II

Kubilai era gran kan y, al mismo tiempo, Tien-tse, Hijo del Cielo. Como heredero de Gengis Kan, era amo del mundo. Como fundador de la dinastía Yuan, emperador de China. China era el primer país del mundo, Tschung-kuo (el reino del Centro), pero no era el mundo. Sobre esa escisión no se podía poner ningún puente.

Como gran kan, la palabra de Kubilai era ley en las cuatro quintas partes del continente euroasiático. Era el señor feudal de La Horda de Oro. Reclutaba hombres del Dniéper y del Volga para sus guerras en China y en Manchuria. En su guardia servían guerreros alanos, hombres blancos de un pueblo caucásico, y cristianos. El reino fundado en Asia anterior por Hulagu, que se extendía desde el Amu-Daria hasta Siria y cuyos límites comunes lindaban con Bizancio, era la provincia extrema de su imperio, y sus soberanos recibieron el título de ilkán. Las monedas acuñadas en Tabriz llevaban su nombre. Al morir Hulagu, su hijo Abaka, al ser proclamado ilkán, rehusó subir al trono sin que el gran kan confirmase su elección. «Kubilai es nuestro soberano —dijo a los nobles—. ¿Cómo voy a atreverme a subir al trono sin su consentimiento?».

Y durante todos los actos del Estado se sentó en una silla al lado del trono vacío, hasta que recibió de Kubilai una corona, un manto estatal y un documento que le confirmaba solemnemente como sucesor de Hulagu, ordenando a todos los príncipes que obedeciesen y ejecutasen sus órdenes. Aunque Hulagu y sus sucesores obedecieron al gran kan y no a un emperador chino, los anales chinos consideran a los ilkanes como funcionarios chinos de la mayor categoría.

Kubilai era el emperador Sche-tsu, que había unificado China y traído la paz. La dinastía Yuan, por él fundada, continuó la obra de las veintidós dinastías del reino del Centro, y sus antepasados mongoles, los dos enemigos más inexorables de las dinastías imperiales chinas, fueron venerados en los templos chinos como antepasados propios.

Kubilai no permitía que le llamasen «Conquistador de China». Y, prisionero de la antigua civilización, de sus símbolos de fabulosa antigüedad y de sus costumbres, se desprendió poco a poco de las tradiciones nacionales de su raza para adoptar la eterna tradición del reino del Centro. Y, sin embargo, en su parque de ensueño (con magníficos estanques llenos de preciosos peces, puentes de filigrana, artísticas fuentes y surtidores, más otras mecánicas maravillas) al que hacía llevar por medio de elefantes los árboles más raros del mundo, con sus raíces y tierra, para plantarlos, hacía sembrar una parcela con la reseca hierba de Mongolia, a fin de que él y sus hijos se acordasen siempre de las hermosas estepas que fueron su cuna.

Protegió las ciencias y las artes. Atrajo a los sabios, pintores, poetas, arquitectos e ingenieros de todas las partes del mundo. Terminó el canal Imperial, de más de cien kilómetros de longitud, que abría el camino desde las llanuras de Yang-tse-kiang hacia Pekín. Construyó un observatorio y mandó componer un calendario. La geometría, el álgebra, la trigonometría, las ciencias geográficas y la historia florecieron de nuevo. Los diccionarios escritos por orden suya todavía están en vigor. Hizo escribir obras sobre agricultura, horticultura, cría del ganado y del gusano de seda; dos clases de arte, la novela y el drama, vivieron un nuevo auge en China… Pero, en el fondo, seguía siendo mongol, se sentía cohibido porque su pueblo no poseía una escritura propia y se veía obligado a emplear los signos ujguros, por lo que encargó a un sabio lama la creación de una escritura adaptada al espíritu de la lengua mongol.

En sus esfuerzos por unir en su vida lo mongol y lo chino procuró conservar las costumbres de sus antepasados, pero las cambió de tal manera que difícilmente podían ser reconocidas.

Como los mongoles, amaba la caza, pero mientras Gengis Kan tan sólo renunció en sus últimos años a la peligrosa lucha del hombre con la fiera, él mantenía, por simple pasatiempo, leopardos domesticados que, colocados tras los cazadores, en la grupa de los caballos, se lanzaban, a una señal dada, sobre cualquier ciervo o venado del gran parque imperial. También asistía cada primavera a la batida anual, pero no montado en un fogoso corcel mongol, sino sentado en un palanquín portado por uno o dos elefantes y tapizado con tela blanca en la que se mezclaban hilos de oro, y recubierto con pieles de tigre. Desde su lecho de reposo observaba cómo los gerifaltes de caza se arrojaban sobre las grullas, o los tigres sobre los osos, jabalíes u otras fieras, y luchaban con ellos.

Como Gengis Kan, poseía una tienda de caza hecha con pieles de pantera, cuyo interior estaba tapizado con armiño y cebellina. Era tan impermeable que ni el soplo del viento ni una gota de agua podían penetrar en ella. Como recuerdo de su vida en las tiendas, su pabellón de recreo, cuyo techo de bambúes dorados estaba sostenido por columnas también doradas, pintadas y adornadas con dragones, estaba tan ligeramente construido que podía ser desmontado en cualquier momento para ser transportado al lugar que se deseara. Pero las cien cuerdas de seda que sujetaban esta frágil construcción a su sitio en el parque imperial de la residencia de verano de Tschang-tu nunca se quitaban.

También prefería la bebida de sus antepasados, el kumys, a todos los vinos y licores. Este kumys provenía de yeguas blancas sin mácula, cuidadosamente seleccionadas, de las cuales sus caballerizas contenían aproximadamente unas diez mil y cuya leche sólo podía ser bebida por los descendientes de Gengis Kan. Los escanciadores que le servían el kumys llevaban la boca tapada con una tela, para que su aliento no contaminase la bebida del emperador.

Cada una de sus cuatro esposas principales mandaba su propio ordu, pero estos ordus ya no eran campamentos de tiendas, sino palacios con más de trescientas hermosas doncellas como sirvientas, con camareras, eunucos y pajes, de modo que la corte de cada emperatriz estaba compuesta por 10 000 personas. Poseía numerosas concubinas, pero no todas eran parte de un botín de guerra, sino que, cada dos años, funcionarios especiales las buscaban cuidadosamente en aquellas provincias que eran famosas por la belleza de sus mujeres. Las cuatrocientas o quinientas doncellas más hermosas eran conducidas a su corte, donde, tras un minucioso examen de cada una de ellas, se elegían treinta o cuarenta, las cuales eran entregadas a las damas de la corte, cuya obligación consistía en vigilarlas, sobre todo de noche, para cerciorarse de que no estaban afectadas de algún defecto corporal secreto, de que no roncaban y de que su aliento era puro. Las que salían indemnes de este severo examen eran distribuidas en grupos de cinco, y cada grupo debía prestar servicio de cámara, durante tres días y tres noches, cerca de Kubilai.

Los correos galopaban a través del reino para llevar al gran kan al día siguiente los frutos recogidos por la madrugada en el sur, a pesar de que la distancia era mayor que la de diez días de viaje normal.

Todo cuanto le rodeaba era increíble: una complicada combinación de amor al lujo mongol y el último refinamiento chino; ningún otro soberano estaba tan indicado como él para llegar a ser un personaje de leyenda. Y, a todo esto, hay que añadir un gobierno verdaderamente sabio. Apenas terminada la conquista del país, se dedicó a granjearse el corazón del pueblo. Conservó todo lo que en las instituciones estatales de las anteriores dinastías poseía algún valor, y procuró reparar los males que los cincuenta años de guerra habían ocasionado al país. Un censo general de la población china arrojó sesenta millones de almas. Cien años antes se componía de cien millones. Las guerras de Gengis Kan y sus sucesores habían reducido la población en cuarenta millones de almas.

Pero ahora cada labrador recibía doble extensión de terreno, y Kubilai no se mostraba tacaño en la distribución del ganado y de las semillas. Durante todo el año, un ejército de funcionarios examinaba el estado de las cosechas y la situación de la agricultura y de la población. A las familias necesitadas se les facilitaba arroz y mijo, ropa y albergue. Los ancianos, huérfanos, enfermos o lisiados recibían asistencia pública. Kubilai hizo recoger a todos los niños abandonados y les dio instrucción. Mandó construir enfermerías y hospitales en todo su reino. En Pekín, la cocina imperial nutría diariamente a 30 000 necesitados. En los años de abundancia, el Estado compraba el sobrante de las cosechas, que almacenaba en gigantescos depósitos para llevarlo al mercado en épocas de cosecha deficiente, evitando así la subida de los precios. En casos de penuria, mandaba distribuir gratuitamente víveres. Para todos los artículos de primera necesidad se establecían precios fijos. Pronto reinó en la hambrienta China el bienestar y hasta la riqueza.

Juncos chinos surcaban el mar de China, dirigiéndose hacia Ceilán, el mar de Arabia y Abisinia; comerciantes musulmanes traían por vía terrestre mercancías árabes y persas, y pieles rusas, regresando cargados de seda, piedras preciosas y especias. China era el centro del comercio, que, gracias a los esfuerzos de Kubilai, adquirió una insospechada expansión, puesto que el emperador Sche-tsu era el gran kan mongol que reinaba sobre las cuatro quintas partes del continente y protegía la unidad del imperio.

Los mongoles, en Rusia y Persia, construyeron, como en Turkestán y China, rutas militares y puentes, abrieron caminos a través de las montañas, hicieron transitables los pasos y edificaron casas de relevo, provistas de todas las comodidades, cada cuarenta o cincuenta kilómetros, para que también las altas personalidades pudiesen, según su categoría, habitar en ellas. Cada relevo contenía hasta cuatrocientos caballos, para que el tráfico no sufriese interrupción en parte alguna. Más de 10 000 relevos con 300 000 caballos estaban destinados al servicio del tráfico del gigantesco imperio, y para los correos del gran kan se establecieron relevos en todas las rutas, a cinco kilómetros uno de otro, los cuales eran estaciones abiertas día y noche al servicio. El mensajero «flecha» llevaba un amplio cinturón guarnecido de cascabeles, y en cuanto el guarda percibía el ruido de los mismos, preparaba el mejor caballo. El «flecha» saltaba de un animal a otro y continuaba su veloz carrera, cubriendo así casi quinientos kilómetros diarios. Lo que desde el punto de vista de la conquista de las distancias logró realizar la técnica europea a principios del siglo actual, era una fantástica realidad en el siglo XIII gracias a la voluntad de Gengis Kan, y alcanzó su perfección mayor en virtud de la organización de Kubilai.

En todo el imperio existía la paz mongola. Por primera vez en la historia del mundo, el Asia anterior y China, Rusia y el Tíbet, no estaban separados entre sí por desiertos intransitables e infranqueables montañas, divididos en estados enemigos y entregados al caos de las guerras perpetuas. Se erradicó el bandolerismo. Tropas mongolas vigilaban las carreteras, y funcionarios mongoles registraban en cada relevo la llegada y salida de las caravanas, recayendo la responsabilidad de éstas en el gobernador del distrito que atravesaban. Reinaba tal orden, que un cronista contemporáneo decía, con su florido lenguaje y acostumbrada exageración: «Una doncellita, llevando en la cabeza un trozo de oro, podía atravesar sin peligro alguno el imperio entero».

La gloria de Kubilai se extendió por todo el continente. El persa Wassaf escribió:

Aunque la distancia que separa nuestro país del centro del Imperio mongol (corazón del universo, vivificadora residencia del siempre feliz emperador y kan muy justo) es más larga que un año de viaje, la fama de sus gloriosas hazañas ha llegado hasta estas regiones. Su legislación, su justicia, la profundidad y finura de su espíritu, la sabiduría de sus juicios y su admirable gobierno son, como cuentan testigos dignos de crédito, conocidos comerciantes y sabios viajeros, tan superiores a todo lo visto hasta ahora, que un solo rayo de su gloria, una mínima partícula de sus sorprendentes aptitudes, basta para hacer palidecer todo lo que nos cuenta la historia referente a los césares romanos, jalifas árabes, bajaes indios y sultanes sasánidas y selyúcidas.

Posteriormente, un cronista chino emitió este juicio: «Kubilai Kan debe ser considerado como uno de los más grandes monarcas que jamás han existido. Sus ejércitos eran duraderos». Resumió sus méritos militares, glorificó sus esfuerzos en favor del progreso y de las ciencias e hizo notar que «recibía con agradecimiento los consejos de los sabios y amaba de verdad a su pueblo». Tan sólo se hacía constar una limitación, la cual fue causa de que los chinos, a pesar de todo el bien que hizo a China, lo consideraron siempre como un extranjero: «Jamás daba un puesto en los ministerios a un chino; sólo tenía extranjeros como ministros».

A pesar de su predilección por China, por su carácter y cultura, Kubilai no se fiaba de los chinos. El gran kan nunca olvidaba que, al fin y al cabo, con sólo algunos centenares de miles de hombres suyos, tenía bajo su yugo a sesenta millones de habitantes, y procuraba que no tuvieran oportunidad alguna de reunirse.

Cuando utilizaba tropas chinas, estacionaba chinos del sur en el norte de China, y viceversa; enviaba los regimientos de Oriente a Occidente, y destinaba los montañeses a las llanuras, obligándolos a cambiar de guarnición cada dos años. A los funcionarios chinos sólo les confiaba puestos subalternos. En cambio, concedía todos los poderes a extranjeros: mongoles, ujguros, tibetanos, turcos y persas; pero, no obstante, se aseguraba de que no oprimiesen al pueblo.

Uno de sus favoritos, el ministro de Hacienda, Achmed, el más temible exactor y explorador, fue asesinado, en ausencia de Kubilai, por unos conjurados. Cuando, después de muerto el todopoderoso ministro, conoció todas sus fechorías, mandó desenterrar el cadáver, le hizo cortar la cabeza y colocarla en la picota, arrojando el cadáver a los perros para que lo devorasen. Una de sus mujeres y dos de sus hijos fueron ejecutados, y los demás parientes sufrieron un castigo adecuado a su participación en los crímenes. Sus cuarenta mujeres y cuatrocientas concubinas fueron regaladas, y toda su fortuna, confiscada. Pero, a pesar de todo, el sucesor de Achmed no fue un chino, sino un ujgur, y la población de Yen-king, de más de un millón de habitantes, de donde procedían los conjurados, hubo de dejar la ciudad y asentarse en la orilla opuesta, en una ciudad cuadrada recientemente construida, con calles rectangulares, en las que «se podía ver de un extremo a otro», por lo que era mucho más fácil vigilar cualquier movimiento sedicioso que en la vieja e intrincada Yen-king. En cada una de las doce puertas había una guardia de 1000 soldados siempre en armas, y en el centro de la ciudad una gran campana tocaba cada noche; al tercer golpe del badajo, nadie podía transitar por las calles. Las personas que en caso de urgencia debían ir en busca de un médico o de una comadrona tenían que llevar una linterna.

Así pues, también la tolerancia de Kubilai tenía sus límites, y transgredirlos era peligroso. Cuando un día se le hizo saber que el Corán mandaba a sus adeptos matar a los infieles, ordenó llamar al primer mullah, quien confirmó dicha orden.

—¿Y tú crees que Dios nos ha dado el Corán? —le preguntó Kubilai. Al responder el mullah afirmativamente, continuó—: Entonces, ¿por qué no obedeces? ¿Por qué no matas a los infieles?

—Porque no ha llegado todavía la hora y no nos es posible hacerlo.

—¡Pues yo sí quiero hacerlo! —exclamó Kubilai, y dio orden de ejecutar a aquel hombre.

Una gran persecución amenazó a los musulmanes, y los dignatarios mahometanos tan sólo consiguieron, a duras penas y con la ayuda de un gran sabio, una astuta interpretación de las Sagradas Escrituras. Dicho erudito afirmaba que el Corán consideraba como infieles a aquellos que no creían en un ser superior. Los que, como los mongoles, encabezaban todas sus ordenanzas con el nombre de Dios no eran infieles; por consiguiente, la orden no iba dirigida contra ellos.

En otra ocasión, Kubilai prohibió en China el sacrificio de animales, según el rito mahometano, porque los mercaderes islámicos, a quienes quería honrar de un modo especial enviándoles comida de su mesa, rechazaban aquella carne. Dicha orden quedó en vigor durante siete años, hasta que el Ministerio de Hacienda informó humildemente al gran kan que, a causa de la ausencia de caravanas islámicas, en cuyas manos se encontraba todo el comercio de Asia Central, ya no se percibían derechos de aduana. Y Kubilai derogó el decreto.

Era cosmopolita no por falta de prejuicios, sino por consideraciones prácticas. Los extranjeros que iban a su corte debían, como medida prudente, considerar sus intereses como propios y serle fiel por conveniencia. Lo mismo que castigaba inexorablemente y con crueldad cualquier engaño, recompensaba y enaltecía a quien le era adicto, sin tener en cuenta su procedencia. Y así, entre quienes lo rodeaban, además de los representantes de todos los pueblos de Asia, destacaban tres italianos; «los tres, comerciantes venecianos: Nicoló, Maffeo y Marco Polo».