Dieciséis años habían transcurrido desde las jubilosas cartas de Jacobo de Vitry a propósito del «rey David», diez años después de muerto Gengis Kan. Europa estaba desengañada a causa del resultado de las cruzadas. El poder de Egipto había impedido la reconquista de Jerusalén; el islam, en su contraataque, se había apoderado de nuevo de Anatolia. Europa, en lugar de acudir a la llamada del Papa para nuevas cruzadas, prefirió pactar con el enemigo, demasiado poderoso. Las ciudades italianas independientes que bordeaban la costa mediterránea con sus factorías, luchaban con denuedo por una competencia en el lucrativo comercio de las especias levantinas. El emperador Federico de Hohenstaufen mantenía relaciones amistosas con el sultán de Egipto, quien prefería abrir Jerusalén a los cristianos mediante tratados; enviaba regalos al bey de Túnez y tenía a sueldo una tropa muslímica con la que asustaba al Papa.
Las fuerzas, agotadas por el contacto con Oriente, se debilitaban en el interior ante la inutilidad de sus esfuerzos en el extranjero. En todos los países el poder feudal luchaba con la realeza. Pero estas guerras locales fueron eclipsadas por la formidable lucha que, para la dominación del mundo occidental, se libraba entre el papado y el imperio. Del mismo modo que el Papa predicaba contra los paganos, lo hacía también contra las cruzadas y contra el emperador; y, una vez más, Federico, al frente de un ejército de 100 000 hombres, atravesó los Alpes y penetró en Italia. Con 60 000 soldados, las ciudades y repúblicas de la Alta Italia le cerraron el paso del Oglio; pero el 27 de noviembre de 1237 fueron derrotados cerca de Cortenuova, y el emperador se consideró también vencedor del Papa.
Durante todo el invierno y la primavera mantuvo magníficos campamentos en Pavía, Turín y Verona, recibiendo a las embajadas que acudían de todas partes de Occidente. Continuamente le llegaban nuevas tropas… se hablaba de tropas de repuesto francesas e inglesas. Hasta el sultán Kamil le felicitó desde Oriente por sus victorias. La fama de Federico se divulgó hasta tal punto que, desde los países situados más allá del reino de los selyúcidas, que tan sólo le conocían de nombre, llegó a su campamento una embajada.
Esta embajada no venía a felicitarle. Llegaba en nombre de los príncipes muslímicos para solicitar su ayuda contra unos «terribles bárbaros» que, destruyendo y devastándolo todo, habían penetrado «por el Oriente» en sus países. Estos bárbaros eran los tres tumanes que Ugedei había enviado a la conquista de Persia (Irak Adschemi) y Asia Menor.
Por muy halagüeña que sonara en los oídos de Federico esta petición de socorro, produjo un efecto extraordinario sobre su corte, dominada por los prejuicios. La historia de los países occidentales estaba salpicada de luchas de la cristiandad contra los musulmanes, y la idea de auxiliar a los sarracenos sobrepasaba el poder imaginativo de los occidentales. En vano los embajadores pretendieron hacerles comprender que si los sarracenos no lograban detener la invasión, tampoco habría fuerzas humanas capaces de proteger a los reinos de Occidente contra su aniquilamiento.
Esta afirmación les parecía paradójica: ¡los moros, defensores de la Europa cristiana!
Desengañados, los embajadores continuaron su viaje hacia la corte de Luis el Santo, de Francia, y la de Enrique III, de Inglaterra. Fueron recibidos y escuchados con cortesía, pero nadie tomó en serio su ofrecimiento de alianza. Nadie creyó en el peligro que aquellos jinetes bárbaros, llegados de alguna parte más allá de los reinos musulmanes, representaban para la cristiandad.
En cuanto los embajadores sarracenos abandonaron las cortes francesa e inglesa, y mientras Federico disponía en la Alta Italia los preparativos para continuar la guerra contra los lombardos, llegaron al oeste, de la lejana Rusia, las primeras y horrendas noticias de ejércitos vencidos, ciudades incendiadas, burgos arrasados, mujeres violadas, matanzas de ancianos y niños.
Quizás entonces recordaran muchos crueldades semejantes cometidas quince años atrás. Se había dicho que un pueblo de jinetes salvajes había atravesado el Cáucaso y derrotado a los príncipes del norte de Rusia. Ahora, los enemigos llegaban del este e invadían el sur de Rusia, por lo que a nadie se le ocurrió establecer una relación entre los bárbaros referidos por los sarracenos y los jinetes que penetraban en las selvas de la Rusia nórdica. Además, los rusos eran herejes, y, probablemente, el cielo les había enviado semejante azote para castigarlos. Lo mismo que antes aquellos jinetes, a pesar del terror sembrado, desaparecieron como por encanto, tampoco ahora tardarían en eclipsarse cuando se hartasen de asesinar y robar, regresando a su desconocido país.
Durante la primavera de 1238 se decía ya que habían desaparecido en algún lugar de las ilimitadas estepas del este. Los suecos, los caballeros de las órdenes alemanas, los lituanos, se armaron de inmediato, no para acudir en socorro de los rusos, sino para hacerse con las pertenencias de las regiones rusas devastadas. ¿Aquellos desconocidos jinetes? ¡Bah! Nadie los creía peligrosos.
Nadie sabía que su objetivo era sembrar la muerte y destruir los países occidentales, ni nadie había comprendido la magnífica hazaña militar y estratégica de aquella campaña de invierno.
Durante el invierno de 1236, en una asamblea del ejército mongol, Subutai ordenó a sus guerreros someter a todos los pueblos del este del Volga, entre Kama y el mar Caspio; destruir sus ciudades y matar o capturar a los hombres. Luego, los prisioneros fueron adiestrados durante el verano en el arte mongol de guerrear, y, en diciembre de 1237, el ejército, aumentado casi hasta el doble, atravesó el helado Volga.
Como era natural, las ricas estepas del sur de Rusia debían de atraer a los nómadas. Además, allí se encontraba la puerta hacia Europa, pero la inteligente estrategia de Subutai decidió otra cosa. Si penetraba por el este en el cinturón de las estepas, los príncipes del sur de Rusia podrían retirarse hacia las regiones selváticas del norte, las cuales, debido a la carencia de rutas, constituirían un obstáculo casi insuperable para sus jinetes. Una vez allí, estos príncipes podrían esperar las levas de los rusos del norte para atacar luego, con todos sus ejércitos reunidos, a los mongoles por la espalda y los flancos cuando tratasen de avanzar hacia el oeste. Por consiguiente, Subutai condujo a los ejércitos mongoles hacia el noroeste, en la región boscosa; era menester destruir primero el poderío de los príncipes del norte de Rusia.
Los mensajeros que precedían al ejército exigían en sus comunicados a los príncipes que reconociesen la autoridad mongola, les abriesen las ciudades, les entregasen el diezmo de sus bienes y les diesen como esclavos, o para el servicio de las armas, la décima parte de los habitantes, pues era una antigua táctica mongola tomar por medio de las poblaciones del país las fortificaciones y vencer los obstáculos interpuestos en su camino, para así limitar el ataque.
Los rusos, que desde hacía siglos sostenían incesantes guerras con los nómadas de la estepa, sabían que éstos eran peligrosísimos en campo abierto, pero impotentes ante las fortalezas. Por consiguiente, la exigencia del enemigo no podía ser otra cosa que una treta o una arrogancia. Los mensajeros fueron despedidos o asesinados; los príncipes se encerraban en sus ciudades y llamaban a los ciudadanos a las armas…
Tras un asedio de seis días los mongoles tomaron Rjasan, dejando a un lado el principado de Vladimir, más fuerte; asaltaron la entonces todavía insignificante Moscú y luego atacaron Vladimir por dos flancos a la vez. En cuatro días se apoderaron de la capital. Al norte, rodearon y aniquilaron a los ejércitos del gran duque que acudían en socorro de la ciudad. En el transcurso del mes de febrero, una docena de ciudades fortificadas y poderosamente defendidas cayeron en sus manos. En marzo, los principados del norte de Rusia ya no existían. Batu se encontraba a doscientos kilómetros de la gran Novgorod, cuna de Rusia y su último baluarte, e invicto, sin un enemigo peligroso a quien temer, renunció, tras recorrer millares de kilómetros, al saqueo de la ciudad más rica del país, dando orden a su ejército de volver grupas y dirigirse hacia las estepas del sur. Subutai conocía, mejor que seis siglos más tarde Napoleón, el clima de Rusia y las condiciones de su terreno. A pesar del terrible frío, empezó la campaña en medio del invierno, estimuló e hizo cabalgar a sus jinetes a través de la nieve que cubría las inmensas llanuras y condujo, tanto a los hombres como a las bestias, sanos y salvos, hacia las estepas, antes de que el deshielo convirtiese las bajas llanuras en impracticables lodazales.