Hulagu recibió del gran kan la misión «de arrasar los poblados de los Asesinos y someter al califa».
Trescientos sesenta poblados se alojaban en Monte Elbur y aterrorizaban al mundo musulmán.
En 1090, Hassan ibn Sabach fundó la fanática secta de los Asesinos, que durante nueve años se extendió por toda Persia bajo los auspicios de la liga secreta de los ismaelitas de Egipto, reclutando adeptos y predicando el odio contra la dinastía selyúcida. Al norte de Kaswin, en las inaccesibles montañas que rodean el mar Caspio y en el castillo de un reyezuelo, elevado sobre un roquedal llamado Alamut (nido de águilas), estableció su residencia. Considerado allí como un asceta, al poco tiempo eclipsó la autoridad del rey, hasta tal punto que decidió quedarse con el poblado; pero como un santo varón no debe tomar nada gratis, entregó al reyezuelo un libramiento por 3000 monedas de oro pagadero, en la gran ciudad de Damegan, de la caja del Sultán, y el gobernador no se atrevió a negar el pago.
Dueño ya de la fortaleza del Alamut, Hassan hizo plantar un hermoso vergel en un valle rodeado de altas montañas, al cual tenía acceso desde su castillo por un subterráneo. Se dice que en este jardín, lleno de lujuriantes flores tropicales, se levantaban palacios de mármol y oro como lugares de placer. Entre sus adeptos escogía preferentemente a los jóvenes dotados de mal carácter y férrea voluntad. Muy versado en química, conocía los efectos del hachís y de otras plantas hipnóticas, las cuales dosificaba con exactitud. Así lograba que, cuando un joven se despertaba de los efectos del hachís en medio de aquel bello jardín, creyera aún hallarse en pleno ensueño. Jóvenes que tocaban el laúd, danzarinas y hermosas muchachas le mimaban y le servían. Jamás la fantasía del pobre campesino hubiese podido imaginar tanta magnificencia y belleza. Y, en el paroxismo de sus placeres, todo volvía a refundirse en los ensueños producidos por el hachís. Al despertar, se encontraba en el mismo lugar en que se durmiera, pero, entretanto, habían transcurrido días y días.
Entonces relataba a otros iniciados de la secta sus aventuras y, creyéndose dotado de mayor conocimiento que los demás, decía haber estado en el Paraíso, como promete el Corán a los elegidos que mueren luchando por su señor. La bondad de Hassan le había mostrado el Paraíso adonde iría si moría por la causa del Scheich al Dschebel, señor del Alamut. A partir de este momento, el joven era un fedawi, sacrificador de su vida, dispuesto a recorrer montes y valles vestido de mendigo, de comerciante o derviche, para matar a la persona indicada por su señor. Sólo llevaba por armas sus propias manos, pues no quería realizar el acto criminal secretamente, sino todo lo contrario, para que vieran cómo lo hacía para morir él también, pagando tal precio por una pronta muerte que lo condujera a un paraíso eterno.
Hassan cimentó su terrible poder sobre estos fedawis. Conocedor del hombre, al que despreciaba, y consumido por una ardiente ambición, quería basar su poder en el terror. Se rodeaba de una atmósfera ambigua, de escritos y símbolos secretos e instrumentos astrológicos. El desacato de una orden significaba la muerte. Nunca abandonaba el castillo ni se dejaba ver; sólo permitía ser visto por algunos altos iniciados. Por aquel entonces hacía treinta y cuatro años que residía allí, oteando desde su alta atalaya el mundo islámico y extendiendo su poder mediante la violencia, el soborno o la traición. Dueño de los castillos vecinos, apoyaba sus tentáculos, como una enorme araña, sobre Irán, Siria, Asia Menor y Egipto. Todos aquellos que deseaban deshacerse de un rival eran sus agentes; les comunicaban los secretos de su medio, los planes de la corte, y siempre tenía un fedawi dispuesto a atentar contra un sultán en un cortejo público, contra un general en el banquete de la victoria o contra un funcionario influyente. Ningún poderoso de la tierra se sentía seguro, ya que en todas partes las manos de un fanático podían cumplir su odiosa tarea al grito de: «Somos los animales ofrecidos en sacrificio a nuestro señor», y no quedaba otro recurso que matarlos a flechazos, pues nadie osaba acercárseles. Y llegó un momento en que nadie se atrevía a oponerse a las órdenes del Scheich al Dschebel, el «Viejo de la Montaña», como traducían los cruzados el nombre que Hassan ibn Sabach se daba a sí mismo. También los cruzados cayeron ante los haschaschin, por lo que el miedo que inspiraban llegó hasta Europa. Cuando el duque Luis I de Baviera fue asesinado en 1231, como el criminal no confesaba ni siquiera mediante torturas, creyeron que se trataba de un Asesino. Hasta tal punto se temía al Viejo de la Montaña.
No había corte en Asia Menor que no hubiera sido víctima de esta terrible secta en los últimos cincuenta años. Inútilmente trataron los sultanes, una docena de veces, de destruir el nido de los Asesinos; durante los preparativos dirigidos a tal fin eran asesinados o se producían revueltas.
Sólo el miedo invencible a los mongoles pudo lograr que los príncipes musulmanes se aliaran con ellos para combatir a los Asesinos y aniquilarlos, «hasta a los niños en sus cunas». Pero ni siquiera los mongoles podían quebrantar el poder de Alamut.
Durante tres años tas armas mongolas asediaron el rocoso castillo, y sólo la muerte del Scheich al Dschebel y la debilidad de su sucesor hicieron que se rindieran por hambre pero, así y todo, debían asaltar todavía un centenar de castillos guarnecidos por Asesinos en la región montañosa del Elburs.
Sin embargo, Hulagu logró que el Scheich cautivo diera la orden de rendirse a los alcaides de tas fortalezas, que luego serían demolidas. Los muros del Alamut resistieron al hacha y al pico. Hulagu envió a Karakorum al Scheich cautivo, que no llegó con vida. Fue asesinado en el camino, pero no por los mongoles, que jamás hubieran puesto la mano sobre un hombre destinado al gran kan. Los documentos secretos de los Asesinos fueron destruidos para que no cayeran en poder de sus adversarios.
Seis semanas después de la caída del Alamut, tas fuerzas mongolas traspasaban el Tigris, y los mensajeros de Hulagu cabalgaban al encuentro del califa Mustassim, nieto de Nasir, aliado de Gengis Kan contra el sha de Choresm. Durante cinco siglos la dinastía abasida reinó en Bagdad, pues, aunque perdieron el poder temporal, continuaron siendo los jefes del mundo musulmán. Hulagu exigió al califa la demolición de tas obras de defensa de Bagdad y que prestase acatamiento y pagara el tributo.
El califa le respondió: «Joven envanecido por diez días de fortuna, eres a tus propios ojos el dueño del universo y crees que tus órdenes son decisiones del destino. Deseas lo que no se da. ¿Ignoras, por ventura, que de Oriente a Occidente todos los adeptos de la verdadera religión son mis servidores? Si yo quisiera, sería el señor de Irán, pero no deseo desencadenar la guerra. Así pues, marcha por el camino de la paz y vuelve a Chorassan». El embajador de Mustassim advirtió que quien pusiera la mano sobre el califa era hombre muerto, y el astrólogo de Hulagu, que era musulmán, pronosticaba que caerían seis desgracias sobre los mongoles si atacaban la capital del islam.
Esta profecía le costó la vida al astrólogo, y su sucesor prometió a Hulagu una victoria aplastante.
Tras una semana de lucha, el califa cayó derrotado y, un día después, tas vanguardias del ejército mongol se encontraron ante Bagdad, centro religioso del islam. El asedio duró tres semanas; luego, los arrabales fueron tomados al asalto y el califa capituló sin condiciones. Durante seis jornadas, la ciudad fue saqueada día y noche; tas mezquitas, incendiadas, la gente, asesinada, y, finalmente, Hulagu la declaró propiedad suya, y a los supervivientes, sus súbditos, prohibiendo cualquier acto de violencia. Desde el principio de los disturbios, los cristianos, refugiados en sus iglesias, no sufrieron daño alguno, pues era una antigua política de los mongoles no enemistarse con la población enemiga de la nación dominante.
Se obligó al califa a indicar dónde había escondido sus riquezas. Los tesoros acumulados durante quinientos años por los abasidas yacieron, amontonados, ante la tienda del nieto de Gengis Kan. Hulagu ofreció un lingote de oro al califa, a quien, desde su captura, no le había dado nada de comer.
—Toma y come —le dijo.
—No es posible comer oro —contestó el califa.
—Si lo sabíais, ¿por qué no me lo enviaste? —preguntó el mongol, añadiendo—: ¡A estas horas estarías tranquilamente en tu castillo, comiendo y bebiendo sin preocupación alguna!
Y ordenó que fuese pateado por los caballos hasta morir.
Luego los mongoles se dirigieron hacia Mesopotamia y Siria. Tan sólo tas ciudades que les abrieron sus puertas sin ofrecer resistencia fueron respetadas. Los príncipes que se presentaban espontáneamente ofreciendo su acatamiento podían continuar gozando de sus dignidades y posesiones. Alepo, que se defendió, fue tomada al asalto y entregada al saqueo durante cinco días, y sus habitantes, asesinados o reducidos a la esclavitud. Damasco, al abrir sus puertas a Hulagu, fue respetada. Este nombró gobernador de la ciudad a un príncipe musulmán. Cierto día, los defensores de una plaza fuerte, invocando su ignorancia de la religión de Hulagu, exigieron que fuese un musulmán quien jurase sobre el Corán que los habitantes serían respetados. Se prestó el juramento, pero, no obstante, todos los ciudadanos fueron pasados por tas armas por haber dudado de la palabra de Hulagu.
Gengis Kan inició la conquista del Asia anterior destruyendo el reino de Choresm. Durante la regencia de Ugedei, los ejércitos mongoles extendieron su dominio hasta Armenia. Fue Hulagu quien, con la destrucción del califato, terminó la conquista del Asia anterior. Incesantemente, sus mongoles penetraban a través de Mesopotamia y Siria hasta tas costas del Mediterráneo. Los musulmanes huían por doquier, tas propiedades se vendían por sumas irrisorias, mientras que el precio de los camellos subía de un modo espectacular. A los musulmanes no les quedaba más refugio que Egipto, último baluarte del islam. Pero Hulagu no tardó en enviar sus embajadores al sultán de Egipto, con la orden de sumisión.