III

En 1260, los venecianos Nicoló y Maffeo embarcaron en Constantinopla con rumbo a las tierras de La Horda de Oro. Siguiendo las costumbres establecidas por Gengis Kan, regalaron todas sus mercancías, consistentes en joyas y piedras preciosas, al kan Borke, y recibieron de éste, después de una prolongada y amable hospitalidad, el doble de su valor como recompensa. Pero, como consecuencia de las luchas en las fronteras, el camino de regreso era inseguro, por lo que prosiguieron su ruta desde más allá del Volga hasta Buchara. También allí hubieron de detenerse, pues, a causa de la guerra de sucesión entre los jinetes de las estepas y las tropas de Kubilai y Hulagu, les fue imposible continuar hacia el este y occidente. Transcurridos algunos años, encontraron una embajada de Hulagu a Kubilai, que pasaba por Buchara, y el embajador les permitió acompañarla hasta la corte del gran kan.

Kubilai, que jamás había visto comerciantes italianos, les interrogaba frecuentemente acerca de Europa, de sus soberanos, de sus instituciones estatales, de sus ejércitos, de su religión. Y ellos, como buenos católicos e hijos de su época, no dejaban escapar ocasión para tratar de convertirle al cristianismo. Él les hacía concebir esperanzas, pero luego el mongol, siempre práctico, quería saber por qué había de hacerse cristiano.

«Hay cuatro profetas venerados en el mundo entero —les dijo—: Jesucristo, Mahoma, Moisés y Sakya Muni. Yo me inclino ante los cuatro, así como ante quien en el cielo es el mayor de todos y le ruego que me socorra. ¿Por qué queréis que abrace el cristianismo? Ya veis que los cristianos de estos países son unos ignorantes que no saben hacer nada, mientras que los idólatras pueden realizar todo lo que quieren». Y les recordó el prodigio de un lama tibetano para demostrar su poder: Kubilai se sentó, en presencia de los Polo y toda su corte, solo en medio de la sala de audiencia, ante una mesa, y, a una orden del lama, las copas llenas de vino fueron solas hacia él por el aire, sin que una mano las tocara.

«Conjuran las tempestades y las dirigen en la dirección que desean —continuó—. Realizan muchas cosas maravillosas y sus hechiceros lo saben todo. ¿Qué diría a mi pueblo? ¿Cómo explicarle el milagro que me habría inducido a hacerme bautizar? Sin contar con que los idólatras, gracias a su ciencia y a sus brujerías, con las que realizan cosas maravillosas, podrían hacerme morir fácilmente». Sin embargo, era muy cauto y se guardaba mucho de ofender al Dios cristiano, que acaso fuese el más grande; y envió los Polo ante el Papa.

Este debía hacerlos volver acompañados por cien eruditos en la ciencia religiosa cristiana, «capaces de demostrar a los idólatras que también ellos sabían realizar maravillas, pero despreciaban hacerlo por ser arte diabólico; mas que, por lo menos, demostrasen que podían oponerse a ellos de tal modo que, en su presencia, los magos fuesen incapaces de efectuar nada».

Prometió que, en tal caso, se convertiría y se dejaría bautizar, juntamente con todos sus nobles y su pueblo, «de manera que habría aquí muchos más cristianos que en todos vuestros países».

Cuando los Polo llegaron a Europa, el Papa había muerto. Los cardenales estaban ocupados en disputarse la plaza. Después de dos años de inútil espera, decidieron encaminarse a Asia oriental, y fue en este viaje cuando supieron que el cónclave había elegido Papa a su protector Teobaldo Visconti, quien adoptó el nombre de Gregorio X. Volvieron sobre sus pasos. En lugar de los cien sabios, Gregorio sólo les dio dos eclesiásticos que no tenían el menor deseo de someterse a las penas y fatigas del viaje y, en cuanto llegaron a Asia Menor, regresaron a Europa. En lugar de sacerdotes que debían demostrar a Kubilai la superioridad de la religión cristiana, los Polo llevaron únicamente al hijo menor de Nicoló, Marco Polo, de veinte años de edad.

Marco estaba en la edad de observar, con los ojos muy abiertos, todas las maravillas del mundo. En Nu aprende los cuatro idiomas normalmente hablados en la corte: el mongol, el chino, el ujguro y el persa. Quizás había aprendido los dos últimos en su viaje, que ya duraba tres años. Ve a Kubilai interrogar a sus embajadores, a sus generales y a los comerciantes extranjeros sobre los países y regiones que han visitado, informándose de ellos acerca de los pueblos, de sus usos y costumbres y de las cosas notables que habían visto. Observa cómo se enoja cuando no tienen nada que contarle; y cuando él mismo realiza, por orden del gran kan, un viaje, le informa, con profusión de detalles, de cómo ha viajado y de cuanto ha visto. Se fija en todo atentamente y lo relata a maravilla. Esto es lo que determina su suerte.

Sin ocupar ninguna función pública, atraviesa de un lado a otro, por orden del gran kan, todo aquel mundo inverosímil. Para un comisionado del soberano todopoderoso no existen secretos, pues ninguna puerta se cierra ante él. Ve, oye y experimenta más que ningún otro viajero antes y quizá después de él. Contempla las doradas pagodas de Burma; Ceilán, la isla de las piedras preciosas; Java, la misteriosa patria de valiosas especias; la India, el país de los brahmanes; los helados desiertos de Pamir y Sumatra, patria tropical de los caníbales. Oye hablar de las islas de Japón, el Zipangu de su libro, y de las regiones siberianas con sus tinieblas árticas y sus tunguses cabalgando sobre renos; no desconoce los trineos con perros ni los bancos de las ostras perlíferas del mar Índico. Y, entretanto, vive en la corte de Kubilai, participa en todos los acontecimientos, observa el mecanismo interno del más formidable de los imperios, ve la vida privada de este monarca, «Soberano de Soberanos», quien, por el número de sus súbditos, la extensión de sus dominios y el importe de sus ingresos, supera a todos los príncipes que hayan existido y existan en el mundo.

Cuando Marco Polo dejó Venecia tenía edad suficiente para poder parangonar la parquedad y estrechez de las relaciones europeas con el poderío de aquella extraordinaria grandeza mongola, y lo admira todo: admira al soberano, al reino, su grandeza, su poder y su ilimitada tendencia expansiva, pues todavía los embajadores de Kubilai seguían recorriendo la dilatada Asia para exigir sin cesar, de los demás reyes extranjeros, acatamiento y tributos. Y cualquier negativa tenía, indefectiblemente, como consecuencia una invasión mongola, aunque el país estuviera separado de China por montañas infranqueables, por inmensos desiertos o por mares dilatados. La petición de acatamiento procedía siempre de una cancillería china, en nombre del emperador de China… Al atenerse Kubilai inexorablemente al testamento de Gengis Kan, imponiendo la conquista de todo el mundo, demostraba ser un verdadero mongol. Tan sólo después de haber trasladado el centro de gravedad del reino mongol a China, empezó a interesarse por el resto del planeta.

Occidente estaba demasiado lejos; en el Asia anterior residía su hermano Hulagu, y el reino del ilkán era «una apartada provincia de Extremo Oriente», por lo que era Hulagu quien estaba obligado a extender todavía más los límites; sólo una vez le envió Kubilai un ejército de 30 000 jinetes como refuerzo. Con el tiempo, el reino de La Horda de Oro se había separado de la generación mongola y, en lugar de ser una parte del reino, se había convertido en una especie de estado vasallo. Como Occidente pertenecía a su uluss, Kubilai tenía muy poco interés en conquistarlo. Por consiguiente, concentró sus empresas guerreras en el sur y este de Asia.

El rey de Cochinchina se negó a presentarse en la corte de Kubilai para prestarle acatamiento, por lo cual un ejército mongol invadió el país y destruyó la capital; pero la guerra resultó estéril, porque el pueblo se refugió en las montañas, donde fue imposible perseguirlo.

El rey de Annam se opuso al paso de las tropas por su territorio. Los mongoles tuvieron que luchar en aquel mortífero clima, que los diezmó, aunque el rey acabó pagando su tributo.

El rey de Birma no envió su hijo a Kubilai, y el resultado fue tres sangrientas guerras.

Alguien descubrió las islas Riu-Kiu, y de inmediato se envió una flota. Otra flota puso rumbo a las islas del sur, hacia Filipinas y las islas de la Sonda. Y, a su regreso, trajo el tributo de diez reinos. Sus soldados luchaban en Siam, en la India, hasta la orilla opuesta del Ganges, y en Java. Poco le importaba que sus conquistas le reportasen o no beneficios, que le prometieran ventajas o le fueran estériles: le dominaba una indomable ambición de poderío y sentía la necesidad de satisfacerla. No conocía la circunspección de Gengis Kan, la tenacidad con que éste preparaba sus guerras, la prudencia y precisión con que determinaba la serie de países cuya conquista deseaba realizar; y, de este modo, las grandes derrotas eran inevitables.

Un sabio coreano contó a Kubilai fantásticos relatos de la riqueza de Japón, y de inmediato partieron embajadores a los países del Sol Naciente, con un documento cuyas exigencias eran insultantes para una dinastía que durante 2000 años nunca fue dominada por extranjeros; por consiguiente, ni siquiera recibieron una respuesta. Daraushin desembarcó con una flota colosal compuesta por 45 000 mongoles y 120 000 chinos y coreanos. Si bien la llanura fue devastada, los ataques a las fortalezas fracasaron gracias al valor heroico de los japoneses. La naturaleza acudió en socorro de éstos con un terrible tifón que alcanzó a la flota, estrellando casi todos los navíos contra las rocas. El grueso del ejército, separado de su base, fue destruido o hecho prisionero y reducido a la esclavitud. No obstante, Kubilai no se desanimó y siguió pensando en llevar a cabo una guerra de desquite; sólo la muerte impidió llevar a buen puerto este proyecto.

En Tokio existe una pintura que muestra a Marco Polo entre el séquito de Kubilai mientras éste interroga al sabio coreano sobre Japón, y muchas fuentes japonesas consideran a los venecianos los principales instigadores de esta guerra contra el país del Sol Naciente. Aunque Kubilai no necesitaba instigadores, dichas fuentes nos procuran, sin embargo, una prueba de la situación preeminente que ocupaban los Polo en la corte del gran kan.

Durante diecisiete años estuvieron a su servicio. Transcurridos éstos, juzgaron que había llegado la hora de poner a buen recaudo los tesoros acumulados, así como a ellos mismos. Kubilai era ya un anciano, y ellos, por ser extranjeros, se les envidiaba a causa de los favores concedidos por el emperador; incluso es posible que se les odiase. Si emprendían el viaje de regreso en vida de Kubilai, lo harían bajo la protección del gran kan, con todos los privilegios debidos a los altos personajes. Pero Kubilai se negaba a dejarlos partir.

Sin embargo, la casualidad vino en ayuda de los venecianos. La primera esposa del ilkán Argun —en Asia anterior reinaba el nieto de Hulagu— acababa de morir, no sin antes exigir a su marido la promesa de no volver a casarse más que con una joven de su raza. En vista de ello, Argun envió una embajada a Kubilai para que éste eligiese una mongola de la familia de la difunta. No obstante, este encargo entrañaba cierto peligro, pues ésta debía ser conducida hasta Persia, y en el Asia central, una guerra de sucesión entre los herederos de Tschagatai hacía estragos. No era posible exponer a la princesa al peligro. Entonces, los Polo, conocedores de una ruta marítima segura, se unieron a los embajadores. Marco regresaba de un viaje por mar a las Indias, realizado por orden de Kubilai, y sabía que al otro lado de las Indias empezaba el golfo Arábigo.

En tales circunstancias, el gran kan no podía negarles su autorización. Los Polo partieron como acompañantes de honor de la joven princesa, no sin antes prometer a Kubilai su inmediato regreso. Dos años más tarde, al desembarcar en la India posterior y Ceilán, en el golfo de Omán, supieron que habían partido en el momento oportuno: Kubilai acababa de morir.

El reino del Centro lloraba a su anciano emperador Sche-tsu, quien, durante su reinado de treinta y cuatro años, había devuelto a China su grandeza y prosperidad. Según sus propios deseos, Kubilai no fue enterrado en un magnífico cementerio chino, sino en la lejana Mongolia, cerca de las fuentes del Onón y del Kerulo, sobre el monte Burkan-Kaldun, donde reposaban su abuelo Gengis Kan, su padre Tuli y su madre Sjurkuk-Teni, que hicieron de sus hijos los herederos del reino mundial.