Para asistir a la coronación de Ugedei, también se presentó un embajador de Chin. Quería felicitarle y entregarle los regalos de su soberano. Ugedei rechazó tanto lo uno como lo otro:
—¿A mí qué me importan esos regalos? Tu soberano ha tardado demasiado tiempo en someterse. Mi padre envejeció y murió luchando contra Chin, ¡y eso nunca lo olvidaré!
El testamento de Gengis Kan, la conquista del mundo, obligó a sus tres hijos a acometer tres grandes tareas: la destrucción definitiva de Chin, acabar de conquistar Asia anterior y la subyugación de Europa.
Pero aunque Dschelal-ud-Din se había presentado de nuevo en Afganistán y Persia, apropiándose ya de una gran parte del reino de Mohamed; aunque los Kama-Bolgaren y los Saxin se habían declarado otra vez independientes, negándose a pagar tributo, el kuriltai decidió, como tarea principal y más importante, la guerra contra Chin.
Se enviaron dos generales a Choresm: Tscharmaghan y Baitschu, con 30 000 hombres, mandando hacia el Volga tres tumanes. Los demás ejércitos debían dirigirse contra Chin. Llegados a las provincias conquistadas, los generales declararon que de ninguna manera podían ser consideradas como base de abastecimiento, puesto que las despensas estaban vacías, los campesinos no tenían forrajes ni rebaños y las ciudades carecían de sedas y otros tejidos. Furioso a causa de estas dificultades inesperadas, alguien propuso exterminar aquel pueblo inútil y arrasar las ciudades, teniendo en cuenta que, al cabo de algunos años, el país podría convertirse en un excelente campo de pastoreo.
Se aceptó la proposición, y el kuriltai estaba a punto de dictaminar el exterminio de los chinos, cuando Yeliu-Tschutsai tomó la palabra.
Todo estaba en peligro: se trataba de conservar las ciudades, la cultura, docenas de millones de vidas chinas; se trataba de su proyecto de crear un reino en el que había sitio para vencidos y vencedores, para la cultura y los guerreros. No hablaba de moral ni de humanidad, sino que calculaba fríamente, con todo detalle, los tributos e impuestos que Chin podía generar, valorando el importe de los mismos y llegando, por último, a la conclusión de que los chinos producirían anualmente al tesoro del Estado 500 000 onzas de plata, 80 000 piezas de seda y 400 000 sacos de cereales, y exclamó:
—¡Cómo es posible decir que gentes capaces de producir tanto para el Estado son unos inútiles!
—Entonces, ¿por qué no nos los dan? —preguntó Ugedei, asombrado ante aquellas cifras—. ¿Por qué están vacíos los campos y los graneros?
—Porque a lomos de un caballo se puede conquistar un reino, pero es imposible gobernarlo desde la silla.
Y Yeliu-Tschutsai repitió las palabras que dijera Gengis Kan antes de emprender la expedición a Choresm:
—Cuando se desea fabricar arcos, se llama a artesanos que conozcan ese oficio… De los asuntos de gobierno deben encargarse hombres sabios.
—¿Y quién te lo impide? —preguntó Ugedei.
Yeliu-Tschutsai había triunfado. Ugedei emprendió la guerra contra Chin y dejó a su canciller el cuidado de gobernar, quien pudo dedicarse a organizar el país.
En primer lugar, separó la administración civil de la militar; luego envió sabios por todas las provincias, convocando exámenes públicos para encontrar funcionarios aptos. Incluso los prisioneros y los esclavos podían participar en la prueba. Concedió la libertad a 4000 sabios cautivos, los devolvió a sus familias y los nombró jueces y funcionarios administrativos de las provincias que les confiaba. Libró a las ciudades de la arbitrariedad de los gobernadores, instituyendo una jerarquía para todos los oficiales y funcionarios gubernativos, limitó sus poderes, decretó la pena de muerte por abuso de confianza y malversación de fondos.
Todo crimen o falta cometida debía ser juzgada por tribunales legales. Prohibió el rapto de personas, que venía practicándose desde la Antigüedad, puesto que el censo no se hacía según el número de personas, sino por las familias, debiendo indicar todas las personas, sin excepción, que las constituían. Creó un Tribunal Supremo, erigió escuelas en las que los niños mongoles aprendían, siguiendo los cánones chinos, geografía, historia, matemáticas y astronomía. Instituyó en todo el reino pesos y medidas fijos. Prohibió las requisas.
Por doquier aumentó la seguridad. Creó impuestos regulares y módicos, que los chinos debían entregar en dinero, tejidos y cereales, y los nómadas en ganado, poniendo fin a las tasas arbitrarias. El papel moneda, que introdujo en pequeña escala, se convirtió en el dinero más apreciado en el reino, teniendo curso en las ciudades persas, en las montañas centrales y entre los comerciantes de Chin. El pueblo empezó a respirar aires de libertad y los campesinos volvieron a cultivar la tierra; el comercio y la industria florecieron de nuevo.
Pero con estas medidas, Yeliu-Tschutsai usurpó a los gobernadores y comandantes mongoles su poder ilimitado y la posibilidad de explotar a los pueblos, lo cual le creó enemigos entre los mongoles. Se le acusó de traición y de favorecer a los chinos.
Cuando Ugedei volvió de la guerra, le enseñó las cámaras del tesoro, que estaban repletas, los graneros rebosantes de trigo, los rebaños incalculables. Había establecido entre Chin y Karakorum una relación constante de correos, con treinta y siete estaciones, que se convirtió en el arquetipo de la red de comunicaciones que atravesaba todo el gigantesco imperio que reunía las culturas de Oriente y Occidente, lo que despertó la admiración de Marco Polo… Diariamente transitaban por aquellos caminos, de todos los extremos del Imperio Chin, 500 carromatos de víveres, bebidas y objetos preciosos.
—¡Y pensar que tú puedes acumular tantos tesoros sin moverte del sitio! —exclamó Ugedei, sinceramente sorprendido, y quiso que Yeliu-Tschutsai castigase a los calumniadores.
Pero el sabio chino no deseaba vengarse.
—Por el momento, tenemos demasiados quehaceres —dijo—. El día en que no hayamos de realizar nada de mayor importancia, nos ocuparemos de ellos.
Ugedei se sintió satisfecho, porque, con su magnanimidad, excusaba las faltas.
Así, un día, durante una excursión con Tschagatai, que, como guardián superior de la Yassa, debía cuidar de que se siguieran sus preceptos, sorprendió a un musulmán que llevaba a cabo las abluciones prescritas por el Corán. Como la Yassa prohibía lavarse en el agua corriente, Tschagatai quiso acabar con la vida del hombre. Ugedei mandó detenerlo y que lo juzgaran al día siguiente; mas por la noche hizo le dijesen que declarase ante el tribunal que se le había caído al arroyo una moneda de oro, toda su fortuna, y que por eso se había arrojado al agua. El tribunal hizo verificar la declaración, y, efectivamente, en el lugar indicado se encontró la moneda de oro que Ugedei, antes de proseguir su marcha, había dejado caer disimuladamente en el agua. Y el gran kan pronunció la sentencia: se debía cumplir siempre lo prescrito por la Yassa; pero, puesto que aquel hombre era tan pobre que por tal nimiedad había arriesgado su vida, le regaló diez piezas de oro para que en lo sucesivo no tuviese que infringir las leyes.
Ugedei era magnánimo y liberal hasta el despilfarro; el oro y la plata le dejaban indiferente. Tenía afición a que le relatasen las vidas de antiguos soberanos y al enterarse de que amontonaban tesoros, dijo:
—Eso es poco inteligente, porque todas las riquezas del mundo no pueden protegerle a uno contra la muerte, y tampoco se pueden llevar a la otra vida. Debemos acumular nuestros tesoros en los corazones de nuestros súbditos.
Y no perdía ocasión de distribuir a manos llenas los bienes y regalos, hasta el punto de que su séquito le reprochaba el que obsequiase a todo el mundo sin ton ni son.
Entonces exclamaba furioso:
—¡Vosotros sois mis enemigos! ¡Queréis impedirme reunir el único tesoro duradero en esta vida, el buen recuerdo que guardarán de mí los hombres! ¡Qué me importa el dinero, que únicamente me da el trabajo de protegerlo contra los ladrones!
Su liberalidad era tal, que hacía sus adquisiciones en las caravanas que pasaban por Karakorum, pagando un décimo más del precio que los mercaderes pedían. Adquisiciones que repartía entre su séquito. A su tesorero le dijo:
—Esta gente emprende un largo viaje con la esperanza de realizar aquí algún beneficio: no debemos desengañarla. —Luego, sonriendo, añadió—: Además, también ellos nos hacen regalos.
Cuando Yeliu-Tschutsai quiso dictar una ley prohibiendo que los empleados aceptasen obsequios, se opuso, diciendo:
—No se deben exigir presentes, pero se pueden aceptar.
En vano el canciller demostró que, en tal caso, los pedirían sin exigirlos: él mantuvo su postura.
Cierto día, su magnanimidad puso en peligro la unidad del imperio: durante un kuriltai, después de conquistar Chin, los príncipes y princesas le presionaron para que les regalase las provincias conquistadas. Yeliu-Tschutsai intervino:
—¡Dales lo que quieras, pero no les obsequies con países!
—Entonces ¿qué puedo hacer, puesto que lo he prometido? —objetó Ugedei.
—En tal caso, ordena que no puedan exigir más que lo que, en concepto de contribuciones, reúnan tus empleados.
Los príncipes mongoles obtuvieron las rentas y títulos de posesión de las diferentes provincias, pero no el derecho de poder dictar disposiciones. Yeliu-Tschutsai había evitado la formación de una nobleza feudal.
Tales intervenciones le crearon numerosos enemigos, pero Ugedei permaneció fiel a su consejero. Es más, bebió una copa de vino a la salud de Yeliu-Tschutsai y pronunció un discurso diciendo que el reino debía su prosperidad a los sabios consejos de su canciller. Y dirigiéndose a los embajadores extranjeros, les preguntó, orgulloso, si en su país había algún hombre que pudiera comparársele en virtud y sabiduría…
Al mismo tiempo confesó públicamente que él sólo era un beodo; prometió enmendarse y seguir las indicaciones de Yeliu-Tschutsai, y que, a partir de aquel momento, no bebería más que la mitad de las copas que acostumbraba beber. Mantuvo su promesa, pero pronto las copas duplicaron su tamaño.
La organización del imperio había finalizado. Los príncipes mongoles reinaban tan sólo en sus uluss (al igual que los príncipes de los países vasallos) como gobernadores, gracias a la bondad del gran kan, y era tanta la consideración de éste y tan severa la Yassa, que cuando, en una francachela, Tschagatai propuso una carrera y la ganó, se presentó al día siguiente, acompañado de sus oficiales, ante la tienda de Ugedei, pidiendo una sanción, porque, debido a la apuesta y a su victoria, había faltado al respeto que le debía. Quería recibir su castigo, ya fuese éste una paliza o la muerte. Conmovido por tan exagerada sumisión de su hermano mayor, Ugedei sólo le hizo amables reproches. No obstante, Tschagatai no quiso aceptar el perdón sin haber cumplido con las formalidades prescritas para los criminales absueltos. Se prosternó ante la tienda imperial, ofreciendo al monarca su multa, consistente en nueve veces nueve caballos de carrera, y mandó anunciar, por mediación de los funcionarios del tribunal, para que todo el mundo lo supiera, que el gran kan le había perdonado la vida.