La orgullosa Venecia, dominadora de los mares, se veía atacada en todos sus mercados por la pujante Génova. Su dominio del Mediterráneo oriental estaba fuertemente comprometido. El mar Negro, que durante la primera mitad del siglo XIII fue un mar veneciano, vio, al finalizar dicho siglo, más navíos de Génova que de Venecia. Bizancio, antaño mercado veneciano, se encontraba en manos de los genoveses. Las factorías genovesas en Crimea habían adquirido preponderancia en el comercio con La Horda de Oro, y sus puertos de la costa norte de Asia Menor les proporcionaban la mayor parte del comercio de Asia central. Era tal el odio de las dos rivales, que ninguna flota comercial podía aventurarse sin escolta por el mar, y allí donde se encontraban navíos venecianos y genoveses, se libraba una batalla.
Por último, los genoveses se decidieron a un gran combate naval: querían atacar a Venecia en sus propias aguas. El 7 de septiembre de 1298 se libró una batalla decisiva cerca de la isla de Curzola, en la costa dalmática. La flota veneciana fue derrotada. Perdió casi todos sus navíos, y más de 7000 hombres cayeron prisioneros. El almirante Dándole, que no quería sobrevivir a tal vergüenza, se rompió el cráneo contra el palo mayor de su navío. Entre los prisioneros conducidos a Génova se encontraba Marco Polo, quien durante el combate había mandado una galera.
Cuando, tres años antes, Marco, Nicoló, su padre, y su tío Maffeo volvieron a su país, con los raídos vestidos de viaje y hablando en veneciano con marcado acento extranjero, se les consideró unos impostores. Los Polo habían muerto y hacía muchos años que sus familiares ocupaban su morada. Todo cuanto aquellos extranjeros conocían referente a la familia, lo sabían, sin duda, por los Polo, a quienes por casualidad debieron de encontrar en el camino y con los cuales viajarían durante algún tiempo.
La tradición veneciana cuenta que los tres viajeros, para demostrar la veracidad de lo que decían y deshacer toda sospecha de que pretendían entrar en ilegítima posesión de la antigua casona, prepararon un espléndido banquete para los nobles de la República. A cada plato se presentaron ataviados con nuevos y magníficos trajes, regalando cada vez el anterior a los criados. Después de la comida, cuando la servidumbre se había retirado de la sala, Marco trajo las viejas y raídas vestiduras conque se habían presentado y, deshaciendo las costuras, hizo rodar sobre la mesa, ante las asombradas miradas de los comensales, un verdadero río de diamantes, zafiros y rubíes como jamás se viera en tan gran cantidad, pues los Polo, antes de emprender su largo viaje, habían convertido su inmensa fortuna en piedras preciosas. La ostentación de semejante riqueza hizo desaparecer entre los convidados el menor asomo de duda; los viajeros fueron reconocidos, y aquéllos visitaban gustosos la hospitalaria casa, deseando oír a Marco Polo los relatos de sus viajes y aventuras, lo cual éste hacía de muy buen grado.
Todo el mundo estaba de acuerdo en que realmente había vivido en la corte del gran kan, de lo cual, aun en aquella época de progreso y actividad comercial, ningún otro italiano podía blasonar. Sin embargo, las maravillas que describía a propósito del gran kan, su corte y su reino, hicieron que los oyentes supusieran que abusaba de su credulidad exagerando demasiado. Y aunque escuchaban gustosos sus fábulas orientales, el cuentista no tardó en recibir, a causa de sus pretendidas exageraciones, el mote de «Marco Milione».
Esta fama le siguió a Génova, durante su cautiverio, y los genoveses no tardaron en acudir en masa al Palazzo del Capitano del Popolo para escuchar los instructivos relatos de aquel gran viajero. Un compañero de cautiverio, Rusticiano de Pisa, reconoció el inagotable material que había en aquellos relatos y, a petición suya, Marco Polo le dictó en la cárcel, en francés, su libro titulado Livre des diversités et merveilles du monde.
Entretanto, varios príncipes italianos actuaron como mediadores entre las dos repúblicas. La paz fue firmada y Marco Polo regresó a Venecia. Pero entonces, todo lo que había contado de un modo fragmentario estaba escrito en forma de libro, en negro sobre blanco, y producía un efecto importante…, pero en un sentido muy distinto del que su autor imaginara. El palacio de los Polo recibió el sobrenombre de «Corte del Milione». En ninguna comitiva carnavalesca podía faltar el fatuo grandilocuente a quien se llamaba Marco Milione, quien, para solaz y alegría del pueblo, contaba toda clase de fanfarronadas. Incluso en su lecho de muerte, concienzudos amigos le rogaron que jurara, por la salud de su alma, que eran ciertas las exageraciones contenidas en el libro. Por último, el enfermo les gritó, furioso, que no había contado más que la ver dad, pero aun así, ni siquiera la mitad de lo que había visto. Y, a pesar de que el progreso de los conocimientos referentes al Asia oriental demostró que sus descripciones eran exactas y verídicas; aunque dejó de contar las cosas más asombrosas, como, por ejemplo, la Gran Muralla china y la existencia de la imprenta, para no destruir la poca fe que tenían en su libro, todavía en el siglo XIX se oía a los escolares italianos exclamar, al oír una gran exageración: «¡Oh, qué Marco Polo!».
Pero el libro estaba allí y, lo creyeran o no, era leído. Lo leían por tedio, por amor a las aventuras, por curiosidad y deseo de conocer mundos lejanos. Curiosidad que se había despertado en la Europa meridional para no desaparecer. Un copista describe exactamente la opinión de su época al decir que copió el libro por no aburrirse y que, a pesar de que contenía cosas increíbles, entretenía bastante. No eran «mentiras, sino cosas maravillosas» y, aunque no las creyese, «podían ser verdaderas».
Con tan opuestos sentimientos se copiaba el libro, se traducía al latín y al italiano, y se tenía ante los ojos un mundo insospechado, nuevo y gigantesco. Según las ideas geográficas de la época, la parte de tierra firme ocupaba casi toda la extensión de una planicie circular rodeada por el océano. Según palabras del profeta Ezequiel, Jerusalén era el centro de la tierra: «Así, dijo el Señor: ésta es Jerusalén, y la he colocado en el centro de los pueblos, con todos los países a su alrededor». La distancia de Extremo Occidente, desde el océano Atlántico hasta Jerusalén, era igual a la de Extremo Oriente, donde se encontraba el Paraíso, puesto que fue en Oriente donde «Dios colocó el jardín del Edén». El espacio vacío entre dichos dos puntos estaba poblado por gentes fabulosas, monstruos con cuerpo humano y cabeza de animal, u otros seres parecidos. Por consiguiente, estaban dispuestos a creer cualquier fantasía, cualquier inverosimilitud. Cuando Marco Polo, al describir un país que sólo conocía de oídas, habla del ave Rock, que podía elevarse por los aires con un elefante entre sus garras, los lectores no mostraban mayor extrañeza que cuando describía un tigre. Pero que describa la inmensa extensión de Asia, que cite un país o un reino tras otro, y que diga que por doquier había hombres normales, inteligentes, que comerciaban y construían ciudades…, eso era demasiado, no se le podía dar crédito. Mas lo verdaderamente increíble, lo más asombroso, era que, en los confines de aquel continente, más allá de todos los países, se encontrase aquel inconcebible reino de Kathai, nombre con que Marco Polo denominaba a China.
Se acababa de ser testigo de la invasión de los tártaros, de su crueldad y de su salvajismo; además, audaces frailes como Plano Carpini y Guillermo Rubruk dieron testimonio de la precaria residencia del gran kan en Karakorum, así como de sus costumbres bárbaras y de su orgullo, fundado únicamente en la fuerza de las armas. Y ahora resultaba que también existía un gran kan justo y bueno, prudente, el más noble y poderoso de todos los soberanos; y un reino cuyos cultivos excedían en magnificencia a todo lo imaginable: ciudades cuyas barriadas, situadas respectivamente ante sus doce puertas, eran mayores que Venecia; ríos por cuyas aguas navegaban cada año 200 000 navíos, es decir, más que por todos los ríos y mares de Europa; navíos con cuatro y seis mástiles, una tripulación de 200 o 300 hombres y otros tantos pasajeros, y una carga de miles de banastas con pimienta y otras especias, el artículo más apreciado y más caro en el comercio de Europa; y, maravilla tras maravilla: papel moneda, con que se podía comprar todo lo que se deseaba: piedras preciosas, oro y plata… Pero todo cuanto Marco Polo aseguraba palidecía ante este último detalle: para calentarse no empleaban leña, sino piedras; tenían tejidos que se limpiaban echándolos al fuego, vino sacado de los árboles, osos blancos y leones rayados. Mas ni los desiertos de Persia y Asia central, ni los cañones salvajes de Badaschshan, ni las montañas del Pamir, cuyas cimas parecían horadar el cielo; ni las minas de lapislázuli, ni los campos de amianto y de diamantes, produjeron en sus contemporáneos el mismo efecto que la descripción de China, su riqueza y su extensión.
Rodeó de poética fantasía la personalidad del kan, el justo, el sabio, y muy pronto no hubo novela que se respetase en la que no apareciera su figura. Sin embargo, hombres prácticos se dirigieron, aunque al principio con desconfianza, hacia aquellas amplias regiones: mercaderes en busca de mercancías y misioneros animados por ideas más elevadas. Y cada noticia que llegaba de Oriente no hacía más que confirmar, hasta en sus menores detalles, todo lo que Marco Polo había escrito.
El reino de Kathai existía y era efectivamente tan grande, tan poderoso y tan maravilloso. Los grandes kanes reinaban y eran en verdad hospitalarios y de buen trato. Los misioneros eran bien recibidos y podían estudiar y trabajar libremente. Aún más, incluso recibían ropas y alimentos a expensas del tesoro público y tenían acceso a la corte. Comerciantes italianos, especialmente los genoveses, conseguían el permiso de comerciar y no tardaron en enriquecerse a costa de China. Obtenían dinero y terreno para la construcción de iglesias. Poco después hubo en Pekín un obispo católico y otro en Zayton y Tukien. Cincuenta años después de la muerte de Marco Polo, China había dejado de ser un país legendario.
Dos rutas intercontinentales para caravanas unían (a través de Mongolia y el reino de La Horda de Oro, o de Turkestán y Persia) el Asia oriental con los países occidentales, y terminaban en puertos venecianos o genoveses, en las costas del mar Negro.
El libro La pratica della mercatura, de Francesco Balducci Pegolotti, escrito hacia 1340, era una guía para los viajeros que se dirigían a China. Además de otros aspectos importantes, la obra aconsejaba dejarse crecer la barba, no ser parco en el salario del intérprete y, en Tana, en la desembocadura del Don, llevar consigo a una mujer indígena, «porque habla el komano y se estará mejor atendido». Contenía asimismo informes para los comerciantes, a propósito de las probabilidades de beneficio mediante un frecuente intercambio de mercancías: «Quien, desde Génova o Venecia, desee dirigirse a Kathai, debe llevar consigo tejidos de lino, y al llegar a Urgendsch —en la desembocadura del Oxus en el lago Aral— podrá venderlos fácilmente. En Urgendsch debe comprar objetos de plata y continuar su viaje, pues, por grande que sea la cantidad de ese metal que los mercaderes conduzcan a Kathai, el soberano la comprará para aumentar su tesoro, dando a cambio papel moneda». Y siempre afirma el hecho increíble: «Con dicha moneda podréis comprar sedas y todas las mercancías que deseéis, pues todo el mundo en aquel país está obligado a aceptarla, ¡y no tendréis que pagar un precio más elevado por vuestras mercancías aunque vuestra moneda sea un papel!».
Tana, el puerto genovés del mar de Azof, era el punto de partida para el comercio floreciente con La Horda de Oro, y Pegolotti asegura: «Podéis creer que el trayecto entre Tana y Sarai es el menos seguro de todos los que conducen hacia Kathai, pero, hasta en esta parte, si lleváis con vosotros unos sesenta hombres, podréis transitar con la misma seguridad que en vuestra propia casa. La ruta de Tana a Kathai es segura, tanto de día como de noche; así lo confirman los comerciantes que la recorren, pues reina por doquier la Pax tatarica».