La respuesta que Kuiuk dio al Papa no llegó a conocerse en Europa hasta el siglo XIX. Los eruditos habían hallado una versión latina fragmentada. El texto original se guarda en el archivo del Vaticano. Está redactado en persa, lleva el sello mongol de Kuiuk y dice:
Por la potencia del cielo eterno, el kan que abarca todos los grandes pueblos. Nuestra orden:
Este es un decreto dirigido directamente al gran Papa, a fin de que lo conozca y tome nota de él.
Después de un consejo con los reyes de vuestros dominios, nos habéis hecho una oferta de acatamiento que hemos sabido por mediación de vuestros embajadores.
Si en verdad queréis obrar como decís, ven tú, tú que eres el gran Papa, acompañado de los reyes en persona, a reverenciarnos y os daremos a conocer los preceptos de la Yassa.
Otrosí: Decís que sería bueno que fuéramos cristianos. Tú me escribes sobre esto e incluso me requieres a ello. No hemos comprendido tal requerimiento.
Aún más: Me habéis comunicado estas palabras: «Habéis atacado a Hungría y a otros países cristianos. Esto me extraña. Decid: ¿qué falta habían cometido?». Tampoco hemos comprendido estas palabras. Tanto Gengis Kan como el gran kan Ugedei hubieron de obedecer las órdenes del cielo. Pero aquéllos no quisieron creer en las órdenes celestiales. Esos de que habláis mostráronse, incluso, soberbios y dieron muerte a nuestros embajadores. Por ello han sufrido, con la muerte, el castigo del cielo. ¿Cómo podría nadie matar y conquistar si no fuese por celestial designio?
Y cuando dices: «Soy cristiano. Rezo a Dios. Compadezco y desprecio a los demás…», ¿cómo sabes que places a Dios y te concede su gracia? ¿Quién te lo ha dicho, para pronunciar tales palabras?
Por el cielo Eterno nos han sido dados todos los países, desde Levante hasta Poniente. ¿Cómo podría obrar alguien, de no ser por orden celestial? Lo que debéis hacer es decir, puesta la mano sobre el corazón: «Seremos vuestros súbditos, pondremos nuestro poder a vuestra disposición». Tú en persona, a la cabeza de los reyes; todos vosotros, sin excepción, debéis venir a ofrecernos vuestros servicios y homenajes. Sólo entonces conoceremos vuestra sumisión. Y si no seguís los mandatos del cielo, y os oponéis a nuestras órdenes, entenderemos que sois nuestros enemigos.
Os hacemos saber esto. Si obráis en contrario, no sabemos lo que os podrá suceder. Sólo el cielo lo sabe.
Esta carta expresaba las mismas ideas que los documentos, sellados en rojo, del gran kan, entregados por Gengis a sus generales cuando eran enviados a nuevas conquistas. «La potencia del cielo eterno ha dado al gran kan todos los países que alumbra el sol desde su nacimiento a su ocaso; oponerse a sus órdenes es faltar a Dios. A quien reconozca su autoridad no se le hará ningún daño. Deberá entregar a los mongoles los tributos estipulados, en objetos, metales preciosos, hombres y bestias; y, por sus servicios militares, recibirá su parte del botín. Pero el que ofrezca la menor resistencia será exterminado sin piedad».
Y, junto con la carta, Carpini llevó la noticia de que el nuevo gran kan se preparaba para atacar Europa. Los mongoles volverían a avanzar a través de Hungría, Polonia, Livonia y Prusia y darían inicio a una guerra contra la cristiandad que duraría dieciocho años, si el Papa y los reyes de Occidente no hacían lo que se les mandaba.
Carpini había visto demasiado para no darse cuenta de que un pueblo, luchando aislado, sería indefectiblemente vencido si los tártaros le atacaban, y de que sólo la unión de todos podía alejar el peligro. Decía que había rehusado acompañar a una embajada mongol para el Papa, «pues si viesen que entre nosotros existen la discordia y la guerra, sus ganas de combatirnos aumentarían más aún».
En efecto, la amenaza de la guerra no era vana, y la carta no se prestaba a interpretaciones. La segunda embajada, dirigida por Ezzelino, volvió de Asia Menor con una carta, concebida en términos parecidos, del gobernador Baitschu:
Tus mensajeros han pronunciado palabras fuertes y no sabemos si tú les has encargado hablar así o si lo han hecho por sí mismos. En tu carta dices: «Matáis, destruís y asesináis a muchos hombres». La voluntad invariable de Dios y la orden del kan que manda en el mundo entero determinan nuestras acciones. El que obedece sus órdenes puede permanecer en su tierra, en su agua y en su propiedad, y depositar su poder en las manos del que domina toda la tierra. El que no obedezca y se oponga, será destruido y exterminado.
Carpini, diplomático y hombre de mundo, supo captar lo que había de lógico en el comportamiento de los mongoles; pero Ezzelino, hombre de duro temperamento, llevó su inflexibilidad a comprometer su vida y la de sus acompañantes. Su estancia en el campamento de Baitschu fue un continuo pasearse por su tienda, presa de terribles accesos de ira. Entre estas dos figuras puede establecerse un curioso parangón. Ambos estaban capacitados y convencidos de su misión, a pesar de lo cual su concepción de los acontecimientos era diametralmente opuesta.
Orgulloso y valiente, Ezzelino expuso ante el magnate mongol: «Soy embajador del Papa, quien es superior a todos los reyes y príncipes en dignidad, y es venerado por ellos como un padre». La risa homérica del mongol que respondió a tal exordio le hizo montar en cólera, que aumentó con las preguntas que, en son de mofa, le hicieron. Le preguntaban: ¿Cuántos países y reinos ha conquistado el Papa? ¿Cuántos ha sometido? ¿Es conocido y temido su nombre, como el del gran kan, desde el mar de Oriente hasta el de Occidente? Ezzelino contestó que ni el Papa ni él habían oído hablar nunca del gran kan y que, en todo caso, era imposible que el tal gran kan fuese el señor del mundo, puesto que el Papa, como sucesor de san Pedro, había recibido el poder de Dios hasta la consumación de los siglos.
Los mongoles, esencialmente prácticos, graduaban la importancia de los soberanos extranjeros por la riqueza de los presentes que hacían, y, así, inquirieron acerca de los regalos que el Papa enviaba.
«Ninguno —contestó Ezzelino—. El Papa no acostumbra a enviar regalos, y menos a infieles desconocidos; por el contrario, es él quien debe recibirlos». Se negó a arrodillarse ante Baitschu y tan sólo se descapuchó, inclinando la cabeza.
Tanta arrogancia desconcertó a los mongoles. Se les ocurrió que la embajada era una apariencia tras la cual se ocultaban espías de un formidable ejército cristiano. Preguntaron a Ezzelino si los francos pensaban volver pronto a Siria; sabían, por sus vasallos georgianos y armenios, que se planeaban nuevas cruzadas, y cuando supieron que ni lejos ni cerca se movía ningún ejército dejaron de ser pacientes.
Mientras Ezzelino y los suyos esperaban fuera de la tienda, en el interior comenzó el debate sobre si debían dar muerte a toda la embajada o sólo a una parte. Algunos propusieron matar a dos y enviar los demás al Papa; otros, más clementes, opinaron que debían ser azotados y encarcelados, porque así los francos los libertarían y sería más fácil vencerlos. Otro, sin darle importancia, sugirió matar al jefe de la embajada, quitarle la piel y, rellena de paja, enviarla al Papa. Baitschu era partidario de matarlos a todos y que no se hablara más del asunto. Pero su primera mujer tenía algo que objetar: si mataban a los embajadores se abstendrían de venir otros, y Baitschu dejaría de recibir presentes. Debe advertirse que era costumbre que los regalos pasaran a la esposa, quien asistía a las recepciones. Además, asesinar a los embajadores podría encolerizar a Kuiuk. Se rumoreaba que el nuevo gran kan había nombrado un nuevo gobernador para el Asia anterior… y Baitschu decidió perdonarles la vida y enviarlos al gran kan.
Pero no contaba con la testarudez de Ezzelino. No pensaba éste, ni por un momento, en viajar sin saber por dónde para entrevistarse con el gran kan. Además, su misión se limitaba a entregar la carta del Papa al primer jefe mongol con quien tropezase.
Desde aquel momento fueron el hazmerreír de los mongoles. Aceptaron la carta. Días después, cuando Ezzelino y sus hombres se presentaron ante ellos para recoger la respuesta, los tuvieron toda la jornada a pleno sol, con el pretexto de consultar a Baitschu. Se olvidaron de darles de comer y beber. Para pasar el rato, conversaban con ellos y se desternillaban de risa cuando Ezzelino afirmaba fanáticamente que el Papa era superior a todos los hombres.
Los mantuvieron entretenidos durante dos meses, al cabo de los cuales les dijeron que la respuesta estaba lista, pero que debían esperar la llegada de un general de la corte del gran kan. Tres semanas más tarde llegó el anunciado general; siguieron quince días de festejos y, por fin, Baitschu se acordó de los infortunados embajadores. Se mostró como un perfecto anfitrión, y pidió consejo a su ilustre huésped sobre qué debía hacer con ellos, si matarlos o dejarlos partir. El general decidió enviarlos al Papa con una respuesta que llevarían los propios mongoles.
Así se hizo. Los cronistas de aquel tiempo afirmaban que una embajada tártara fue recibida por el Papa con gran pompa, a la que regaló espléndidas vestiduras escarlata, adornadas con hermosas pieles, y considerables sumas de oro y plata. Habló largo y tendido con ellos valiéndose de un intérprete. Pero tanto su llegada como el motivo de su visita debieron de ser tan secretos, que ni los clérigos ni los hombres de confianza del Vaticano tuvieron conocimiento de ello.