III

La situación de Oriente era crítica, tanto desde el punto de vista militar como del organizativo. Al morir Ugedei, los mongoles, faltos de dirección, sin plan guerrero, se conformaron con luchas fronterizas en el norte de China contra las tropas del reino Sung del sur de China. Y cuando los hábiles generales Sung no sólo resistieron, sino que pasaron a la ofensiva, arrancándoles varias ciudades, los generales mongoles volvieron a la antigua táctica de los caballeros de las estepas: hacer incursiones en las provincias enemigas con el único objetivo de enriquecerse por medio del saqueo. Las consecuencias no se hicieron esperar. Las aldeas y ciudades quedaron desiertas, los campos se cubrieron de cizaña y, entre los reinos de Chin y de Sung, se formó una amplia faja de terreno desértico.

Una vez decidido el ataque general contra los Sung, Kubilai emprendió primero una expedición envolvente, que, con justo título, puede parangonarse con las más audaces de Gengis Kan.

El reino Sung se extendía a lo largo de su frontera norte, protegido por los ríos Hwai-ho y Han-kiang, montañas y fortalezas. Tratar de dominarlo únicamente por el norte hubiera sido imposible. Durante centenares de años pudo formar ejércitos en sus llanuras y crear nuevas líneas fortificadas detrás de sus fronteras. Si quería luchar con éxito contra el reino Sung era menester rodearlo, como antes se hiciera con el reino Chin, partiendo de Occidente para atacarlo simultáneamente por el norte y el sur. Pero, al oeste, el reino Sung se apoyaba en una infranqueable barrera, una enorme cordillera cuya longitud excedía los mil kilómetros, y los abruptos picos del Kuen-lun y del Himalaya, que, como un muro, separaban herméticamente las amplias llanuras chinas de las altiplanicies del Tíbet.

Kubilai penetró con 100 000 hombres en aquellas formidables montañas que se tenían por infranqueables. Desde Ning-Hsia, la antigua capital de Hsi-Hsia, emprendió la marcha y condujo a sus jinetes, a través de un valle, hacia el sur, a la región de los gigantes de hielo. Cruzó algunos puertos y descendió a otra región fluvial. Se desvió hacia el oeste y cabalgó con sus hombres por senderos montañosos y elevados valles helados de la región, limítrofes con el Tíbet. Tribus guerreras, que no reconocían soberano alguno y defendían sus caminos y veredas, obstaculizaron su ruta. Los mongoles se vieron obligados a luchar continuamente, pero siempre salían victoriosos. Dominaron una tribu tras otra, y éstas hubieron de guiarles hasta la próxima tribu, entregarles víveres y cubrir con sus propios guerreros los huecos que habían causado en las filas mongolas. Y así prosiguió su ruta, luchando a cada paso y avanzando más de mil quinientos kilómetros a través de un terreno montañoso que jamás ejército alguno había hollado. Luego, Kubilai llegó al Kin-scha-kiang, límite actual de los Yunnan. Allí, las tropas del reino Nan-Tschao, ayudadas por la población indígena, les cerraron el paso, y sus embajadores, que exigían la sumisión, fueron asesinados. Los mongoles atacaron y derrotaron al enemigo. El rey se salvó huyendo a una fortaleza de la montaña, que fue tomada por asalto. Se refugió en la ciudad de Yunnan, y Kubilai envió en su persecución al general Uriang-katai, uno de los hijos del gran Subutai, mientras él se dirigía hacia Ta-li, la capital del país. Esta era una ciudad poderosamente defendida, cuyo asalto se llevó a cabo al día siguiente.

Kubilai estaba sentado ante el fuego del campamento con el sabio Yao-shi, su antiguo preceptor chino, que le contaba la historia de un general legendario que tomó una ciudad enemiga sin matar a un solo hombre y sin que en la plaza tomada se cerrase una sola tienda. Cuando Yao-shi acabó su relato, Kubilai exclamó: «¡Lo que acabas de contar es una leyenda, pero mañana yo haré que sea una realidad!». Y ordenó a sus mongoles que extendiesen ante la capital, Ta-li, gigantescas banderas de seda con la inscripción: «¡Bajo pena de muerte, no matar!». Condujo sus banderas por los mercados y plazas públicas, y en parte alguna levantaron la mano contra ellos. Ningún mongol, ningún habitante perdió la vida. Kubilai mandó ejecutar tan sólo a dos de sus comandantes por no haber obedecido la orden de no matar.

Después, se dirigió a Yunnan, y cuando el rey, viendo la imposibilidad de salvarse, se entregó, no le hizo daño alguno, a pesar de que había mandado asesinar a los enviados del kan, crimen que los mongoles solían castigar irremisiblemente con el exterminio de todos los culpables. Se conformó con enviarle a Karakorum para que ofreciese su acatamiento a Monke, y pudo regresar a su reino como príncipe vasallo.

La marcha a través de las montañas y la toma de Yunnan duró un año y tres meses, cayendo el país en manos de los mongoles. Kubilai regresó a Chin, dejando a Uriang-katai encargado de asegurar y construir las bases a espaldas del reino Sung.

Uriang-katai regresó a las montañas limítrofes del Tíbet y venció a cuarenta pueblos distintos, que se creían seguros en sus fortalezas de las montañas; luego se dirigió a Tong-king, estado vasallo de Sung, a pesar de que el clima tórrido era mortal para los mongoles. El rey de Tong-king fue a su encuentro con un gigantesco ejército. Por primera vez los mongoles tenían ante sí a elefantes de combate. Sus caballos se asustaron a la vista de aquellos monstruos y fue imposible hacer que avanzasen para atacar. Entonces, Uriang-katai ordenó a sus tropas que se apeasen y acribillaran a los elefantes con flechas incendiarias. Los animales, enfurecidos, no obedecieron a sus conductores e irrumpieron entre las filas de su propio ejército, pisoteando a jinetes y soldados, y, tras ellos, acudieron los mongoles, que se arrojaron sobre el enemigo en desorden. Los tongkineses se retiraron, su rey huyó a una isla y Uriang-katai devastó el país, incendiando Hanói; y, para vengar el cruel tratamiento infligido a sus enviados, pasó por las armas a todos los habitantes.

De los 100 000 mongoles que partieron con Kubilai, tan sólo 20 000 quedaban con vida. Las cuatro quintas partes del ejército habían desaparecido durante las batallas o a consecuencia de enfermedades, pero fueron sustituidos por nativos de los pueblos vencidos, y el ejército estaba tan presto al combate como el primer día. Monke podía estar satisfecho. Sus mongoles se comportaban como era su deseo: guerreros endurecidos, inexorables, que no tenían compasión de los demás ni de sí mismos. No habían cambiado en nada desde los tiempos de Gengis Kan. Tan sólo en ciertos momentos parecía como si un espíritu diferente animase a sus guerreros, cuando los conducía Kubilai.

Aunque valiente y hábil general, Kubilai no podía renegar de su educación china. El primer acto que realizó, después de su nombramiento como gobernador de China, fue llamar a su antiguo preceptor Yao-shi, quien le entregó una Memoria escrita por él, referente al mejor sistema de educación. Dicha Memoria contenía ocho capítulos, que versaban, respectivamente, sobre la necesidad de depurarse a sí mismo, de estudiar con celo, de venerar a los sabios, de amar a los familiares, de temer al cielo, de tener piedad del pueblo, de amar el bien y de alejar a los aduladores. Y al entregar la Memoria a su educando, Yao-shi, como verdadero chino, le dio también el lema de conducta: «El núcleo de todos los países y pueblos, de todas las riquezas, es el reino del Centro, ¡oh príncipe! Pero tratarán de separarte de tu pueblo. Por consiguiente, será más ventajoso para ti no mandar más que el ejército y confiar el gobierno a los funcionarios». Y Kubilai siguió estos consejos. Se conformó con la dirección de las operaciones guerreras y creó autoridades civiles, entre las cuales había chinos, para la administración de las provincias. Dio semillas, bueyes y vacas a los labradores, distribuyó terreno entre las guarniciones y permitió a los soldados instalarse como colonos. Este mismo espíritu caracterizaba a su campaña, lo que hacía que los mongoles se mostraran desconfiados. Gracias a las medidas tomadas, Kubilai se granjeó el amor de los chinos, pero, al mismo tiempo, la corte de Monke empezó a desconfiar de él.

Al regresar a sus provincias, permitió que los habitantes empobrecidos gozaran de cierto bienestar (con el fin de mitigar los males causados por la guerra) y no les exigió impuestos de guerra. Esta determinación fue la causa de que su hermano Monke lo destituyera y lo hiciera regresar de inmediato a Mongolia. Monke envió un nuevo gobernador, cuyo primer acto fue destruir la administración china instituida por Kubilai y hacer ejecutar a sus principales funcionarios.

Furioso, Kubilai quiso movilizar de inmediato sus tropas para marchar contra su hermano, pero el prudente Yao-shi le aconsejó:

—Eres el primer súbdito de tu hermano y debes dar ejemplo de sumisión y obediencia. Envíale tus mujeres e hijos y ve hasta él, ofrécele todo lo que posees, tu vida y la de ellos.

Una vez más, Kubilai fue lo suficientemente discreto para seguir el consejo.

El gran kan, al ver que su hermano obedecía sus órdenes, olvidó su desconfianza y las acusaciones levantadas contra él. El encuentro se trocó en una conmovedora reconciliación. Los dos hermanos no podían contener las lágrimas al abrazarse. En primer lugar, Monke confirmó a Kubilai en todos sus feudos; luego mandó preparar grandes festejos y, durante éstos, se decidió a emprender la guerra definitiva contra Sung, que, una vez más, había encarcelado a una embajada. Esta guerra debía efectuarse conforme al testamento de Gengis Kan: «En todas circunstancias hay que llevar hasta el fin una guerra emprendida».

Monke deseaba participar personalmente en la campaña. En Karakorum dejó como lugarteniente a su hermano Arik-Buka; fue en peregrinación a las fuentes del Onón y del Kerulo para ofrendar al cielo sobre la tumba de Gengis Kan e implorar su bendición para la guerra, que iba a emprender, empezando entonces el ataque concéntrico, por tres lados a la vez, contra el reino chino del Centro. Penetró por el noroeste con tres ejércitos; en Sze-tschuan conquistó una serie de ciudades y empezó el asedio de la plaza clave Ho-tschao, defendida según todas las reglas del arte y de la técnica militar. Kubilai irrumpió por el norte, desde Honan, conquistando el país al norte de Yang-tse-kiang, atravesando el río y envolviendo a la poderosa Wu-tschang-fu, mientras en el sudoeste, Uriang-katai penetraba, por el Yunnan, en el este, incendiando y destruyéndolo todo a su paso. Luego, haciendo un repentino viraje, después de tomar Kwei-ling-fu, se dirigió hacia las llanuras de Yang-tse-kiang, haciendo inminente la unión con las tropas de Kubilai y, por lo tanto, la división del país en dos partes.

Ante todo, era necesario proteger el Yang-tse-kiang, arteria principal del país. Kia-se-tao, primer ministro de Sung, acudió, al frente de un poderoso ejército, en socorro de Wu-tschang y Han-kou; pero, en lugar de aceptar la batalla, prefirió dialogar con Kubilai. Le ofreció tributos en oro, plata y sedas. Quería fijar de nuevo los límites entre ambos reinos y se declaró dispuesto a reconocer la supremacía de los mongoles sobre el reino de Sung.

En aquel preciso momento, Kubilai recibió la noticia de que una epidemia de disentería se había declarado entre las tropas de Monke, acampadas ante Ho-tschao, y que el gran kan acababa de fallecer, víctima de la enfermedad. Sus tropas estaban ocupadas en levantar el asedio y se preparaban para regresar a Mongolia.

Kubilai aceptó de inmediato la oferta de Kia-se-tao, ministro de Sung, y regresó al norte, hacia sus provincias.