«Cuando no es posible entenderse con el enemigo más fuerte, debe buscarse la salvación en la huida: esto es lo que el profeta aconseja».
Timur huyó de Samarcanda a la montaña. El vencedor de sus enemigos, el feliz emir, que aspiraba a la soberanía de Transoxiana, era un fugitivo sin patria, perseguido y acosado. En la montaña se encontró con el también fugitivo Hussein, hermano de su mujer Aldschai y nieto del emir Kasgan, y ambos se reunieron para compartir las mismas aventuras y temeridades, como si fueran personajes de una novela de caballeros andantes, durante tres años.
Iban acompañados de sesenta hombres. Los dos llevaban consigo a sus mujeres y cabalgaban hacia el noroeste, a través de las estepas, para buscar en Choresm, el país de los turcomanos, las alianzas que necesitaban. Cuando ya habían alcanzado el territorio de Chiwa, el emir envió soldados contra ellos, para capturarlos y entregárselos al kan. Durante la noche consiguieron ponerse fuera de su alcance, pero como aún los perseguían se prepararon para la lucha.
Timur distribuyó los sesenta hombres en cinco grupos, llevándolos a un altozano, fuera de su campamento. Sus jinetes se arrojaron sobre el enemigo. El caballo de Hussein fue derribado, y aunque éste logró saltar sobre el de un enemigo, se encontró rodeado de tal modo que sólo el ataque temerario de Timur consiguió que éste salvara la vida.
La hora de la oración vespertina había llegado. Los guerreros de ambos bandos interrumpieron la batalla, se volvieron hacia La Meca y rezaron sus plegarias. Después, volvieron al combate con más ardor que antes. La noche puso fin a la lucha. De los sesenta hombres, sólo sobrevivieron siete, y de los soldados del emir sólo quedaron cincuenta, con los que prosiguió la persecución. Las dos mujeres de Timur cabalgaban a lomos de un único caballo, protegidas por los guerreros hasta que lograron abandonar la estepa y dirigirse a un terreno cultivado. Finalmente, los perseguidores abandonaron su propósito.
Cerca de una fuente, los fugitivos se encontraron con unos pastores a los que les compraron dos corderos para poder alimentarse durante el viaje. En el camino se les unieron tres hombres, pero éstos, durante la noche, les robaron tres caballos y desaparecieron en la oscuridad. Las dos mujeres se vieron obligadas a continuar su camino a pie.
Seguir juntos era una locura. Mientras tuvieron un séquito de sesenta jinetes, aún podían considerarse un pequeño ejército, pero ahora sus fuerzas habían mermado considerablemente. Además, Hussein, cuya tribu se encontraba en las montañas afganas, podía hallar adeptos con más facilidad. Se separaron y convinieron encontrarse al otro lado del Amu-Daria, cuando hubieran reunido sus guerreros. Hussein continuó su camino y Timur se quedó sólo con una mujer y su criado.
Los turcomanos los confundieron con ladrones y los atacaron. Mientras los dos hombres se defendían a la desesperada, les arrebataron la mujer. Lo más probable es que Timur no hubiera logrado escapar de la muerte si uno de los turcomanos, que tiempo atrás había estado en Samarcanda, no lo hubiera reconocido. Asombrado, contuvo a sus compañeros y pidió perdón al emir. A esta casualidad debieron su salvación. El jefe de los turcomanos los honró como a sus huéspedes durante los tres días que permanecieron con la tribu, en los que se contaron sus aventuras y planes. Después, provistos de víveres, caballos y una escolta de diez hombres, continuaron su camino.
Mas las noticias se propagan con rapidez a través de las estepas. Cuando un emir caído en desgracia llega a un país vecino, esto siempre trae consecuencias desagradables: o quiere recuperar su poder por la fuerza o bien es perseguido por sus enemigos con la intención de devastar la región. Ali-Bek, dueño de la región en la que Timur quería gozar de un largo reposo, quiso prevenir estas dos eventualidades y envió una tropa que sorprendió al fugitivo, lo encadenó y lo encerró, con su escolta, en un establo de vacas convertido en prisión provisional.
El tiempo pasaba. Los días eran largos y pesados, y las noches, interminables y llenas de tormentos para aquellos nómadas que, en vez de la libertad a que estaban acostumbrados, se veían encerrados en los estrechos límites de un establo lleno de estiércol. Al mes de estar allí, Timur prometió a Alá no encarcelar a nadie sin antes haber oído y juzgado su causa. ¿Por qué se les tenía presos? ¿Por qué no los sometían a un interrogatorio? ¿Cuánto tiempo tendrían que permanecer encarcelados? Tras dos meses de espera, puso en práctica un plan temerario: la evasión. Quería luchar por su libertad. Prefería morir luchando que vivir preso.
Un día arrebató la espada a uno de sus guardianes y, blandiéndola, se arrojó sobre ellos, que, asustados, retrocedieron ante él. Oyó gritar a los que huían: «¡Se ha fugado! ¡Ha huido!». Y, de pronto, se avergonzó.
¿Huir él, Timur? Con la espada en alto penetró en las habitaciones de Ali-Bek pasando por entre los servidores, que huían aterrorizados, con la intención de decirle que aquellos gritos eran una mentira, que él no había huido, sino que, luchando, había eludido la prisión.
Ali-Bek lo recibió como su huésped, pues durante los dos meses transcurridos había circulado la noticia del encarcelamiento de Timur, el más valiente de los valientes, y todos los nobles reprocharon a Ali-Bek su injusta conducta. Su propio hermano había enviado algunos regalos para Timur, pidiéndole que devolviese la libertad a su prisionero y le proveyera de caballos y víveres. Ahora que Ali-Bek tenía una prueba del carácter caballeresco y del valor sin tacha de Timur, se apresuró a reparar su injusticia.
De inmediato se presentó una docena de hombres valerosos que, armados y a caballo, querían unir su destino al de Timur, pues estaban seguros de que, en su compañía, podrían obtener un rico botín. Durante su viaje a través de las estepas de Choresm se le unieron cincuenta turcomanos, y de la misma Chorassan le salieron al encuentro doscientos jinetes. También se unió a él, con sus guerreros y numerosos presentes, un centurión que tiempo atrás había servido a sus órdenes.
De pronto, Timur se hallaba a la cabeza de una pequeña tropa de guerreros dispuestos a todo. Confiado, concibió el temerario plan de reconquistar Transoxiana. Dejó a Aldschai, su esposa, en un pueblecito junto a Buchara, donde la nieta del emir Kasgan se dedicaba a intrigar, espiar y sembrar el descontento entre unos y otros. Los enviados de Timur intentaban atraer a su partido a las tribus, y el mismo Timur, disfrazado de monje mendicante, logró penetrar en Samarcanda para organizar, en el epicentro del poder del regente, la rebelión que deseaba. Se escondió en el harén de su hermana, y ni de día ni de noche descansaban sus partidarios, quienes se dedicaban a reunir las armas que introducían clandestinamente en la ciudad.
En el siglo XIX, los viajeros y exploradores aún podían oír a los kirgisos y tártaros de Siberia entonar canciones, de procedencia asiática, sobre esta época romántica de la vida del joven Timur. Están llenas de admiración por el héroe ante su tenacidad en la desgracia. Cantan el amor del valiente caballero, el «hermoso Timur», por la noble princesa, a quien, según la leyenda, un kan malvado arrojó al mar encerrada en una caja, siendo salvada por el heroico joven, llegado de improviso. La figura caballeresca del joven Timur, creada por el sentimiento popular y recordada durante más de cinco siglos, se convirtió en el modelo a seguir de los príncipes asiáticos medio aventureros, medio artistas, siempre confiados en su buena estrella y en la protección del cielo, siempre dispuestos a arriesgar su vida para ganar un nuevo reino o perderlo todo.
La tentativa de rebelión fraguada por Timur fracasó y se divulgó que se hallaba en la ciudad. Los mongoles Tschagatai salieron en su busca, por lo que se vio obligado a huir con unos cuantos adeptos. Pero esta vez había repartido a los suyos por todo el país. Los reunió y, después de traspasar el Amu-Daria, se retiró con ellos hacia el sur, a las montañas de Afganistán, donde Hussein le esperaba con sus guerreros. Entre Timur y Hussein reunieron 1000 jinetes y, como verdaderos condotieros en busca de un campo de acción, estaban dispuestos a vender sus fuerzas al primero que las necesitara.
No tarda en presentarse la oportunidad. El emir de Seistán, derrotado por su vecino, no puede someter a siete de sus fortalezas, clave de la seguridad de su reino, que se han rebelado y cerrado sus puertas. En tal situación, pagará lo que se le exija por obtener la ayuda necesaria.
Timur ataca durante la noche la primera fortaleza. El asalto se hace por los cuatro costados a la vez, y logra su rendición sin condiciones tras veinticuatro horas de lucha. El botín de esta primera acción consiste en una enorme provisión de trigo que el vencido guardaba.
La guarnición de la segunda fortaleza intenta presentar batalla ante sus puertas, pero es rechazada y obligada a encerrarse. Los guerreros de Timur se lanzan al asalto y los defensores tienen que rendirse.
Se considera que la tercera fortaleza es inexpugnable, motivo por el que la guarnición espera tranquila tras sus murallas. Timur ordena a sus guerreros que preparen una red de sedal atada a largas cuerdas para ser lanzada sobre el enemigo durante el ataque de la caballería. Tras sujetar esta red a las grietas de las murallas, sus tropas la escalan y abren las puertas de la fortaleza para que Timur entre en la ciudad con el resto de fuerzas al son de su trompetería.
Ante tales acontecimientos, los seistanos se muestran dispuestos a reconocer de nuevo a su emir, y las fortalezas restantes capitulan. «Si Timur toma todas las ciudades fortificadas, se apoderará de Seistán y nos destruirá a todos», dice al emir su embajador. El emir abandona el campamento de Timur durante la noche y reúne a sus hombres para expulsarlo del país.
La batalla fue encarnizada. Timur y sus bahaduros se presentaban allí donde la lucha era más dura y temible. Le hieren dos veces: una flecha le atraviesa una pierna, y otra, el codo; pero, en el fragor de la batalla, no se da cuenta. Sigue combatiendo hasta que el enemigo, vencido, abandona el campo de forma desordenada. Sólo entonces advierte la gravedad de sus heridas y se retira a la montaña para curarse. No obstante, tarda bastante en sanar, pues durante mucho tiempo no puede utilizar el brazo enfermo y, debido a la herida de la pierna, cojeará durante el resto de su vida. Los turcos, sus enemigos, le llamaron Aksak-Timur (Timur el Cojo), y los persas, Timur-i-lenk (Tamerlán), o sea, Timur el Paralítico.