I

La historia del Asia anterior es un canto épico vivido: el de la lucha de Irán contra Turán; el mundo persa, sedentario y refinado, contra el mundo de los salteadores de la estepa. En oleadas sucesivas e incesantes, grandes masas de caballería arrancadas de las estepas de Turán caían sobre el país de las ciudades y jardines, de la cultura y de la ciencia, y siempre Irán se asimilaba a estos hombres de la estepa, transformándose en adoradores de la vida persa, de su literatura y de sus artes, hasta afeminarlos y debilitarlos. Conseguido esto, se levantaba contra el intruso, pues nunca reconoció como sus iguales a quienes desde tiempo inmemorial lo habían batido y dominado docenas de veces. Si ellos sabían asimilarse fácilmente al pueblo persa, jamás éste los consideró como asimilados. La epopeya heroica de Persia, Schah-Nameh, de los siglos X a XI, habla de la gloriosa dominación de los partos: «La historia estaba vacía, el trono de Irán estaba desierto, y los siglos pasaban, siglos en los que se puede decir que no había emperador en el mundo…».

En la ciudad de Schiras, la ciudad de las rosas, comenzó el levantamiento nacional persa y, haciendo la «guerra santa», vencieron a los partos, los «extranjeros» que habían reinado durante casi quinientos años sobre Persia, defendiéndola contra Roma. Los reyes partos formaron la dinastía nacional de los Sasánidas, famosos por su poderío y esplendor.

Mientras el Imperio romano se hundía, los soberanos persas rechazaron durante cuatro siglos a las tribus nómadas turanesas que, procedentes del este, se dirigían a las regiones fronterizas entre Irán y Turán, en Transoxiana, país comprendido entre el Oxus (Amu-Daria) y Jaxartes (Sir-Daria).

Después de la conquista de Irán por los árabes y el islam, fueron los mismos soberanos extranjeros quienes llamaron a los pueblos nómadas de Turán para formar, con sus guerras feroces, una fuerte guardia contra los habitantes y sus dinastías locales; mas Irán los asimiló a todos. Algunas generaciones después, los sultanes y shas, descendientes de los hombres de las estepas del norte del Sir-Daria, iban al combate, con versos de poetas persas, para proteger a éstos contra sus propias tribus: los selyúcidas contra los choresmanos, y éstos contra los mongoles de Gengis Kan. Estos afeminados guerreros luchaban en vano en el ambiente persa y árabe en que vivían, pues siempre resultaban vencidos por los fieros jinetes de las estepas.

La oleada de pueblos mongoles había inundado Asia y borrado las fronteras, pero el Amu-Daria línea divisoria entre Irán y Turán, continuaba separando ambos reinos: el del Asia anterior, el del ilkán, y el del Asia central, en el que reinaban los descendientes de Tschagatai, segundo hijo de Gengis Kan y que dio nombre a la región. Durante ciento cincuenta años, la lucha fluctuó de un lado al otro del río.

El poder de los kanes mongoles había disminuido mucho. Las provincias se independizaban, aunque los rudos jefes mongoles, tártaros, turcos de otras tribus nómadas tenían como principio, según mandaba la Yassa, obedecer a un solo kan que había de ser de la familia de Gengis. Esto era aprovechado por casi todos los emires, quienes, en su provincia, solían tener algún descendiente de aquél, que era elevado enseguida a la dignidad de kan, como soberano de paja, para reinar en su nombre y, en su nombre, hacer la guerra a sus vecinos. Esta guerra incesante no era lucha de reino contra reino, sino de provincia contra provincia, de emir contra emir, y, en cada dominio, los jefes de las diferentes tribus luchaban entre sí o se conjuraban contra el emir.

Cada emir, cada jefe, cada tribu, no poseían más que aquello que podían defender contra la codicia de los demás. La guerra era el elemento fundamental de la vida: producía héroes y los destituía. Hay cinco cosas que nadie sabe, excepto Alá: el sexo del niño en el seno materno, cuándo ha de llover, lo que ocurrirá al día siguiente y la hora y el sitio en que morirá. ¿Quién puede librarse de su inexorable destino, quién puede defenderse de las flechas de Alá? Aquel que es herido por sus flechas, de emir se convertirá en salteador y deberá esconderse de sus enemigos, huir a las montañas o vagar por las estepas y asegurarse el sustento atacando a las caravanas o a los pastores para arrebatarles sus rebaños, hasta que llegue su buena hora y el éxito le traiga de nuevo adeptos, honores y riquezas. El éxito es como el imán, que atrae hacia el héroe hombres valientes, convierte una banda de salteadores en un verdadero ejército, somete ciudades y fortalezas y vuelve a hacer de un salteador un nuevo emir.