I

Gengis Kan había muerto, y el mundo asiático, al que, con sus guerras y conquistas, había desestabilizado, permaneció imperturbable. Acababa de perder su centro. En vida, Gengis Kan fue el reino, la ley, el gobierno, el mando supremo en todas las cuestiones trascendentales. Hizo desaparecer fronteras seculares y convirtió su campamento, allí donde se encontrara, en el centro de peregrinaje de los reyes y príncipes de los pueblos, que, hasta entonces, ni siquiera se conocían por su nombre… Y ahora, de repente, aquel hombre y su campamento dejaban de existir.

Con su última orden, Gengis Kan evitaba la revolución contra los mongoles. La orden era no divulgar la noticia de su muerte hasta que todas las guarniciones hubiesen llegado a su destino y todos los príncipes, oerlok y jefes de milenarios, se encontrasen en sus uluss y ordus. Sin embargo, las formidables fuerzas que había despertado y disciplinado, y que aún no estaban desarrolladas, quedaban libres a causa de su muerte.

Durante cuarenta años se dedicó a reunir a los pueblos nómadas. En una expedición victoriosa, única en la historia del mundo, los condujo a través de las llanuras de Asia, destruyendo los reinos más poderosos y elevando al pueblo mongol por encima del mundo entero. La generación que ahora llegaba al poder, hombres de cuarenta a cincuenta años, no conocían desde su más tierna juventud más que victorias, botines y conquistas. La tercera generación, jóvenes de veinte a treinta años, ardían en deseos de mostrarse dignos hijos de sus padres; y una cuarta empezaba ya…

Durante cuarenta años, aquel pueblo había llevado a cabo, sin interrupción, guerras sangrientas, pero no se había debilitado, no se había desangrado; aun al contrario, se mostraba más fuerte, más numeroso que nunca, porque cada guerra, cada conquista, les había proporcionado mujeres y niños. Cada muerto caído en el campo de batalla dejaba una docena de descendientes. Dschutschi y Kassar, hijos de Gengis Kan, dejaban cada uno cuarenta hijos, y uno de sus primos tenía cien. En la época del reinado de Kubilai, su nieto, el número de sus descendientes era de ochocientos, y treinta años después de morir Gengis Kan, su descendencia alcanzaba la cifra de 10 000. Y como siempre eran los mongoles más importantes e inteligentes quienes obtenían el mayor número de mujeres y las más hermosas, también la raza se ennoblecía. Los cronistas armenios del siglo XIII testimonian este cambio: Kirakos dice, refiriéndose a la primera invasión: «Su aspecto era infernal, insoportable, horroroso», y Magakij corrobora: «No tenía nada de humano». Unos diez años más tarde, el obispo Orbelian escribe: «Tienen un aspecto muy agradable».

Este pueblo decía: «Cuando el gran kan subió al trono, el pueblo no tenía alimento para el estómago ni vestidos para el cuerpo, y ahora, gracias a sus esfuerzos y hazañas, ese pueblo pobre se ha convertido en rico, y si antes era poco numeroso, ahora es poderoso e incontable». Pero habían perdido a quien los conducía y los mantenía unidos. Para que aquellas fuerzas, súbitamente libres, no se volviesen unas contra otras, era necesario darles de nuevo una fuerza impulsiva, una trayectoria; y el gran kan, que era consciente de ello y temía la discordia, dio a sus hijos, como testamento, la conquista del mundo.

No tan sólo les dejaba un pueblo robusto y disciplinado, generales y estrategas de talento, educados en su escuela, sino también uno de los mejores hombres de Estado, el más importante de todos los tiempos, capaz de organizar aquel gigantesco reino: el chitano Yeliu-Tschutsai. Él también era de raza mongol, de la familia de los Liao, que habían reinado durante dos siglos en el norte de China y servido después, durante cien años, a su vencedor Chin como altos funcionarios. Por lo cual, Yeliu-Tschutsai era capaz de comprender instintivamente a los mongoles sin dejar de sentirse chino.

La formación del imperio de Gengis Kan consistía en la dominación de los nómadas victoriosos sobre los pueblos cultos, que Dios había querido poner en sus manos para que sacasen beneficio del trabajo de los vencidos, a los que por eso dejaban con vida. El hombre que, cual la larga serie de sus antepasados, había crecido entre las tradiciones milenarias chinas, no podía ignorar que tal estado de cosas era insostenible y que debía concluir, ya fuese por la destrucción de todo lo que tuviese valor, o bien por la ruptura del yugo de los nómadas. Sabio en la ciencia del Estado y en matemáticas, adepto de Confucio, aficionado a las bellas artes (en todas las expediciones guerreras sólo cogía como botín libros antiguos, instrumentos de música y medicinas raras), debía aspirar a la preservación de la cultura y, sin embargo, no podía desear el aniquilamiento de los mongoles. Los doce años que había vivido entre ellos, primero como augur y astrólogo, después como consejero y, por último, como amigo íntimo de Gengis Kan, habían dejado huellas en él. La fuerte personalidad de Gengis Kan, sus conquistas gigantescas, su formidable manera de construir un reino mundial, le habían entusiasmado.

A menudo, China había sido conquistada por tribus guerreras extranjeras. Pero siempre aquellos bárbaros, al cabo de algunas generaciones, habían adquirido la cultura y costumbres chinas, convirtiéndose en chinos. Ahora, los mongoles se habían adueñado del poder, poseían excelentes cualidades para dominar, sus fuerzas elementales eran capaces de crear un imperio mayor que todos los hasta entonces habidos en la tierra y, sin embargo, ese imperio sólo sería un «reino del centro». Puesto por el destino a la cabeza de tal Estado, la tarea de Yeliu-Tschutsai era dar al reino mongol la cultura y la organización de la antigua China, y crear un Estado bien ordenado, en el que vencidos y vencedores pudiesen convivir.

Durante los últimos años de la vida de Gengis Kan, todas las decisiones ajenas a las cuestiones militares procedían de Yeliu-Tschutsai, y Tuli, cuya obligación como regente no era otra que cuidar del reino hasta que el kuriltai eligiese un nuevo gran kan, siguió dejando las manos libres al viejo canciller.