V

El pánico cundía por los pueblos de Europa: «El miedo a aquellos pueblos bárbaros se acusaba hasta en pueblos lejanos, no sólo en Francia y Borgoña, sino incluso en España, de la cual los tártaros ignoraban hasta el nombre». El templario francés Ponce d’Aubon escribía al rey Luis el Santo: «Sabed que todos los barones de Alemania, el rey mismo, los clérigos, monjes y legos se han cruzado contra los tártaros…», pero dudaba de la eficacia de las medidas tomadas, y añadía: «Y como nos han dicho nuestros hermanos, si por designio de Dios fuesen vencidos los alemanes, no habrá quien impida a los tártaros llegar hasta los confines de vuestro reino».

Cuando la reina madre de Francia, asustada por estas nuevas, preguntaba a su hijo si no había salvación contra tan encarnizado enemigo, Luis el Santo respondía, resignado: «Nos queda la confianza en el Altísimo, y si estos tártaros vienen, o los enviaremos otra vez a la Tartaria de donde escaparon, o bien iremos nosotros al cielo para gozar de la bienaventuranza de los elegidos».

La respuesta se adecuaba a las ideas de la época. Los mongoles, si no eran el diablo en persona, eran sus aliados, encargados por él de destruir a la cristiandad, y sólo la ayuda divina podía alejar el peligro. Consecuentes con esta idea, en las iglesias se rezaba con fervor: «De la ira de los tártaros líbranos, Señor». El Papa dispuso que se predicara una cruzada contra ellos; el emperador Federico instigaba a su hijo y a los monarcas de Europa a que se levantaran en armas. Pero el pánico cundía por doquier. El que se alistaba como cruzado lo hacía «en el caso de que Dios no aleje a ese pueblo de nosotros». Ninguno de los príncipes alemanes reunidos en Merseburgo, ninguno de los obispos, en las reuniones celebradas con sus fieles, pensaban seriamente en ir a Hungría a batirse. Todas las discusiones y conciliábulos se referían tan sólo a la defensa de sus propios países en el caso de una invasión tártara.

El reino de Hungría fue borrado como tal de las listas de los países europeos. Un cronista bávaro escribía: «El reino de Hungría, que empezó con el emperador Arnolfo y ha durado tres siglos, ha sido destruido por los tártaros».

Y lo mismo que los suecos, los lituanos y la orden teutónica habían tratado de sacar provecho de la derrota de los príncipes rusos, los antiguos rivales de Hungría se sublevaron. Los venecianos, que desde hacía largo tiempo pretendían tener ciertos derechos sobre la costa dálmata, alegaron en favor de su causa que «por consideración a la religión cristiana se habían abstenido hasta entonces de producir un mal al rey, aunque les sobraban motivos para ello». El duque Federico de Austria aprovechó la huida de Bela a Presburgo para darle cobijo en uno de sus castillos, en donde le pidió cuentas de una antigua deuda. Bela le entregó todo el dinero que llevaba encima, más las joyas, y, como saldo del resto, tuvo que cederle en garantía tres comarcas situadas en la línea de la frontera austríaca, para poder recuperar su libertad…

Todas las peticiones de auxilio que hizo Bela, una vez libre, fueron inútiles. El Papa tan sólo le remitió cartas consolándolo y aconsejándole «que resistiera valientemente a los tártaros»; y el emperador Federico obligó al plenipotenciario del rey húngaro, en nombre de éste, a jurarle vasallaje, en trueque de la promesa «de ser defendido, bajo la protección de su escudo imperial, contra los tártaros»; pero, antes de hacer esto efectivo, debía castigar a los «rebeldes lombardos», quienes, durante los últimos años, se habían fortalecido de nuevo.

El Papa y el emperador, los únicos que, por reunir en sus manos los máximos poderes y ser capaces, por lo tanto, de armar el número de hombres necesario para que una masa ingente de combatientes pudiese vencer a la nueva estrategia mongol, se odiaban a muerte. Gregorio IX predicaba cruzadas contra el emperador al mismo tiempo que contra los mongoles; y sus adeptos sospechaban que Federico «se había puesto secretamente de acuerdo con los tártaros», e incluso pretendían haber visto a sus embajadores. Por todo ello, el emperador reunía sus tropas, no para batir a los mongoles, sino para atacar a los partidarios del Papa e invadir la Campania. En sus cartas a los reyes de Inglaterra y de Francia, acusa al Papa, por ayudar a los rebeldes, de impedir que «pueda marchar con sus ejércitos contra los enemigos de la cristiandad».

Entretanto, los mongoles, después de las primeras devastaciones, se establecieron en Hungría. Dieron al país una administración, nombraron jueces y funcionarios, instituyeron autoridades en las ciudades y anunciaron, por medio de prisioneros liberados, que quien se sometiera podría regresar a su hogar. Entonces, los fugitivos salieron de sus escondrijos en las selvas y montañas, el país se repobló poco a poco, los labriegos compraron semillas, y aun cuando el ganado faltaba, encontraron la manera de procurárselo; bastaba entregar a un jefe mongol una hermosa muchacha húngara para que «volvieran a la aldea con ovejas, vacas y cabras». Monedas de cuero mongoles entraron en circulación. El cronista escribe: «Gozábamos de la paz y comerciábamos, y cada cual veía respetados sus derechos».