Quinientos carros cargados hasta los topes de oro y plata, sedas y brocados, se hallaban, durante la entronización de Kuiuk, en una colina, próxima a la tienda imperial. Era el tesoro real de Ugedei, que Kuiuk dispuso fuese repartido entre príncipes y duques, los cuales lo regalaban a su gusto a las tropas, séquito y servidores. Cundía el júbilo: tenían un nuevo gran kan generoso y liberal.
Había exigido de todos los embajadores de Asia la sumisión y homenaje personal de sus soberanos, y en la respuesta que dio, por mediación de los monjes, a las tierras de Occidente, anunciaba una guerra. Podían, pues, esperarse nuevas glorias y botín, cabalgadas y combates…
Pero los que esperaban que Kuiuk se dedicara a guerrear, dejándoles las manos libres para hacer su voluntad, se vieron pronto cruelmente decepcionados. Apenas terminadas las fiestas y recepciones, se separó de su madre y se dedicó a administrar justicia, empezando por los que habían abusado de la regencia. Los favoritos de Turakina fueron ejecutados. Su amiga Fathma fue acusada de hechicería y condenada a morir ahogada. Todos los decretos y disposiciones de su padre Ugedei fueron puestos de nuevo en vigor, y los antiguos consejeros volvieron a ocupar sus cargos.
Los nobles mongoles añoraban la magnanimidad y paciencia de Ugedei y la independencia de que gozaban en los tiempos de Turakina. Kuiuk era amigo del orden y lo imponía con severidad. Los príncipes que dilapidaban la hacienda de sus respectivos uluss eran inhabilitados para la administración, incluso de sus propios bienes. Ordenó que parte del botín obtenido en las expediciones guerreras fuese entregado al tesoro público. Castigó a los generales que esquilmaban a los nativos. Y, con estas y otras medidas, restringió los derechos de los gengisidas, que habían gobernado el uluss como soberanos independientes, exigiéndoles una obediencia ciega, como imponían las leyes de la Yassa. Y, como natural consecuencia, reforzó notablemente el poder del gran kan.
Severo y orgulloso, no era dado a confiar en nadie. Jamás una son risa asomaba a sus labios. Era un favor extraordinario que se dignara dirigir la palabra a alguien, pues lo habitual era que diese sus órdenes en voz baja a sus ministros, quienes las transmitían en voz alta. Llegó a ser un soberano duro e inabordable. Nada le pasaba por alto, no perdonaba falta alguna ni escatimaba reproches.
Sólo una persona se escapaba de sus reprimendas: Sjurkuk-Teni, viuda de Tuli, el hijo menor de Gengis Kan.
La historia de Mongolia es pródiga en mujeres, viudas que salvaron de la decadencia a su raza, contribuyendo con su energía e inteligencia; que acompañaron al marido a la guerra y lucharon con valor a su lado. Regentes hábiles, intrigantes, sensatas consejeras. Entre todas, quizá la más célebre fue Sjurkuk-Teni. Prima del soberano de los keraitos, su dominador Gengis Kan la dio, siendo muy joven, como esposa a su hijo Tuli. Y, a pesar de su corta edad, supo hacerse respetar por todos, hasta el punto de que, al morir Tuli, el gran kan Ugedei quería casarla con su hijo Kuiuk. Sjurkuk-Teni rehusó tal honor, pero supo hacerlo de manera que conservó el aprecio de Ugedei y consiguió no lastimar el orgullo de Kuiuk. Pretextó que sólo quería vivir para el cuidado de sus hijos, gobernar en su nombre el uluss y educar a los más pequeños.
Y, efectivamente, en su gobierno de Mongolia, raíz del reino, resplandecía un orden perfecto. Cada tribu conocía con exactitud sus pasturajes, los impuestos se pagaban con puntualidad y no existían envidias engendradoras de discordias entre los jefes. Sus decisiones eran ley y nunca se le pudo reprochar haber obrado injustamente. Como en los tiempos de Gengis Kan, los jefes del ordu se hallaban prestos a partir con sus guerreros cuando el gran kan lo ordenase, y como a este uluss pertenecían la mayor parte de los nómadas, era, pues, la influencia de Sjurkuk-Teni la que mantenía libre de partidismos y discordias la principal fuerza militar del reino.
Aunque cristiana nestoriana, mostraba, de acuerdo con la ley de Gengis Kan, el mayor respeto por todas las religiones. Su hijo Hulagu fue educado por un maestro nestoriano, mientras que a su hijo Kubilai le dio como profesor un sabio chino. Fundó una mezquita y una escuela mahometana que llevaba su nombre. Dejó marchar a Monke, su primogénito, a Occidente en compañía de Batu, y cuando Kuiuk y otros príncipes abandonaron el ejército, Monke continuó toda la campaña como amigo fidelísimo de Batu. Lo hizo venir para dirigirse, en compañía de sus otros dos hijos, al kuriltai convocado en Karakorum, para prestar el juramento de fidelidad al nuevo gran kan.
Y cuando, elegido Kuiuk, encargó que se repartieran los 500 carros cargados de riquezas, Sjurkuk-Teni hizo el reparto. Con este rasgo, Kuiuk demostró que no le guardaba rencor por haber rehusado ser su esposa; al contrario, la tenía en alta estima.