II

Allí, en las estepas, caballos y jinetes debían descansar y recuperar las fuerzas necesarias para realizar un nuevo avance; pero la discordia, el antiguo mal hereditario de los mongoles, que acabó por deshacer el imperio más poderoso del mundo, empezó a resurgir entre los descendientes de Gengis Kan. La crónica imperial china conserva una carta de Batu dirigida al gran kan Ugedei, que informa de los acontecimientos más importantes acaecidos durante veinte años en la política mongol. Batu escribe:

¡Por la gracia del cielo y sino feliz, oh emperador y tío mío! Las once naciones han sido subyugadas. Cuando los ejércitos se reunieron celebrose un festín al que asistieron todos los príncipes. Siendo yo el más viejo, bebí una o dos copas de vino antes que los demás. Buri y Kuiuk se mostraron poco inteligentes; dejaron la fiesta después de ultrajarme y montaron a caballo. Buri dijo: «Batu no es superior a nosotros. ¿Por qué bebe antes? ¡Es una mujer con barba! De un puntapié podría echarlo por tierra y pisotearlo». Kuiuk gritó: «¡Yo le haría azotar!». Y otros dijeron: «¡Para vergüenza suya, se debería atar una cola de madera al trasero de Batu!». Tales eran las palabras de los príncipes cuando, después de la guerra con varios pueblos, nos reunimos para discutir cuestiones importantes, viéndonos obligados a levantar el campamento sin haber podido tratar los asuntos. ¡Esto es lo que tengo que anunciarte, emperador y tío mío!

Los mensajeros iban y venían desde el Volga hasta Mongolia. Kuiuk era la causa de la disputa. Como hijo mayor de Ugedei, se creía superior a los demás príncipes y se sentía humillado porque Batu, y no él, ostentaba el mando superior y se veía obligado a obedecerle. Como ni sus consejos ni los castigos hacían mella en su carácter indomable, Ugedei le ordenó, finalmente, regresar a Karakorum.

Habían transcurrido dos años desde el comienzo de la campaña en el norte de Rusia. En aquel país se habían acostumbrado ya a que en el oeste, en las estepas más allá del Don, se hubiera establecido un pueblo nuevo, del que tan sólo recibían noticias cuando fugitivos de otros pueblos nómadas de aquellas regiones esteparias se presentaban para informarles de que las tribus habían sido echadas de sus dominios por los intrusos.

Sólo un hombre reconocía el verdadero peligro: Kotjan, el viejo kan de los komanos, que había presenciado el primer ataque de los mongoles durante la expedición de reconocimiento que Subutai hizo para Gengis Kan. En aquella ocasión, Kotjan luchó con los rusos contra los mongoles. En cuanto supo que estos últimos se habían establecido en el cinturón estepario, reunió a sus tribus, que con sus tropas vagaban por las fértiles regiones al sur del mar Negro, y, de inmediato, con todos sus guerreros, mujeres e hijos, tiendas y carros huyó hacia el oeste. Atravesó el Dniéper y el Dniéster, corrió a través de Besarabia y Galitzia, hasta los Cárpatos. Aun allí no se sintió todavía seguro y envió, más allá de las montañas, una embajada al rey Bela de Hungría, ofreciéndole sumisión. Se declaró dispuesto a abrazar, con todo su pueblo, el catolicismo y solicitó admisión y socorro.

El ofrecimiento de Kotjan significaba la conversión de 200 000 paganos, y los clérigos lo aceptaron. Además, llevaba consigo 40 000 guerreros que no debían obediencia a los magnates, sino sólo al rey; aceptándole, el poder de éste aumentaría de forma considerable. Así pues, Bela, que, como casi todos los soberanos, vivía en continua lucha con las inquietas familias nobles, aceptó gustoso la oferta. Solemnemente se celebró el bautizo de los komanos. El rey y sus nobles se declararon padrinos de Kotjan y de los jefes de tribus. Terminada la ceremonia, los nómadas penetraron, con sus tiendas, carros y ganados, en los ricos pastos húngaros.

Pero, habituados a sus ilimitadas estepas, se adaptaban difícilmente a la estrechez de su nuevo país. Por doquier la tierra estaba labrada y tropezaban con cultivos. Su ganado pisoteaba los sembrados y dañaba las plantas. Por todas partes disputaban los nómadas con la población sedentaria, y, como dice el cronista: «los komanos violaban a las mujeres de los labradores, mientras que los húngaros sentían poca afición por las hembras komanas».

La nobleza, que consideraba peligroso a aquel súbdito que aumentaba el poderío del rey, avivó entre los súbditos el odio a los intrusos; tanto es así que Bela consintió en separar a los komanos según las diversas tribus, asignando a cada una determinados dominios, donde podían apacentar sus ganados.

Apenas había conseguido un poco de tranquilidad, cuando se presentó en Hungría una embajada mongol.

Siguiendo su costumbre de enviar, cuando era posible, compatriotas del pueblo extranjero como intermediarios, su embajador era esta vez un europeo o, mejor dicho, un inglés. Dicen las crónicas que, a consecuencia de algún delito, tuvo que huir de su país y, tras muchas aventuras, fue a parar a Asia, donde entró al servicio de los mongoles. Exigía ahora, en nombre de éstos, la entrega de los komanos, que eran «servidores de los mongoles», y se quejaba del asesinato de las anteriores embajadas. En realidad, los húngaros habían matado a varios mongoles pretextando que eran espías. Exigía del rey Bela ni más ni menos que la sumisión al soberano mongol, un gran kan a quien «el cielo dio en propiedad todos los países del mundo».

En vano recurrió el inglés a todos los medios de la oratoria para convencer al rey; inútilmente suplicó a Bela y a sus consejeros que aceptasen sus proposiciones y enviaran regalos a los mongoles en calidad de tributo, advirtiéndoles que toda negativa traería consigo una despiadada invasión. La idea de que el rey de Hungría pagara tributo a un jefe nómada les pareció tan descabellada, tan humillante, que el inglés pudo considerarse feliz escapando de aquel trance con vida.

Partió.

Pocas semanas después, un torrente de fugitivos se dirigía hacia el oeste; los príncipes y duques del sur de Rusia llegaban con sus respectivos séquitos a Polonia y a Hungría implorando socorro y asilo y difundiendo noticias referentes a los terribles tártaros y a su inaudita crueldad.

Después de la marcha de Kuiuk, el ejército mongol reanudó su expedición de conquista, y hacia fines de noviembre de 1240 había atravesado el congelado Dniéper.

Los príncipes de Kiev arrojaron a los embajadores mongoles desde lo alto de las murallas de la ciudad. El 6 de diciembre, Kiev, a la sazón la más hermosa ciudad del sur de Rusia y nudo de comunicaciones comerciales entre los países del este y Bizancio, había dejado de existir. Los mongoles avanzaron a lo largo del Dniéster y del Bug, y por las llanuras de Volinia y Podolia.

Era ésta la base de operaciones que para su futura campaña había elegido Subutai.

Mientras Europa ignoraba por completo quiénes era los mongoles, éstos conocían hasta en sus menores detalles las relaciones de las familias imperiales, las instituciones y la situación de los asuntos europeos. Hungría, reino rico y poderoso, que se extendía desde los Cárpatos hasta el Adria, era su objetivo. Sabían que el rey Bela estaba emparentado con el duque polaco Boleslao de Sandomir, con Conrado de Masovia y con el duque alemán Enrique de Silesia, y que, a su vez, Enrique era cuñado del rey Wenzel de Bohemia. Los países de estos príncipes eran colindantes y, por consiguiente, Hungría podía esperar socorro inmediato de los cuatro. Era, pues, preciso aniquilar a sus ejércitos antes de invadir Hungría.

Para ello, Subutai dividió las fuerzas mongolas en tres cuerpos de ejército. El grupo norte, bajo las órdenes del príncipe Kaidu, debía detener a las tropas polacas y silesias. El grupo sur, mandado por Kadan, debía invadir a Hungría, con el fin de entretener a las fuerzas locales. Subutai, acompañado por Batu, iniciaría la batalla principal contra Pest, la capital, y Gran.

Tropas de reconocimiento lo bastante numerosas para atacar y devastar una ciudad como Sandomir, mediante un súbito asalto, determinarían la marcha del enemigo; luego, hacia principios de marzo, se iniciaría la ofensiva.