III

Había que elegir al futuro «Señor del Mundo». Los poderosos de la tierra acudían de los cuatro puntos cardinales, de los países ricos en cultura, de las bellas y grandes ciudades, de las estepas y desiertos mongoles, con ánimo de rendir homenaje al nuevo gran kan y pedirle algún favor, que se cifraba las más de las veces en poder conservar el trono de sus antepasados o evitar una invasión mongola en el propio país. Más de 4000 embajadores se reunieron en los llanos de Karakorum, nuevo centro del universo, y, no obstante, ninguno de ellos tenía derecho a penetrar en la empalizada que rodeaba la gran tienda de brocado blanco donde tendría lugar la reunión en que 2000 descendientes de Gengis kan elegirían como «soberano y señor» al más digno de entre ellos.

Se aglomeraban, mezclados con el pueblo, alrededor del recinto, en cuyas paredes campeaba la relación de los hechos de Gengis Kan. El lugar cercado tenía dos puertas. Una, siempre abierta y sin guardia (sólo el monarca podía entrar por ella; ¿para qué, pues, guardarla?; ningún mortal tendría la audacia de acercarse), y la otra, vigilada por arqueros que cuidaban de que no penetrasen por ella más que los nobles mongoles, los príncipes de la sangre, los generales, los gobernadores y sus séquitos. Si un indiscreto intentaba pasar, era derribado con violencia y, si escapaba, moría atravesado por las flechas, entre el regocijo del público.

Allí estaba el pueblo, esperando que la elección terminase en la tienda alba. Después, cabalgando durante algunas horas por el llano, iban hacia la «tienda dorada» de Ugedei, de seda y bordada en oro, con los mástiles forrados por planchas de plata sobredorada, y, desde lejos, veían cómo entronizaban al príncipe Kuiuk.

Los príncipes y soberanos extranjeros, un sultán selyúcida, el gran duque Yaroslaw de Rusia, los príncipes y duques de China y Corea, de Fars y de Kerman, de Georgia y de Alepo, y los grandes dignatarios del califa, se presentaron, después de la ceremonia y del banquete, ante el gran kan, haciendo cuatro genuflexiones y ofreciéndole presentes. Entre los potentados, de ricas vestiduras, comparecieron los dos monjes, el arzobispo de Antivari y legado pontificio, Juan de Plano Carpini, y su compañero, Benedicto de Polonia, quienes pusieron lujosos hábitos sobre el sayal pardo. Estos habían entregado la carta del Papa a los cortesanos de Kuiuk y ahora debían esperar pacientemente durante meses, en el campamento imperial, la respuesta.

En el campamento encontraron a muchos cristianos nestorianos y prisioneros húngaros y rusos. Estos les hablaron sobre la vida y costumbres de los mongoles. Los monjes empezaron a comprender el peligro que representaba para el cristianismo un pueblo tan guerrero y acostumbrado a la victoria.

Tras recibir la respuesta imperial y la orden de partir de inmediato, los monjes se pusieron en camino en pleno invierno, en jornadas interminables, con la misma celeridad con que habían llegado.