Ahora Europa ya sabía lo que era luchar contra los mongoles. Según la táctica de Gengis Kan, el primer golpe debía sembrar el terror hasta en los rincones más apartados del país, paralizar a los habitantes por el instinto elemental e inevitable de conservación, hacerles comprender que toda resistencia sería inútil. De las ciudades sólo debía quedar lo que podía servir a los mongoles: mujeres jóvenes, hábiles artesanos y esclavos robustos, útiles para la prosecución de la guerra. Los fugitivos que lograsen escapar de la matanza llevarían consigo la imagen de los horrores cometidos; no hablarían más que de asesinatos, incendios, violaciones, crueldades. Así fue, y la gente abandonaba sus ciudades, incendiaba sus aldeas, huía ante aquellos terribles jinetes, que creía eran el diablo en persona, el azote de Dios, refugiándose en las plazas fuertes, escondiéndose en las selvas o regiones impracticables. Del apelativo de la raza, talaros, que acababa de llegar de Oriente, formaron el vocablo «tártaros», o sea descendientes de Tártaro, surgidos del mundo subterráneo.
Nadie sospechaba que aquellos horrores eran un método de guerra, lo mismo que aparentar venir en número incalculable. Los ejércitos mongoles que operaron en Europa no eran, en conjunto, más de 150 000 jinetes. Pero conducidos con una bien ideada estrategia, habituados a actuar sobre enormes extensiones de las que los europeos no tenían idea, dotados de una velocidad que los ejércitos de caballería, con sus pesadas armaduras, ni siquiera podían imaginar, les era posible asolar a un país de cien kilómetros a la redonda, y, al día siguiente, reunidos de nuevo, vencerlos. Este ardid hacía creer que era imposible que se tratase de los mismos mongoles; y así, en la fantasía de los europeos, la multitud de los «tártaros» crecía hasta rayar en lo fabuloso.
En diciembre, Kiev sufrió un «primer golpe», y cinco años más tarde, Plano Carpini, el legado del Papa, durante su viaje a través del ducado, encontró todavía «una cantidad incalculable de cráneos y huesos, de las personas asesinadas, esparcidos por el campo» de Kiev, que «fue una gran ciudad densamente poblada, quedando ahora apenas 200 casas». Tres semanas después de la caída de Kiev, Podolia, Volinia y el oeste de la Galitzia nórdica eran igualmente presa de los mongoles. En febrero, sus avanzadillas recorrieron Polonia e incendiaron Sandomir. En marzo, los tres cuerpos de ejército emprendían simultáneamente la ofensiva. Kadan recorrió Moldavia y Bucovina. Batu se apoderó de los pasos de los Cárpatos, y las huestes de Kaidu se esparcieron por Polonia. Tres ejércitos polacos se dirigieron a su encuentro y los tres fueron derrotados. El 24 de marzo, la antigua y famosa Cracovia era incendiada, y los alrededores de Breslau, devastados. El 8 de abril, el ejército de Kaidu se hallaba reunido ante Liegnitz.
En dicha ciudad, el duque Enrique de Silesia había reunido contra los mongoles las fuerzas disponibles: todos los barones y nobles de su país, gentileshombres, caballeros y soldados de infantería de Silesia y de Polonia, los montañeses de la ciudad de Goldberg y una nutrida tropa de templarios. El duque de Oppeln y el vizconde de Mahran, con sus fuerzas, acudieron en su ayuda. Y aún esperaban a su yerno, el rey Wenzel de Bohemia, que, con 50 000 hombres, se encontraba en camino a través de Silesia.
Los mongoles eran numéricamente inferiores a las tropas de Enrique, pero cuando sus enlaces y espías les anunciaron la llegada del formidable ejército bohemio, Kaidu decidió el ataque inmediato. Enrique temía ser encerrado con sus tropas en la estrecha ciudad de Liegnitz, puesto que entonces le sería imposible desplegar sus fuerzas. Ignoraba cuándo llegarían las tropas bohemias de refuerzo y creía que, entretanto, el ejército mongol aumentaría en número. Por consiguiente, decidió aceptar la batalla. Hizo salir sus tropas de la ciudad y las condujo en di rección sur, al encuentro del rey Wenzel. A algunos kilómetros de Liegnitz, en una región rodeada de bajas colinas, que recibió más tarde el nombre de «Lugar Elegido», Kaidu le alcanzó y le atacó de inmediato. Era la mañana del 9 de abril.
El ejército mongol parecía pequeño. Ya era tarde cuando los caballeros se dieron cuenta de que los «tártaros» avanzaban formando una masa tan compacta que una tropa de mil jinetes parecía más pequeña que una de las suyas compuesta tan sólo de quinientos.
Silenciosos, sin proferir sus habituales gritos de guerra, sin su acostumbrada trompetería, los mongoles atacaron, caballeros en sus pequeños corceles nerviosos, delgados pero resistentes, y mandados únicamente por medio de banderas de señales. Jinetes y caballos iban cubiertos de armaduras y arneses formados por varias capas de cuero endurecido cosidas las unas sobre las otras. Las armas de los jinetes eran el sable curvo, la lanza y el hacha de combate; pero lo más peligroso era el arco y la flecha, con lo que jamás fallaban el blanco, aun cuando disparasen, al huir, tras de sí. Estas armas causaron grandes pérdidas al enemigo.
Antes del choque de los ejércitos enemigos, una lluvia mortífera de flechas mongoles desarticuló las cuatro primeras divisiones de Enrique, que se dieron a la fuga. Cuando los caballeros de Enrique, enfundados en sus pesadas armaduras de hierro, se lanzaron al ataque, la suerte de la batalla pareció cambiar: tras un breve combate, el enemigo huyó. Dando gritos de triunfo, los caballeros emprendieron su persecución y experimentaron, a sus expensas, los efectos del antiguo ardid mongol: las dilatadas líneas de los caballeros se vieron rodeadas por numerosos guerreros tártaros montados en sus rápidos corceles. Los hostigaban, los abatían, y si las flechas rebotaban sobre sus armaduras de hierro, herían a los caballos, menos protegidos, y, privado de su montura, un caballero pesadamente acorazado no podía ofrecer gran resistencia.
De repente, se alzó contra la infantería, según se cuenta, «una horrenda cabeza humana barbuda colocada en el extremo de un largo palo. Esta cabeza tenía un aspecto horripilante y despedía un vapor y un humo apestosos y densos que sembraban el terror y el desorden en las filas de Enrique y ocultaba a sus ojos a los tártaros, que atacaban protegidos por la nube de humo…».
Así pues, en el siglo XIII tuvo lugar el primer ataque con gas en Europa, por lo que corresponde a éste la prioridad sobre el ataque con pólvora, utilizada por los mongoles por primera vez, dos días más tarde, en la batalla del Sajo. Sea como fuere, los relatos de la época incluyen descripciones de encantamientos y brujerías que proporcionaban a los «tártaros» la victoria sobre el ejército cristiano. El duque, la mayoría de caballeros, nobles e infantes, murieron en el campo de batalla. La crónica calcula estas pérdidas entre 30 000 y 40 000 hombres. La tradición pretende que los «tártaros» cortaron una oreja a cada muerto, llenando con ellas nueve sacos que enviaron a Batu como trofeo de la victoria. Decapitaron al duque y, clavando su cabeza en una lanza, la pasearon ante Liegnitz.
Cuando la noticia de la derrota llegó al rey Wenzel de Bohemia, éste se encontraba a varios días de marcha del «Lugar Elegido». A pesar de contar con 50 000 hombres, se consideró demasiado débil para enfrentarse a los mongoles. Sabía que, en el oeste, los ejércitos del vizconde de Turingia y los del duque de Sajonia se hallaban preparados, puesto que se esperaba el ataque de los mongoles, quienes saqueaban y devastaban la región de Meissen y el país montañoso de Glasser. En vista de ello, ordenó a su ejército dirigirse hacia el oeste para unirse a las demás tropas.
Pero los mongoles no llegaban.
Mientras Liegnitz aún ardía, llegó la noticia de que el 11 de abril, dos días después de la batalla del «Lugar Elegido», Batu había aniquilado al ejército del rey Bela y llamaba a todas las tropas en Hungría con el fin de entregarles, según la costumbre mongol, el país para saquearlo por distritos. Kaidu esperaba la llegada del segundo ejército. Este se dirigió hacia el norte, rodeando Lituania. Había derrotado al ejército lituano venido a su encuentro; invadió Prusia oriental y se dirigió a marchas forzadas por Pomerania y al oeste de Polonia, hacia Liegnitz. Las ordenes recibidas habían sido puntualmente ejecutadas: en el norte, hasta el Báltico, no quedaba un enemigo que pudiera ser peligroso para el flanco mongol.
Los únicos ejércitos aptos para el combate estaban concentrados en Sajonia y Turingia. Por su parte, Wenzel había llegado a Konigstein. Kaidu hizo un nuevo rodeo: en lugar de avanzar hacia el oeste, donde le esperaban los enemigos, se dirigió inopinadamente hacia el sur, donde, entre él y Batu, ya no había enemigo, y penetró en Moravia. Esta maniobra de engaño tuvo un éxito rotundo, pues la provincia carecía de tropas.
El rey Wenzel, que acababa de llegar al país de Meissen, se vio obligado a retirarse a marchas forzadas hacia Bohemia. Cuando llegó a Moravia, el reino había sido devastado; las florecientes ciudades de Troppau, Marish-Neustadt, Preudenthal y Bruna habían sido tomadas al asalto y arrasadas, y, por último, en Hungría, las huestes de Kaidu se habían unido a las de Batu.