III

Parece ser que las civilizaciones aprendieron a conocerse y pudieron compenetrarse gracias a la voluntad y al genio de un pobre nómada que dejó partir a los feroces jinetes mongoles de sus estepas de Asia central, permitiéndoles galopar repetidas veces sobre sus tenaces y pequeños caballos a través del continente, vertiendo durante sus correrías un océano de sangre y sepultando orgullosos reinos bajo hecatombes humanas. Las ciencias volvieron a ser fructíferas, se crearon nuevas formas de arte, las culturas y religiones pudieron convivir en paz durante un siglo, se trazaron las grandes rutas comerciales y, por doquier, en el mundo entero se disfrutó de una prosperidad insospechada hasta entonces.

Europa se había visto obligada a cubrir en Egipto sus necesidades de mercancías orientales, como, por ejemplo, los productos indios o los de las islas de las especias. Los celosos islámicos, especialmente los poderosos de Egipto, explotaron su monopolio de un modo usurario, pues aumentaban en un 300% el valor de las mercancías, ofendiendo y maltratando a los comerciantes cristianos. Los ilkanes abrieron a los países occidentales el mercado persa, hasta entonces cerrado para ellos. Sustituyeron El Cairo y Bagdad por Tabriz, como centro del comercio internacional, y ofrecieron su protección a los comerciantes, con independencia de su nacionalidad o religión. El camino hacia las fuentes de riqueza quedó abierto para Europa.

En 1315, los agentes de la banca genovesa de los Bivaldi hicieron un viaje de estudio por Tabriz y el puerto de Ormuz hacia la India. Cinco años más tarde existían factorías genovesas en la India, en el golfo de Kanbay y en las costas malabares. Allí terminaban las líneas de navegación del imperio mundial chino, mientras que la ruta norte de las caravanas pasaba por el reino de La Horda de Oro hasta las factorías italianas de Crimea. Por primera vez existió un movimiento comercial de circunvalación. Oriente vendía a los países occidentales mucho más de lo que compraba. Sin embargo, los tejidos europeos y los de hilo de Milán eran muy solicitados; en Oriente se apreciaba mucho la orfebrería italiana; la cristalería veneciana se pagaba cara, y los corales se vendían hasta en China. Todos los países se dedicaban a este comercio, ganando sumas enormes; de todo ello, Asia anterior era la que más se beneficiaba, y empezó a desempeñar un papel histórico de lazo de unión entre Oriente y Occidente.

De modo que, en el transcurso del siglo XIII, se formó, en el verdadero sentido de la palabra, un comercio y una economía mundiales. De inmediato empezó la lucha por el mercado del mundo. Venecia y Génova eran las ciudades que se lo disputaban en Europa. Pero aún era demasiado pronto para tal lucha, para este comercio mundial. Se había adelantado en varios siglos el estado de la técnica y el espíritu de los pueblos, a causa de un fenómeno excepcional: la sobrehumana fuerza expansiva de un primitivo pueblo de jinetes. En la segunda mitad del siglo XIV se rompió esta fructífera unidad del continente europeo. El mundo asiático, que con tanto esfuerzo y plenitud se había abierto para Europa, se cerró con la misma e inesperada rapidez.