Europa espera al rey David

Corría el año 1221.

Hacía cuatro años (desde que el papa Honorio III hizo en 1217 un llamamiento a la cristiandad para organizar una nueva cruzada) que una riada de hombres salía de Europa hacia Oriente. Esta vez provenían, principalmente, de la Baja Alemania, de Dinamarca, de Noruega… Se embarcaban en su patria y, costeando el litoral oeste, llegaban a Portugal, donde se quedaban algún tiempo para ayudar a los cristianos en su lucha contra los infieles; luego, volvían a embarcar y, al cabo de un año de navegación, llegaban a Siria, donde se reunían los numerosos cruzados que acudían de todos los países. Allí se formaba un ejército, un conglomerado de creyentes, ambiciosos y aventureros de todas las nacionalidades, que sólo tenían en común una cruz bordada en sus vestiduras y la esperanza de llevar a cabo victoriosas batallas. Sin embargo, se trataba de un ejército poco organizado, y los musulmanes, sabedores de sus ventajas, permanecían atrincherados en sus plazas fuertes inexpugnables… a la espera.

La espera no fue larga, pues no tardó en producirse la desmembración del ejército de los cruzados. El rey de Hungría fue el primero en regresar a Europa; le siguió el duque Leopoldo de Austria, y los que quedaron se dirigieron de Siria a Egipto, porque allí se podía esperar un botín mayor. Todos convergieron en la rica ciudad marítima de Damieta, en el Nilo, de la que se apoderaron tras de un asedio que duró año y medio, después de perecer 60 000 de sus 70 000 habitantes, de hambre, de miseria y de enfermedades.

Pero la alegría que esta victoria y el rico botín conquistado motivara en Europa se extinguió enseguida. Los sobrinos de Saladino, sultanes de Egipto y Damasco, se confederaron contra el ejército cristiano y lo rodearon. Los sitiadores se convirtieron en sitiados, a los que tan sólo otra cruzada, con nuevos ejércitos, podría resarcirles de su desesperada situación.

Todas las miradas se dirigieron al Hohenstaufen Federico II, consagrado emperador por el papa Honorio III a cambio de la promesa de cruzarse. Presionado por la opinión pública, Federico II envío al duque de Baviera a Egipto, al frente de numerosas galeras, pero no se prestó a seguirle con un fuerte ejército. Europa, preocupada, esperó, en fechas cercanas a la Pascua, que se produjera una nueva noche fatal en Oriente…

Durante esta angustiosa espera llegaron de repente cuatro cartas alentadoras del predicador de las cruzadas, Jacobo de Vitry, obispo de Ptolemais. Estas iban dirigidas al Papa, al duque Leopoldo de Austria, al rey Enrique III de Inglaterra y a la Universidad de París. Y en todas, comunicaba una increíble noticia.

La cristiandad había encontrado un nuevo y poderoso aliado en cierto rey David de la India, quien, con un incalculable ejército, emprendía la marcha contra los infieles.

Jacobo de Vitry describía, con todo lujo de detalles, la visita del califa de Bagdad al patriarca nestoriano de ésta para rogarle que enviase una carta al rey cristiano David y le suplicara su ayuda contra el sha de Choresm, quien, aunque mahometano, quería avasallar al califa con el uso de las armas.

El rey David acudió a la llamada del califa, derrotó al sha de Choresm y se apoderó del poderoso reino de Persia. En aquellos momentos se encontraba a cinco jornadas de Bagdad y Mosul. Había enviado al califa un embajador para solicitar de éste la cesión de las cinco sextas partes de su país, así como la ciudad de Bagdad, que deseaba convertir en sede del patriarca católico. Además, debería entregar el dinero necesario para reconstruir por completo, con oro y plata, los muros de Jerusalén, arrasados hacía pocos años.

Esta disposición de la Divina Providencia causó un júbilo extraordinario en Europa. Bien es verdad que los europeos ignoraban dónde se encontraba aquel fabuloso país llamado la India, gobernado por el rey cristiano David, ni quién era el sha de Choresm, a quien este rey había derrotado. Sin embargo, ni los más doctos dudaron de la veracidad de esa noticia.

Jacobo de Vitry lo describía con una exactitud maravillosa; por lo tanto, nadie se mostró en desacuerdo con él, y tampoco nadie dudaba en repetir esta frase del predicador referente al rey David: «Un rey de reyes que destruye el reino de los sarracenos y protege a la Santa Iglesia». De nuevo vino a la memoria de los europeos la antigua leyenda de que en el lejano Oriente existía un poderoso reino llamado la India, cuyo emperador era el preste Juan… «y que su poder excedía al de todos los reyes de la tierra…».

Tres cuartos de siglo atrás, durante la segunda cruzada, se extendió el rumor de que el preste Juan había atacado y derrotado, en el lejano Oriente, al reino de los sarracenos para acudir en ayuda de los cruzados, rumor que había excitado a los occidentales. No obstante, y con posterioridad, el silencio se hizo sobre este monarca y sólo los cristianos nestorianos, diseminados en innumerables comunidades por toda Asia, se aferraban testarudamente a la idea de que en Oriente existía un poderoso reino cristiano. Se decía que el sultán no permitía la entrada a ningún cristiano del oeste, del mismo modo que el preste Juan no admitía a los mahometanos en su reino.

Vitry afirmaba, clara y terminantemente, que David era nieto del preste Juan, el hijo del rey de Israel, y que sus vanguardias se encontraban en las fronteras de Mesopotamia, aunque, desde allí, se habían dirigido hacia el norte para guardarse las espaldas antes de «marchar sobre Jerusalén». En el norte había batido a los georgianos, que, aunque cristianos, no eran verdaderos creyentes.

Europa, pletórica, tanto en la cristiandad como en las comunidades judías, ordenaba acciones de gracia y reunía dinero para entregarlo al rey David. En dos cartas, Jacobo de Vitry había dicho que el rey David era el rex Judeorum. Por consiguiente, el monarca que se aproximaba era el rey de los judíos y se dirigía hacia Occidente para liberar a su pueblo del destierro, idea que perduró hasta que se demostró que se trataba de un lapsus del escribiente de Damieta, quien, en lugar de rex Indorum, escribió rex Judeorum.

Hacía tiempo que la tradición verbal había convertido al rey David en «hijo de David», y al hijo del rey de Israel, en «rey de Israel». Por lo tanto, aquel pueblo que se acercaba, con un ejército extraordinario, estaba compuesto por las dispersas tribus de Israel que, al pie del monte Sinaí, habían adorado al becerro de oro.

El tiempo pasaba y Europa, expectante, seguía sin recibir noticias de Oriente acerca del rey David. Por este motivo, en otoño, Damieta hubo de ser cedida de nuevo a los mahometanos y los cruzados agradecieron a su buena estrella que se les garantizara la retirada.

Esta circunstancia se consideró una prueba más de la presencia del rey David. Sin embargo, la desacostumbrada moderación de los sarracenos obedecía a la prohibición de su sultán de dar muestras de cualquier exceso, y les puso ante los ojos el ejemplo del sha de Persia, siempre victorioso, pero que no obstante fue derrotado por el rey extranjero. Y, aunque en alguna parte, entre Mesopotamia y el mar Caspio, había ejércitos extranjeros de incalculable fuerza no acudieron en ayuda de los cruzados.

Aun al contrario. Desde los reinos cristianos de Armenia, Georgia y el Cáucaso llegaron a Europa noticias de que sus ejércitos habían sido derrotados; sus ciudades, saqueadas, y sus castillos, arrasados. Poco después se supo que los guerreros extranjeros habían atravesado el Cáucaso e invadido las llanuras colindantes con el norte del mar Negro, donde moraban los terribles cómanos quienes, en sus incursiones de pillaje, exigían tributo, en el norte, a los principados rusos, y en el oeste, al reino de Hungría. Estos temidos cómanos atravesaron el Don atemorizados ante la presencia del invasor. Imploraron ayuda y se sometieron al emperador de Bizancio en Macedonia y Tracia.

Desde el fuerte genovés de Sudak, en Crimea, unas galeras notificaron que la fortaleza había sido tomada por asalto e incendiada. Y dos años después de las alentadoras cartas de Jacobo de Vitry, llegaron a Europa occidental, procedentes de las estepas rusas, rumores de que los príncipes rusos habían sido derrotados y aniquilados junto a sus ejércitos, mientras los extranjeros atravesaban el país, devastando, robando y asesinado a mansalva. Se contaban historias horrendas: tenían cortas las piernas; el cuerpo, gigantesco; el pecho, extraordinariamente ancho; el rostro, moreno… Bebían sangre… Y, no obstante, en sus estandartes portaban la cruz.

Sobre su origen y propósitos se extendieron nuevas suposiciones: descendían de los pueblos de los tres Reyes Magos y se dirigían a Colonia para rescatar las reliquias de esos reyes. Incluso llegó a decirse que volvían a Oriente con la misma rapidez con que vinieron, desapareciendo sin dejar rastro.

Europa respiró, aliviada. Nadie estaba al corriente de la ley primitiva que imperaba en el continente asiático, a la que tan sólo la técnica guerrera de la Edad Media y la civilización europea pusieron fin: la ley de la lucha eterna entre los nómadas y los pueblos sedentarios de los estados culturales. Nadie sabía que, en aquel momento, los pueblos nómadas habían emprendido su último y más formidable ataque contra el mundo culto. Solamente dos décadas más tarde se supo la verdadera identidad del hombre a quien Jacobo de Vitry había tomado por el rey David. Pero, entonces, esos mismos jinetes salvajes se lanzaron sobre Europa. Convirtieron su parte oriental en un montón de escombros, causaron pavor en el oeste y amenazaron con la ruina a los occidentales, haciéndoles pasar el peor trance de toda su existencia. Fue entonces cuando se supo lo sucedido en el lejano Oriente: una nueva nación había surgido y un hombre había cambiado la faz de la tierra.