III

Pero los que se consideraban perjudicados no se avenían con el cambio de dinastía. En dos ocasiones Monke tuvo que requerir la presencia de los príncipes partidarios de Ugedei y Tschagatai al nuevo kuriltai. Y cuando lo hicieron cargaron, en las pesadas carretas que los conducían, armas en lugar de presentes. Era su intención atacar al nuevo gran kan durante la fiesta de la coronación.

Finalmente, se descubrió la inquina; los príncipes y sus secuaces fueron encarcelados, y la gente armada declaró haber sido instigada por aquéllos. Su capitán acabó con su vida con su propio sable. Este acto era nuevo entre los mongoles. Conocían la expiación que sigue al crimen, pero no comprendían el sentimiento del honor que exige, una vez descubierto el hecho criminal, el suicidio del culpable. Emocionado, Monke quiso perdonar a los conjurados, en atención a la fidelidad demostrada a sus señores; pero los otros príncipes y generales exigieron el castigo inmediato, y fueron ejecutados setenta oficiales.

Seguidamente, Monke exigió la sumisión de la regente Ogul-Gaimisch y de la madre de Schiramun. Estas le respondieron que no podían hacerlo, puesto que también Monke había jurado fidelidad a Ugedei y sus descendientes. Esta respuesta agotó su paciencia. Dictó medidas draconianas. Las dos mujeres fueron ahogadas. Ordenó la proscripción de todos los príncipes rebeldes. El encargado de ejecutar esta medida disponía de las tropas de Batu y de Monke, con las que se acordonaron las regiones de Mongolia, desde el Otrar al Sir-Daria. Todos los contrarios al gran kan perecieron y sus guerreros fueron repartidos como siervos entre los fieles. Otros ejecutores se dirigieron con el mismo fin a los lugares de las tropas que operaban en China.

Esta persecución no extrañó a nadie, ni siquiera a los perjudicados, que no esperaban otra cosa. Toda mitigación de castigo se consideraba una debilidad. Tanto es así, que cuando se perdonó a los príncipes más jóvenes (entre los que se encontraba Kaidu, nieto de Ugedei y héroe de la campaña polaco-silesiana), sus sucesores se consideraron obligados a fomentar una guerra civil que duró diez años, pues sus partidarios jamás reconocieron como legítimo el paso de la soberanía de la casta de Ugedei a la de Tuli.

No obstante, mientras Monke vivió no hubo rebeldías. Su reinado fue modélico durante diez años. Monke era un mongol de pura cepa, amante de la guerra y de la caza, únicos objetivos de su vida. De costumbres sencillas, perseguía con saña el lujo y la vana ostentación y controlaba personalmente los gastos de sus esposas. Sus acciones no estaban guiadas por la sordidez. Ordenó que se pagasen todas las deudas contraídas por sus antecesores, y, al considerar la miseria en que vivían los pueblos dominados, debido a un esquilmo de diez años, prohibió que se les exigiesen las deudas atrasadas y restauró el impuesto progresivo, pues decía que prefería conservar dichos pueblos a llenar el tesoro público. Todo el caudal obtenido lo dedicaba al mantenimiento de los guerreros; a quienes le regalaban oro y objetos de lujo les hacía saber que prefería que le enviaran guerreros a tesoros.

Con esta lucha contra el lujo trataba de salvar a los mongoles de la molicie que fomenta la riqueza. Los quería duros para la fatiga y despreciadores del peligro, tal como los deseaba Gengis Kan, para así terminar la conquista del mundo, interrumpida por la muerte de Ugedei.

Es preciso hacer notar que esta generación de nietos de conquistadores había crecido en medio de incesantes victorias. Había oído hablar de expediciones guerreras cada vez más lejanas, veía pasar numerosas caravanas cargadas de botín, extraños príncipes que venían a prestar acatamiento, y les animaba la ambición de emular a sus mayores. Se consideraban designados para llevar a cabo la obra de sus antepasados.

Sin embargo, su idiosincrasia no era la misma. La labor de Yeliu-Tschutsai no había caído en saco roto. Monke y sus súbditos conocían los refinamientos de la civilización. El propio gran kan era amante de las letras y las artes; se rodeaba de sabios y escuchaba encantado las discusiones filosóficas y religiosas.

Una vez envió a su hermano Hulagu a Asia anterior y, entre otras cosas, le ordenó que destruyese el califato y salvara al gran matemático Nafr-ed-Din y lo condujese, con todos los honores, a Karakorum, en donde quería construirle un observatorio. Tenía una cancillería integrada por funcionarios persas, ujguros, chinos, tangutos y tibetanos, a los que encargó componer diccionarios en aquellas lenguas. A su corte acudían embajadores de todas las partes del mundo, príncipes indios, rusos y de Asia anterior, amén de dignatarios chinos. El monje Rubruk, enviado de Luis el Santo, remitía al rey una relación desapasionada de lo que veía, tanto más meritoria cuanto que el monje odiaba a los mongoles; en ella testimonia la elevación espiritual y política de la corte de Monke.