En tales circunstancias, Transoxiana no era simplemente una región fronteriza entre Irán y Turán, sino un verdadero reino igual al otro, vivamente codiciado por sus vecinos orientales de más allá del Sir-Daria, los mongoles Tschagatai, quienes trashumaban por sus estepas con todos sus rebaños y carros, sintiendo al mismo tiempo un ardiente deseo de extenderse hacia el sur y el oeste, a costa de sus vecinos del otro lado del Amu-Daria, el reino persa de Herat y la república derviche, rica en ciudades, de Chorassan.
Transoxiana era un país abundante en ciudades densamente pobladas, y fértil, con cultivos muy desarrollados, jardines de albaricoques, higueras y viñedos, bosques y moreras para el gusano de seda, y abundantes praderas para el ganado. Atravesaba Transoxiana la ruta comercial más importante, que iba desde el Asia anterior hasta China. Los comerciantes, artesanos y labradores eran persas; los guerreros, cuyos esclavos vigilaban y apacentaban los caballos, camellos y ovejas en los valles, eran mongoles, tártaros: hombres de Turán, nómadas. Estos ya no creían, como en tiempos de Gengis Kan, en el Eterno Cielo Azul ni en los augurios de los chamanes; eran ya musulmanes y sabían que Alá revela su voluntad mientras dormimos, mediante ensueños, y que, abriendo el Corán, su voluntad queda manifiesta en los versículos que caen bajo nuestros ojos. Pero, en lo demás, continuaban viviendo según las costumbres de sus antepasados: bebían vino y permitían que sus mujeres llevaran desvelado el rostro.
El emir de Transoxiana, Kasgan el Tuerto, era un poderoso soberano. Perdió un ojo en una batalla, a consecuencia de una herida de flecha, en la que defendía sus derechos contra el kan. Ya había derrocado al segundo kan, en cuyo nombre luchaba por la independencia, y elevado al trono a un tercer descendiente de Gengis. El número de tribus que obedecían sus órdenes era bastante considerable.
La tribu de los Barias se asentaba en las praderas del sur de Samarcanda, región de Schechri Sebs, la ciudad verde, cuyos muros se cubrían de verdor cada primavera. Los valles de la región, bañados por suaves ríos, se cubren de hierba y sus praderas, de flores. El jefe de la tribu, Taragai, era un hombre muy devoto y amigo de los mullah y sheiks, y una noche soñó que un hermoso joven, con rostro de árabe, le tendía una espada. Cogió la espada y, al lanzarla al aire, los reflejos de la hoja de acero iluminaron el mundo. Entonces pidió a un venerable sheik que le explicara ese sueño, y éste le dijo: «Tendrás un hijo que, con la fuerza de su espada, conquistará el mundo entero, convertirá a todos los hombres al islamismo y librará la tierra de tinieblas e innovaciones».
Cuando Taragai tuvo el hijo augurado, lo llevó ante el sheik, que en aquel momento leía el Corán, y se detuvo en la palabra tamurru (agitación) y llamaron al muchacho Timur, el férreo.
A los nueve años, su juego favorito era la guerra. Dividía a sus amigos de la escuela en dos bandos, se nombraba a sí mismo emir y los llevaba al combate. A los doce años sentía vergüenza de los juegos infantiles, estaba convencido de su prudencia y grandeza, trataba a todos con dignidad y altivez y buscaba siempre la compañía de los sabios para escuchar sus conversaciones. Aprendió a jugar al ajedrez y se pasaba días enteros jugando. A los quince años se entusiasmó por la caza y se convirtió en un excelente jinete. Cuando tenía dieciséis, un crónica que aspira a ser su autobiografía dice de él: «A esa edad ya sabía yo que el mundo es semejante a un cofre de oro lleno de serpientes y escorpiones, y por eso empecé a despreciar la fama y el oro». Pero tal afirmación no es verdadera, porque la ambición fue su mayor estímulo.
Es el mejor batallador, el cazador más hábil, el jefe insustituible de sus compañeros. Un día, durante unas batidas, saltó con su caballo una zanja que nadie osaba pasar; el animal resbaló con las patas traseras y Timur, apoyándose en su cuello, mientras aquél caía al foso, se lanzó al borde opuesto. Los signos mágicos de su alto destino: predicciones, augurios de astrólogos y sueños, se multiplicaban, y Timur ponía un término a su ambición: llegar a regente de Transoxiana. Concibe una conjura contra el emir Kasgan, pero nadie se atreve a conjurarse con el adolescente, y entonces, después de ser bendecido por su padre y por el venerable sheik Zain-ed-Din, Timur se dirige al emir Kasgan con la intención de entrar a su servicio.
Allí llega a saber lo que es una verdadera conjura, en la que los jefes de tribu y miles de guerreros están dispuestos a combatir para obtener cuanto desean. Quieren usurpar su poderío al emir, y Timur, comprendiendo que el cambio no le reportará ningún beneficio, se presenta ante el emir Kasgan y descubre la conjuración.
Kasgan no sabe qué hacer. ¿Predispondrá a unos jefes contra otros? ¿Quiénes le son fieles y quiénes se oponen a él en secreto? Con independencia de quién gane, su poder quedará debilitado. Timur, el ingenioso jugador de ajedrez, le aconseja que distribuya el reino entre los descontentos. El emir sigue tal consejo y ve cómo, en la distribución, los jefes empiezan a disputar entre sí, a dividirse. Este fue el primer peldaño de la escalera de la buena suerte de Timur.
Kasgan, en agradecimiento, le entrega como esposa a Aldschai, su nieta, de quien la crónica nos dice: «Su belleza se parecía a una luna joven y su cuerpo era esbelto como un ciprés». Le colma de regalos, joyas, vestidos de seda, caballos y esclavos, y le nombra comandante de una división de 1000 hombres. El joven Timur cabalga en el séquito de Kasgan, y lo acompaña en los combates. En el primer ataque se portó como el más valiente de los guerreros y el más astuto para forjar planes. Enseguida se hace el favorito de los bahaduros, guerreros experimentados que, por sus méritos personales, como el valor, la prudencia en la guerra y su resistencia física y moral, son distinguidos en el combate. Estaba sediento de hazañas guerreras.
En esta época comenzó la amistad de Timur con el príncipe Hussein, a quien ayudó en su lucha contra los jefes en las montañas afganas. En su ambición, esperaba recibir la corregencia como recompensa a sus servicios. Pero Hussein no pensó en su cuñado, lo que encolerizó a Timur hasta el extremo de querer lanzarse de inmediato, al frente de sus guerreros, contra su antiguo amigo; mas sus guerreros se negaron a luchar contra el nieto del emir, y Timur se entregó a la amargura de sus quejas. Entonces «comprendió el sentido profundo del proverbio que dice que un amigo fiel vale más que mil infieles». Pero no mostró sus sentimientos ni castigó a su gente, sino que se limitó a distribuir regalos para asegurarse su adhesión.