IV

La embajada de Rubruk tiene un curioso antecedente histórico. Algunos años antes de la retirada mongola de Europa, corrían por ésta rumores de conversiones de príncipes tártaros al cristianismo. Estos rumores provenían del Asia anterior y se encargaron de propalarlos los nestorianos, que, en pequeñas comunidades, estaban repartidos por todo el continente. Pero tales nuevas se contradecían con la violencia que empleaban los mongoles en los países cristianos.

Mas la atmósfera se aclaró cuando, en diciembre de 1248, Luis el Santo, que se hallaba en Chipre ocupado en los preparativos de una cruzada, recibió la visita de unos embajadores mongoles que le entregaron una carta del gobernador del Asia anterior, Iltschikadai. En su misiva, el mongol deseaba brillantes éxitos a las armas cristianas en su lucha contra los musulmanes. Decía que a él le habían confiado la misión de libertar a los cristianos de Asia Menor y reedificar sus templos para que de nuevo pudieran dedicarse a sus prácticas religiosas. El gran kan deseaba no molestar a los cristianos, ya fuesen ortodoxos, romanos, nestorianos o coptos, pues consideraba por igual a todos los que adoraban la cruz.

Los dos embajadores, que eran nestorianos, explicaron al rey que muchos nobles tártaros se hallaban inclinados a abrazar la fe cristiana, y hasta el mismo gran kan había manifestado tal intención.

Aquél era un mensaje inesperado y satisfactorio, que llenó de júbilo al piadoso rey, quien cavilaba sobre la forma de demostrar su contentó al gran kan. Por consejo de los embajadores, se decidió a enviarle una tienda-capilla. Era de rica tela escarlata, con franjas de oro y, bordadas, las principales escenas de la vida de Jesús. También incluía un hermoso altar, con los objetos necesarios para el culto, y una preciosa reliquia: una astilla de la Santa Cruz.

El legado pontificio, que acompañaba al rey en la cruzada, escribió una carta al gran kan en la que le expresaba el júbilo de la Iglesia por su conversión y por contarle entre sus hijos bien amados, y le encarería fuese perseverante en la fe de Cristo y reconociese a la Iglesia romana como la madre de todas las confesiones cristianas, y al Papa, como representante del Señor, al cual todos los cristianos debían obediencia. Andrés de Longjumeau, uno de los más célebres misioneros en Oriente, fue el elegido para la honrosa misión de llevar al gran kan el presente y la carta de la Iglesia.

El resultado de esta embajada fue sorprendente. En Mongolia, Kuiuk había muerto, y la regente Ogul-Gaimisch recibió a los embajadores, aceptó los obsequios y públicamente declaró: «El rey de Francia nos ha enviado estos presentes en señal de sumisión…».

La reacción era lógica para los mongoles: un embajador que traía presentes de parte de un rey significaba la sumisión de éste. Por eso Ogul-Gaimisch, a su vez, recomendaba al rey santo que fuese siempre obediente, que no dejase de enviar con puntualidad el tributo y que la próxima vez fuera en persona a rendirle homenaje. Magnánima, le hacía diferentes regalos, entre los cuales había un tejido de asbesto de China que, por ser incombustible, produjo la admiración de Europa. El rey Luis se lo regaló, a su vez, al Papa para preservar del fuego las reliquias… Ninguno de los descendientes de Gengis Kan soñó jamás en convertirse al cristianismo.

Cuando Andrés de Longjumeau volvía de su misión, pensaba, como después lo hizo Rubruk, en lo infundado de los rumores esparcidos por los nestorianos. Bastaba que un kan acompañara a una de sus mujeres cristianas a la iglesia, o que permitiera a los monjes encender incienso en sus tiendas, para que aquéllos dijeran por todas partes que, a no tardar, el kan se haría cristiano; lo cual no era óbice para que éste, al día siguiente, concurriera a una mezquita o a un templo budista o se hiciera recitar los encantamientos por un chamán, para su salud. La errónea apreciación de los nestorianos se debía a la diferencia de trato que recibían de los musulmanes; y lo que ellos atribuían a una inclinación de los mongoles hacia el cristianismo no era más que una simple tolerancia religiosa. Por otra parte, y según sospechaba Longjumeau, las aseveraciones de los embajadores al rey de Francia formaban parte de una maniobra política. Los nestorianos eran heréticos para los católicos, y la su puesta conversión de los mongoles los igualaba a los cristianos. Cuando el enviado del rey santo quiso rectificar, era demasiado tarde.

La cruzada había obtenido un lamentable resultado. Cerca de Man surah, en el delta del Nilo, el rey Luis fue hecho prisionero. Logró ser puesto en libertad tras pagar un fuerte rescate y abandonar Damieta. Por aquel entonces el rey se encontraba en Palestina, fortificando Cesarea a toda prisa; pero, a pesar de lo sucedido, persistía la convicción de que, por lo menos, un kan mongol estaba dispuesto a abrazar el cristianismo, y era tanta la importancia que le daba la Iglesia, que el piadoso rey de Francia decidió aventurar una nueva embajada.

Esta difícil misión la encomendó a Guillermo de Rubruk, sabio monje que conocía el Oriente igual que el Occidente y figuraba en el séquito del rey en la cruzada. Rubruk había tenido ocasión de leer el informe de Carpini y de asimilar las experiencias de Longjumeau; además, conocía al rey Hayton de Armenia, vasallo de los mongoles. Estaba, pues, preparado para cumplir su misión.

Pero, Rubruk no debía ir como embajador. Hubiera sido improcedente, después de una derrota y de la recomendación que le hizo el mongol de que volviera en calidad de vasallo. No debía fomentarse el equívoco por segunda vez. Rubruk debía presentarse como un simple misionero y solicitar autorización para establecerse en el país y predicar la religión de Cristo a los mongoles.

Durante medio año vivió en Karakorum, en la corte de Monke, codeándose con mahometanos, chamanes, budistas y cristianos, y conociendo un sinnúmero de pueblos asiáticos.

Agudo observador, describió de una manera precisa los usos y costumbres del extraño pueblo; su testimonio y el de Carpini son los relatos coetáneos más importantes que han llegado hasta nosotros. Odiaba a los tártaros por ser enemigos de la cristiandad, por el peligro real que representaban para Europa y por su orgullo, que les hacía creerse superiores a los demás hombres.

«Preguntaban como si quisieran apoderarse de todo al día siguiente», observaba, lleno de indignación, pero reconocía que se hallaban muy bien informados. Un oficial quería que le dijera cuál era el monarca más poderoso de Occidente. Cuando Rubruk le respondió que, a su juicio, era el emperador de Alemania, el oficial le atacó diciendo que no era cierto, que en aquellos momentos lo era el rey de Francia. En efecto, Federico II había muerto hacía dos años, y su hijo Conrado luchaba en vano por obtener su herencia. No perdían ocasión de conversar con Rubruk y así enterarse del estado de las cosas en Europa. Conocían perfectamente la marcha de la cruzada del rey santo y su derrota, y mostraban gran interés en conocer sus planes para el futuro.

Rubruk gozaba de plena libertad en Karakorum; habitaba una tienda en compañía de unos monjes nestorianos, lo cual le valió para descubrir sus supercherías. En una de las controversias que organizaba Monke tuvo ocasión de defender la causa cristiana frente a los heréticos nestorianos.

Pero su libertad se veía turbada de vez en cuando por visitas de funcionarios que le interrogaban acerca de sus proyectos y de cuanto supiera de las embajadas anteriores; no obstante, como insistía en que su misión no tenía otro carácter que el de convertirlos a la fe cristiana, fue oído en audiencia por el mismo gran kan, quien expresó su opinión sobre las ideas religiosas de los mongoles.

—Los mongoles creemos en un solo Dios, que nos dispensa la vida y la muerte. Pero así como Dios ha dotado a la mano de varios dedos, son varios también los caminos del hombre. Dios os ha dado a vosotros, los cristianos, las Sagradas Escrituras, que no seguís. —Pensaba con la naturalidad de los mongoles al cumplir los mandamientos de la Yassa, y se expresaba a la manera de los adeptos de las diferentes religiones que disputaban en su corte. Continuó—: Por ejemplo, no encontráis en ellas que uno pueda o deba vencer a otro, ¿verdad?

Rubruk anotaba, palabra por palabra, esta entrevista.

—No, señor —le respondió—, pero desde un principio he manifestado a vuestra majestad que no quiero discutir con nadie.

—No hablo por ti. —Monke continuó sus reflexiones—: ¿No dicen vuestras Escrituras que hay quien por el dinero se aleja de la justicia?

De nuevo replicó Rubruk:

—¡Oh, no, señor! No he venido a este país por el dinero. Al contrario, me he negado a tomarlo cuando se me ofreció.

—No hablo de eso —y Monke concluyó—: Así pues, Dios os ha dado a vosotros las Sagradas Escrituras, que no acatáis; en cambio, a nosotros nos ha dado adivinos, y hacemos lo que ellos nos dicen y vivimos en paz. —Y con decisión añadió—: Tú has permanecido aquí bastante tiempo. Ahora decido que te marches.

El fraile no tuvo otra ocasión de hablar de la fe cristiana con el gran kan. Con tristeza, anota en su Diario: «Si hubiese poseído el don de hacer milagros como Moisés, quizá se hubiera convertido».

Monke, a pesar de lo dicho, debió de sospechar la verdadera misión de Rubruk; pues, al partir, le entregó una carta para el rey de Francia, en la cual tildaba a aquél de «embajador».

Esta carta no es más que una nueva exigencia al rey de los francos y a otros altos dignatarios y señores de que vayan a rendirle homenaje… «Y si tú no lo haces y piensas: “Nuestro país está muy alejado, nuestras montañas son muy altas y nuestro mar muy profundo”, y con tal propósito me opones una escuadra, entonces sabremos lo que debemos hacer. Aquel que hace fácil lo que era difícil y acerca lo que se hallaba alejado, el Dios Eterno sabe…».

Monke no despreciaba al enemigo, pero era consciente de su fuerza. La ejecución del testamento de Gengis Kan, «conquistar al mundo entero», no era una utopía; si los mongoles se conservaban unidos, podía llegar a ser una realidad. Nunca se había concebido un plan tan vasto como el de la conquista del mundo, y nunca estuvo tan cerca de ser una realidad como entonces.

Habían transcurrido veinticinco años desde la muerte de Gengis Kan; tres soberanos habían ocupado el trono y, en los interregnos, habían pasado por épocas turbulentas, con gobiernos egoístas y sobornales, discordias intestinas, guerras civiles, y dos de las cuatro ramas gengisidas habían desaparecido; pero, como roca inconmovible, los ejércitos mongoles, a pesar de tales vicisitudes, permanecían invariables. Monke podía, por aquel entonces, poner en pie de guerra un millón de hábiles guerreros, alud que no se detendría hasta los confines del mundo, «hasta que sobre la tierra no hubiese más que un soberano, así como en el cielo no había más que un Dios».

Pero en tanto que Gengis Kan sólo tenía un objetivo: extender el dominio de sus nómadas sobre el mundo entero, sin preocuparse del cómo ni del porqué, Monke reflexionaba más. Alguna duda debió de asaltarle sobre el porvenir cuando, casi sin consejo, escribió al rey Luis: «Cuando, por el poder del Dios eterno, el mundo entero, desde donde el sol nace hasta donde se pone, sea único en la paz y en la alegría, entonces ya veremos lo que debemos hacer».

La dominación mundial era para él un deber que debía llevar a cabo sobre millones de cadáveres, pero ¿qué hará de ese dominio, una vez conseguido? Entre la idiosincrasia de Gengis Kan y la de su nieto, que tanto se le parecía, mediaba un abismo.