzaba a olvidar los horrores de la guerra y las devastaciones provocadas por las luchas intestinas de los jefes desaparecían de forma paulatina.

Timur anuncia, en un kuriltai, a los jefes, para alegría y satisfacción de todos, que ha llegado el momento de conducirlos hacia el oeste, hacia Irán. Lo mismo que doscientos años antes los nómadas mongoles soñaban con adueñarse de China, el mundo deseado por las tribus de Transoxiana era Persia, a pesar de sus devastaciones y de su agotamiento secular, pues para ellos era algo así como la tierra prometida, el país lleno de tesoros y placeres. Y aquellos hombres seguirían ciegamente a quien los quería llevar a esta región bendita, dispuestos a obedecerle sin condiciones y a sufrir toda clase de fatigas y sacrificios.