La ley de la Yassa determinaba que, a la muerte del gran kan, todos los príncipes de la familia de Gengis, sin que importara dónde se encontrasen, debían dirigirse a Mongolia y allí, todos reunidos, elegir entre ellos como soberano al más digno.
Pero al morir Monke, Borke, el kan de La Horda de Oro, sucesor de Batu, se encontraba cerca de la desembocadura del Volga, rodeado de sabios y artistas y ocupado en la construcción de Nueva Sarai, su capital. Las campañas de sus tropas, que acababan de devastar de nuevo Polonia y Lituania y se entretenían en expediciones de castigo contra las ciudades rusas donde los cobradores de impuestos mongoles habían sido asesinados, le preocupaba mucho más que la cuestión de cuál de los hermanos de Monke subiría al trono.
Después de la destrucción del califa y la sumisión de los sultanes selyúcidas de Asia Menor, Hulagu, regente de Asia anterior, estaba a punto de conquistar Siria y crear un reino que se extendiese desde el Oxus hasta África. No obstante, se puso de inmediato en camino hacia Mongolia. Pero como, durante su ausencia, el sultán de Egipto derrotó a sus vanguardias cerca de las fronteras de Siria, y mató a su general Ket-Buka, regresó lo antes posible.
Kubilai hizo saber a su hermano menor, Arik-Buka (quien, al marchar Monke contra los Sung, quedó como gobernador en Karakorum), que deseaba reconducir primero sus tropas a los correspondientes distritos, para asistir después al kuriltai.
Mientras tanto, los jefes mongoles desconfiaban de Kubilai. No era un verdadero nómada como ellos; sólo pensaba en sus chinos, en que no se les hiciese daño, y en rodearse de sabios; pero como en el consejo y como general gozaba de gran consideración, había muchas probabilidades de que fuese elegido gran kan si llegaba el primero al kuriltai. Por lo tanto, se reunieron lo más rápidamente posible y entronizaron a Arik-Buka, pretextando cumplir así la voluntad de Monke, ya que, al dejarle a él como lugarteniente suyo en Mongolia, había indicado el deseo de que fuese su sucesor.
La respuesta no se hizo esperar: Kubilai, a su vez, se hizo proclamar gran kan en un kuriltai convocado en Schang-tu, a orillas del Dolon-Nor, por sus parientes, los generales mongoles de los ejércitos de China y los gobernadores de las provincias chinas. Treinta años después de morir Gengis Kan, la ley que prescribía que la elección del soberano debía hacerse en presencia de todos sus descendientes, y que prohibía, bajo pena de muerte, la elección de un soberano rival, estaba olvidada, y lo que quiso impedir que sucediera durante miles de años, aconteció: la guerra de sucesión. Dos de sus nietos, nacidos mientras él aún vivía, estaban a punto de disputarse el trono con las armas en la mano.
El kuriltai celebrado a orillas del Dolon-Nor no sólo eligió un soberano rival, sino que constituyó un momento crítico en la historia del mundo. En efecto, dio una nueva dirección al imperio mongol, cambiando el destino de Asia. Esta elección no satisfacía a Kubilai. Como sabía que era rebatible, se hizo coronar Hijo del Cielo por príncipes, generales y mandarines mongoles. Al igual que Carlomagno, heredero de los soberanos germanos, se hizo heredero de los césares por su coronación en Roma, el gran kan Kubilai se arrogaba, como Hijo del Cielo, la herencia, varias veces milenaria, de los emperadores chinos. Iba más lejos que Carlomagno, ya que transfirió, desde las estepas mongolas, su residencia a China.
Jamás Gengis Kan, el conquistador del mundo, ni Monke, el último gran kan mongol auténtico, soñaron en figurar en la galería de antepasados de la dinastía china. Si lo ocurrido ahora no tenía remedio, con la transferencia de la residencia imperial desde la patria nómada a la muy antigua y gigantesca Pen-king (Pekín), Kubilai desviaba el eje de la dominación mundial. Puesto que, de conquistador mongol de China, había llegado a ser el soberano de los chinos, transformaba Mongolia, núcleo del imperio mundial de Gengis Kan, en un simple distrito militar, en una provincia del Imperio chino engrandecido, poniendo el poderío mongol al servicio de China. Tal cambio era la victoria de Yeliu-Tschutsai sobre Gengis Kan, el triunfo del portador de la vencida cultura china sobre los bárbaros mongoles victoriosos.
El primer efecto de esta elección hecha a orillas del Dolon-Nor era una formidable reacción del mongolismo nacional, que veía sobrepasados, con creciente desconfianza, sus peores temores. Debido a ello, la mayoría de los descendientes de Ugedei, Tschagatai y Monke se agruparon alrededor de Arik-Buka, quien emprendió de inmediato la lucha contra su hermano.
Quedaba demostrado que el acto de Kubilai era la expresión externa de un traslado del poder ya consumado. Arik-Buka fue vencido por las tropas mongolchinas de Kubilai. Karakorum, su capital, dependía por entero de la importación china, y fue reducida al hambre. Las tropas de Monke que se encontraban todavía en el oeste de China, en Schen-si y Sze-tschuan, tuvieron, después de la derrota y bajo la presión de Kubilai, que evacuar las provincias. Rechazado hasta el desierto del oeste de Mongolia, con un ejército mal provisto, carente de víveres y cuyos caballos, después del hambre del invierno, estaban debilitados, a Arik-Buka no le quedaba esperanza alguna de resistir a las bien equipadas tropas de Kubilai.
Fingió sumisión y, cuando sus caballos estuvieron descansados, quiso presentarles sus respetos. Kubilai le creyó, dejó una vanguardia en Mongolia y envió al resto de las tropas a sus distritos. Pero Arik-Buka incumplió la palabra dada, atacó y destruyó la vanguardia y atravesó el desierto. De nuevo Kubilai reunió sus tropas y, en los límites del Gobi, logró derrotar a Arik-Buka, pero prohibió a sus soldados que persiguiesen a los fugitivos. «Son cosas de niños —decía—. Si tiene seso, ya reflexionará y se arrepentirá».
Pero el astuto mongol desconocía el arrepentimiento. Reunió nuevas tropas y reanudó la guerra hasta que, agotado y (a causa de sus crueldades para con los oficiales mongoles del ejército enemigo) abandonado por sus propios partidarios, se vio obligado a entregarse. Una vez más, Kubilai fue lo suficientemente magnánimo para perdonarle la vida.
Esto no puso fin a la resistencia mongola. Kaidu, nieto de Ugedei, el héroe de la campaña polaco-silesiana durante la invasión de Europa, se puso al frente de los rebeldes. Se sintió el verdadero heredero y defensor del mongolismo puro, y es significativo que su modo de combatir contra Kubilai se pareciese al que seguían antaño los jefes mongoles en sus guerras contra el emperador Chin. Tan pronto como, en el extenso Turkestán y en las gargantas del Altai, donde se encontraban los ordus de sus partidarios, hubo reunido bastantes guerreros y material de guerra, penetró en los dominios de Kubilai, devastando y saqueando algunas regiones.
La táctica guerrera de Kubilai era también la que antiguamente empleaba el emperador Chin. Igual que éste, en otros tiempos, se conformaba con rodearse tan sólo de tropas de vigilancia colocadas a lo largo de la Gran Muralla, Kubilai no pensó siquiera en enviar sus ejércitos a las abruptas montañas del Altai. Se limitó a rodear el país de Kaidu mediante cordones militares, y cuando éste conseguía atravesar uno de ellos, Kubilai mandaba contra él un ejército. Era la antigua costumbre utilizada por los chinos contra sus vecinos nómadas, eternamente inquietos, que se aplicaba una vez más. La única diferencia era que ahora los límites de China habían avanzado hasta el Altai y, por consiguiente, los ataques mongoles ya no podían herir los centros más importantes del imperio. Los mongoles no se habían debilitado, pero China, gobernada a la manera mongola, se había fortalecido. Y aun cuando Kaidu consiguió poner en línea de combate un ejército de 100 000 hombres, éste estaba ya rodeado y derrotado en Mongolia, pues sus enemigos no eran los pesados ejércitos chinos, sino jinetes mongoles como los suyos y, además, mejor disciplinados, mejor equipados y más hábilmente formados mediante tropas de infantería. Tanto durante los avances como en los repliegues, los infantes, armados de lanzas cortas y sables, cabalgaban a la grupa de los jinetes y se apeaban para herir a los caballos enemigos antes o después de los ataques de la caballería.
Al igual que, en otros tiempos, las incursiones de los mongoles saqueadores no impidieron a los emperadores Chin emprender otras acciones guerreras, los ataques de Kaidu no impidieron a Kubilai reanudar la gran lucha contra el reino Sung, pues Kia-se-tao, el ministro Sung, no mantuvo entrevistas con Kubilai para cumplir lo pactado, sino para engañar a los «bárbaros». Jamás el sur de China había sufrido el yugo extranjero, y no pensaba en modo alguno reconocer la supremacía mongol. Apenas Kubilai se había retirado con el grueso de su ejército hacia el norte, Kia-se-tao atacaba y exterminaba a una división mongol situada en la orilla sur del Yang-tse-kiang, anunciando a su emperador su traición como una gran victoria, y la retirada de los mongoles como una consecuencia de la misma.
Cuando los enviados de Kubilai se presentaron para determinar las fronteras, aprovechó la circunstancia de que éste se hallaba en Mongolia para rodearlos. De tal modo, faltando a la palabra dada, mientras se hacía honrar y festejar como salvador de su patria, lo que en realidad hacía era preparar su ruina, puesto que había desafiado a los mongoles, dándoles un pretexto para iniciar una nueva guerra de exterminio.
Una vez más había generales, como antiguamente Subutai, Dschebe y Muchuli, que conducían los ejércitos mongoles victoriosos a través de todas las regiones del país enemigo. Todavía, durante la tercera generación, la escuela de guerra de Gengis Kan obtenía triunfos. Atschu, nieto de Subutai, tomaba por asalto fortalezas y derrotaba al enemigo tanto y tan bien como lo hicieron su padre y su abuelo.
El nombre de Bayan, generalísimo de los ejércitos que luchaban contra los Sung, es digno de ser colocado al lado de los más famosos generales de Gengis Kan. Más tarde, los Sung se arrepintieron de su reto: el encarcelamiento de los embajadores y el asesinato de los plenipotenciarios. Bayan se dirigió (tomando todas las plazas fuertes, destruyendo a todos los ejércitos) en línea recta hacia Hang-tschou, magnífica residencia de los Sung, la mayor y más hermosa ciudad del mundo, con 1 600 000 familias. Como Venecia, estaba atravesada por canales, sobre los cuales estaban emplazados 12 000 grandes y pequeños puentes de piedra. Sus calles estaban trazadas de modo que, a cada lado de los canales, los carros podían transitar libremente, mientras que, bajo los puentes, los navíos de mayor calado, con los más elevados mástiles, podían pasar con holgura. Gracias a una excelente canalización, las calles adoquinadas permanecían limpias aun durante días lluviosos y se secaban de inmediato. Edificios y torres de piedra construidos en cada calle servían de refugio y de almacenes de víveres en los casos de incendios.
La policía desempeñaba las funciones de los bomberos y estaba distribuida de manera que, a la menor alarma, se podía disponer fácilmente en cada distrito de 1000 o 2000 hombres. Sobre cada puerta había una lista de todos los ocupantes de la casa, incluidos ancianos y niños. Los hoteles y fondas tenían la obligación de anotar la hora de llegada y salida de cada huésped. Barrios enteros de recreo, parques para excursiones, un lago magnífico rodeado de palacios, templos, monasterios y jardines (en los que se podía alquilar góndolas, tomar baños calientes y fríos, y donde —como anota, extrañado, Marco Polo— «todos solían bañarse diariamente, en particular antes de las comidas») constituían las características de esta «ciudad celestial». Y contra esta ciudad de placeres y alegría, contra este puerto y mercado, quizás el más rico del mundo, marchaban Bayan y sus mongoles.
La emperatriz madre, que ejercía la regencia en nombre del emperador, de siete años de edad, ofrecía la paz. Bayan rechazaba toda entrevista. El embajador trataba de despertar la compasión de los «bárbaros». ¿Acaso los mongoles querían guerrear contra un niño indefenso, arrebatándole su imperio? La respuesta de Bayan le hizo enmudecer: «¿Acaso el ministro de la dinastía Sung ignora que su fundador arrebató también el reino a un niño de corta edad?». Los salvajes jinetes de la tercera generación habían llegado a ser sabios sin haber perdido un ápice de su espíritu guerrero.
Y con aquel cambio espiritual conquistaron también sus costumbres. Ya no se mataba a la población ni se destruían las ciudades conquistadas, sino que se tomaba posesión de las mismas, gobernándolas. Cuando la emperatriz, en señal de sumisión, envió su sello imperial ante la puerta de Hang-tschou, Bayan mandó hacer una entrada triunfal. Sus mongoles no saquearon ni mataron; en lugar de eso, los mandos, por orden expresa, reunieron todos los sellos oficiales, en señal de poderío… Las obras de arte, los libros y los mapas geográficos fueron llevados, junto al tesoro imperial, a la corte de Kubilai. Ya no se enviaba, encade nada, a la soberana cautiva al ordu del vencedor, tal como Gengis Kan condujo a Mongolia a la madre del kan de Choresm. Ahora, la emperatriz madre deseaba ver al general mongol, y Bayan rehuyó presentarse en su palacio porque «no sabía con arreglo a qué ceremonial debía conducirse». La nueva categoría del ex emperador debía ser primeramente determinada en la corte de Kubilai: le fue concedida la de «príncipe de tercera clase».
El desprecio que los Sung sentían por el emperador Chin, calificándole de «bárbaro», desapareció a la vista de la nueva corte imperial del lejano norte. Cuando se anunció a la emperatriz madre que la escolta que debía conducirla, en compañía de su hijo, ante Kubilai estaba preparada, abrazó al ex emperador diciendo: «El Hijo del Cielo te concede la vida; justo es que se lo agradezcas». Y ambos se arrodillaron, haciendo nueve reverencias en dirección al norte.
Pero ni la toma de la capital y ni el cautiverio del emperador pusieron fin a la guerra de los cuarenta años. El sur de China ofrecía resistencia. Los ministros que huyeron a la provincia de Fokien al aproximarse la vanguardia de Bayan proclamaron al hermano mayor del ex emperador como sucesor. Los mongoles continuaron su ruta, tomaron una ciudad tras otra, ocuparon provincia tras provincia y dividieron sus tropas, a causa de la extensión, cada vez mayor, del reino.
Debido a la falta de soldados, parece ser que Kubilai abrió las puertas de las cárceles, dio caballos y víveres a los presos y los envió a su ejército. De entre los 20 000 soldados así reclutados surgieron excelentes oficiales. Por último, Cantón (en la actualidad Guangzhou), el último baluarte de los Sung en el continente, capituló. Tan sólo les quedaba la flota. Entonces, los ministros se embarcaron, con su emperador y el resto del ejército, en los navíos, haciéndose fuertes en las islas situadas frente a las costas.
Una flota mongol se presentó ante aquellas islas y una segunda escuadra acudió desde la bahía de Cantón. La batalla naval duró un día entero. Gracias a la espesa bruma del atardecer, unos sesenta navíos de la flota imperial lograron huir a alta mar, pero más de ochocientos cayeron en poder de los mongoles. Siendo el navío almirante demasiado lento para escapar a la persecución del vencedor, el capitán echó al mar a su mujer e hijos, y, cogiendo luego en brazos al emperador, lo lanzó al agua, gritando: «¡Un emperador de la dinastía Sung prefiere la muerte al cautiverio!». Después de reinar durante tres siglos, la dinastía Sung se extinguió y, por primera vez en la historia, el Imperio del Centro se reunificó bajo el poder de un soberano extranjero, para no volver a separarse. Ninguna conquista ni revolución pudo destruir la unidad creada por la dinastía mongol.