III

En tiempos de paz, cuando no se hace la guerra y se celebran fiestas o se preparan cacerías, suele ocurrir que tales diversiones son más dañinas que la guerra misma, pues todos tienen tiempo para pensar en planes ambiciosos y urdir intrigas. Un día el emir, olvidando que un hombre como él ni siquiera podía ir a cazar sin que lo rodeara una fuerte guardia, fue atacado y muerto por el marido de su hija y por el padre de su nuera, para usurparle el poder, que también ambicionaban. Pero su acción fracasó, pues los otros jefes se sublevaron contra ellos y los expulsaron junto a su kan.

Transoxiana se encontraba sin soberano y de inmediato comenzó el juego de las intrigas. Nadie quería dejar escapar la ocasión. Cada jefe intentaba apoderarse del poder; «incluso aquellos que nunca habían tenido semejante idea, se veían obligados, por la propia seguridad, a imitar a los demás».

Timur, desde la muerte de su padre, dueño de Schechri Sebs, la ciudad verde, se dedicaba, en esta gran lucha, a enemistar a los grandes señores, mientras él se procuraba adeptos entre los pequeños, fortaleciendo su poder por medio de alianzas secretas. Pronto llegó a ser uno de los tres hombres más poderosos de Transoxiana. Bayaceto Dschelair, jefe de las tribus Dschelair, que residía en el norte, junto al Sir-Daria, y el tío de Timur, Hadschi Barias, jefe de los Barias y soberano de Samarcanda, disponían de tropas mucho más numerosas que las de él; pero el hijo del piadoso Taragai, que desde su infancia prefería la compañía de los sabios y se creía discípulo del venerable sheik Zain-ed-Din, disponía de otro apoyo poderosísimo: el clero.

En parte por tolerancia y también por superstición, los mongoles, en sus invasiones, siempre habían respetado a los hombres religiosos. Cada ciudad conservaba algún hombre piadoso en el cual los musulmanes podían buscar amparo y obtener protección, siendo la casta sacerdotal el único factor indígena que representaba el poder de los habitantes. Después de la conversión de los conquistadores al islamismo, este elemento sacerdotal había ganado en influencia, sobre todo en las ciudades, y aspiraba a influir en los príncipes para que extendieran y fortalecieran el islamismo entre aquellos nómadas, a quienes los devotos musulmanes consideraban como semipaganos. Creyeron haber encontrado en Timur el príncipe ideal para tales fines y, con su protección, lo elevaron al mismo nivel que Bayaceto Dschelair y Hadschi Barias. Estos tres hombres decidieron gobernar el país, unidos y en paz.

En el mismo año feliz de su ascensión, Timur tuvo un hijo a quien el ambicioso padre, como signo de los grandes planes que había concebido, llamó Dschehangir (embajador del mundo). Timur invitó a todos los jefes a una espléndida fiesta, a la que Bayaceto Dschelair y Hadschi Barias no asistieron. Parecía que estos dos príncipes abrigaban planes siniestros.

Pero antes de que las rivalidades estallaran entre ellos, otro príncipe mucho más poderoso, Tukluk Kan, que gobernaba Turkestán, soberano de todos los mongoles Tschagatai, hizo acto de presencia en las fronteras. Procedía de las amplias estepas de Oriente, a la cabeza de un innumerable ejército; ya había cruzado el Sir-Daria con intención de recuperar la provincia que, unas decenas de años antes, arrebatara a su padre el emir Kasgan.

Para Bayaceto Dschelair la defensa era casi imposible, puesto que su dominio lindaba con el Sir-Daria y era el primero en recibir el ataque enemigo. Se apresuró, pues, a presentarse al kan con ricos presentes, rindiéndole homenaje, y en premio a haber sido el primero en acatarle recibió como feudo el dominio de Samarcanda, perteneciente a Hadschi Barias. Este reunió sus tribus, pero, como no se atrevió a presentar batalla, emprendió la fuga con sus guerreros hasta más allá del Amu-Daria. Timur, que no sabía qué hacer, pidió consejo al sheik Zain-ed-Din, su padre espiritual, y éste le respondió: «El cielo es un arco, y el destino, una flecha; así es también la protección de Alá. ¿Cómo podrás evitarla?».

Además, era demasiado tarde para huir. Las vanguardias del ejército enemigo habían penetrado en sus dominios.

El cronista dice: «Una buena política puede realizar mucho más que el heroísmo, una idea astuta vale más que todo un ejército; una flecha lanzada oportunamente por el arco de la política hiere más certeramente el corazón enemigo». Y Timur, desde su más tierna juventud hábil jugador de ajedrez, sabía manejar este arco de un modo admirable.

Cabalga, pues, al encuentro del enemigo, invita a sus capitanes a un banquete indescriptible y satisface la avaricia de estos hombres con ricos presentes, haciendo que los que esperaban el saqueo se vieran convertidos en huéspedes de honor. Hasta el comandante de aquellas huestes da a Timur una carta de recomendación para Tukluk Kan. Timur reúne todos los objetos preciosos que puede y se pone en camino para presentarse ante él. En la ruta tropieza con un gran ejército y también reparte entre sus capitanes ricos presentes, hasta saciar sus deseos, recibiendo en cambio, de cada uno de ellos, una carta de recomendación.

Provisto de tales cartas, Timur se presenta ante el kan, que le recibe con todos los honores, y, mostrando ante sus ojos los presentes que le trae, se excusa hábilmente de su pobreza. Él le traía muchos más presentes, pero los oficiales que le dieron las cartas de recomendación los desearon para sí.

De inmediato fue llevada a los oficiales, mediante correos, la orden del kan de que le devolviesen enseguida todos los presentes recibidos, más el botín que hubieran obtenido hasta el momento. Los jefes se rebelan contra tal pretensión y, dando orden a sus mongoles de volver atrás, atraviesan Transoxiana y la saquean, cruzan el Sir-Daria y llegan a sus estepas, donde se revuelven contra el kan injusto que exige el botín a sus soldados y oficiales. Tukluk Kan pretende enviar contra ellos parte de sus tropas, pero Timur, que, como fiel vasallo, se ha quedado en el campamento del kan, le advierte que si él mismo no acompaña en persona a aquellas tropas corre el riesgo de que se pasen a los insurgentes. Tukluk parte con sus guerreros para Turkestán.

¿Y a quién puede dejar mejor, como gobernador de Transoxiana, que al joven Timur, hábil y excelente consejero, que se ha mostrado tan sumiso y fiel? «El kan me ha encargado la regencia y me ha dejado su sello y el mando de 10 000 guerreros. Haber concebido y ejecutado mi plan ha sido el comienzo de mi ascensión. La experiencia me ha enseñado que un plan inteligente produce siempre mejores resultados que un ejército de 100 000 hombres», dice la autobiografía de Timur, en donde cita no menos de trece de sus planes, gracias a los cuales llegó a obtener la soberanía absoluta en el país comprendido entre los dos ríos.

Mas aún queda en Samarcanda Bayaceto Dschelair como vasallo de Tukluk, y Hadschi Barias, el fugitivo, apenas el kan traspasa el Sir-Daria, vuelve a sus dominios, a Transoxiana. Ambos se alían contra el joven Timur pues este último pretende dominarlos. Los jefes que habían rendido acatamiento a Tukluk, y en los cuales Timur creía poder apoyarse, se pasan al enemigo, y Timur se ve en la necesidad de solicitar al kan que le permita regresar a su país.

Bayaceto corre de nuevo al encuentro del kan para rendirle homenaje, pero, como desea mostrarse prudente, deja de antemano los carros dispuestos para que Samarcanda pueda defenderse en caso preciso, prudencia que le costó la vida. Hadschi Barias se escapa de nuevo, aunque con peor éxito esta vez, porque es perseguido, alcanzado y muerto. Las tropas del kan traspasan el Amu-Daria por la región montañosa de Afganistán y llegan a los dominios del príncipe Hussein.

El nieto del emir Kasgan se atreve a ofrecerle resistencia a la cabeza de un ejército de mongoles Tschagatai, pero es vencido y tiene que refugiarse en las montañas. Timur se siente libre de sus rivales y, cuando cree haber alcanzado el objeto de sus deseos, recibe un terrible desengaño. Tukluk Kan termina su tarea en Transoxiana y, al retirarse, deja a su hijo Iljas en Samarcanda, como regente de todo el país. Timur sólo es el comandante militar y, por lo tanto, sin poder efectivo alguno, puesto que los mongoles de Turkestán no le deben obediencia.

Estos sólo quieren saquear, sólo desean su botín; raptan a las jóvenes, venden a los hombres como esclavos y torturan a los ciudadanos ricos para que confiesen dónde guardan sus tesoros. Esta conducta despierta la murmuración del pueblo y la esperanza del clero en la ayuda de Timur, quien, por su parte, cree haber hallado con ello un nuevo camino hacia el poder, pues piensa en instar al pueblo oprimido a que se rebele, para que éste lo aclame como el libertador de Transoxiana.

Con tropas adictas ataca a los mongoles Tschagatai, arrebatándoles setenta importantes cautivos; pero su acción no produce el efecto deseado, puesto que el pueblo no llega a levantarse en su favor. Antes bien, los mongoles Tschagatai envían un mensaje a Tukluk Kan comunicándole lo acaecido. Timur, siempre astuto, intercepta la respuesta del kan y lee en ella su propia condena de muerte.