Cerca del río Amur, los reinos de Occidente y de Oriente, Rusia y China, principales herederos del Imperio mongol, se pusieron en contacto, y toda su frontera, de varios miles de kilómetros de longitud, atravesaba el país de los nómadas, los desheredados hijos de Gengis Kan. Estos últimos ocupaban una región esteparia, casi tan extensa como Estados Unidos. Expulsados de todos los países civilizados, volvían a la vida primitiva, sencilla y ruda de los habitantes de las tiendas. Pero en sus sombrías y sucias tiendas de fieltro, durante su trashumación, a través del país inculto y pobre, desde los pastos de verano a los de invierno, aquellos rudos jinetes de ojos oblicuos jamás olvidaron su pasada grandeza.
Nunca perdieron su orgullo de dominadores ni dejaron de soñar con un nuevo Gengis Kan y una nueva restauración de su poder; nunca se borró de su mente la idea de la necesidad de una nueva unión de todas las tribus bajo el mando de un nuevo jefe. Sólo querían obedecer a un hombre que hubiese demostrado su capacidad de mando, su valor en el combate y su talento de estratega. Por consiguiente, cada jefe animado de grandes proyectos debía rendir las pruebas exigidas, venciendo a los demás príncipes y reduciendo a la obediencia a las tribus vecinas. Y, dueño de tan importante dominio, de aquel formidable cinturón de estepas cuyas partes tenían distintos nombres (Turkestán occidental, Turkestán oriental, país de los Siete Ríos, Dsungaria, Mongolia oriental y Mongolia occidental), podría hacer valer, con las armas en la mano, sus pretensiones sobre otros países. De este modo, toda unión mongol, todo nuevo levantamiento de la estepa contra sus vecinos, iba precedido de una larga guerra fratricida que la debilitaba antes del choque con el exterior, debilitamiento al que también contribuía la política china.
El temor de Gengis Kan, el motivo que le impulsó a emprender la destrucción de China y que ni aun en su lecho de muerte le dejaba descansar, se hacía realidad: los chinos instaban a los mongoles a luchar contra sus iguales. Apoyaban a las tribus débiles contra las fuertes, concedían a los príncipes vasallos elevados títulos, llegaban a pagarles salarios y, aun en el campo enemigo, se proporcionaban aliados que luchaban para ellos y contribuían a mantener la discordia entre los habitantes de las estepas.
La región esteparia en que vivían era, desde un principio, elástica. Cuando en algún sitio de la frontera había un enfrentamiento, la presión se propagaba en todas direcciones y producía una situación idéntica en cualquier otra región. Cuando China expulsó a los mongoles hacia Mongolia, las tribus mongoles, empujadas hacia Occidente, se enfrentaron con otros mongoles, los oiratos, que habitaban esas tierras. Estos mongoles occidentales, que desde la época de Kaidu conservaban su independencia, no quisieron reconocer la supremacía de sus achinados hermanos, y por ello comenzó en Mongolia una guerra civil que duró tres siglos, de la que China fue la única beneficiaría.
Primero se alió con los oiratos, y los mongoles orientales civilizados y achinados, atacados por ambas partes a la vez, fueron destruidos. Luego, cuando quedaron tan debilitados que la dominación de los oiratos se convirtió en una amenaza, los chinos pasaron a ser sus protectores y, unidos, combatieron contra los mongoles de Oriente.
Sin embargo, aun después de un siglo de lucha, las fuerzas nómadas eran todavía un peligro cuando el inteligente guerrero Essen-Buka consiguió unir a las tribus y marchó contra China, atrayendo hacia sí, a través de las provincias del norte, al ejército imperial y derrotándolo entre Kalgan y Pekín. Una vez más China tuvo que ser testigo del resurgir de la época de Gengis Kan. Essen-Buka no era de la talla del gran conquistador. Orgulloso de su gran victoria sobre el terrible enemigo, no supo explotarla. En lugar de marchar sobre Pekín, se desvió hacia el norte, en busca de mejores lugares de pastoreo. Sólo cuando China, repuesta de su terrible descalabro y después de elegir un nuevo emperador, se negó a pagar el tributo convenido, se presentó, ebrio de ira, ante los muros de Pekín. Pero el momento oportuno había pasado. Después de algunas escaramuzas, Essen-Buka se retiró de nuevo, conformándose con una paz poco ventajosa. Diez años más tarde murió y, tras su muerte, empezó la decadencia. Las tribus mongoles se dispersaron en busca de agua y pastos, sus ejércitos dejaron de formar una unidad compacta, según refiere la crónica china, y de nuevo dos siglos las estepas fueron testigos de guerras intestinas.
Unas veces en el oeste, otras en el este, ora entre los Dsungaria, o bien en Turkestán oriental, surge algún jefe valeroso entre los oiratos que reúne a las tribus. Casi siempre muere antes de poder terminar su obra, y su muerte es de nuevo la causa del fin de su imperio. Las tribus reunidas, privadas de su jefe, decaen, aceptan otros pactos y forman, a su vez, reinos efímeros. Los habitantes de las estepas constituyen una masa en continuo movimiento, como las olas del océano. Se levantan con furia, y pasan las fronteras; se retiran, y se agotan en su continuo ir y venir. Entretanto, el nivel de vida decrece. La incesante guerra diezma la población, destruye los ganados, devasta sus bienes. Las expediciones que emprenden hacia el exterior no son más que incursiones propias de bandidos. Para poner fin a ellas, Wan-tschun-hu, un político chino, buen conocedor de los mongoles, escribe en 1570, en su informe al gobierno: «El budismo prohíbe verter sangre, prescribe la confesión, ordena una vida virtuosa; por consiguiente, hay que favorecer por todos los medios esta creencia entre los nómadas».
La dinastía Ming empieza a debilitarse. Desde hacía tiempo, los emperadores mantenían relaciones con los mongoles y, en lugar de luchar contra ellos, les pagaban tributos. Para defenderse, prefirieron reparar la Gran Muralla y no atacarlos en Mongolia. Por eso, el peligroso Dayan Kan consiguió, en sus campañas de rapiña, penetrar en el reino chino e incendiar los arrabales de Pekín. Sin embargo, adoptó el lamaísmo y, en un kuriltai, lo declaró religión del Estado. Por este motivo les llegaban los libros sagrados del Tíbet y sobre las ruinas de Karakorum se alzó el monasterio lamaísta de Erdeni-tsu. A expensas de los príncipes y del pueblo se construyeron templos y conventos, y los profesores tibetanos dispusieron de medios para atraerse nuevos adeptos: regalaban una vaca o un caballo a todos los que aprendían sus oraciones.
Puede considerarse una estratagema original emplear la religión como arma pacificadora esgrimida contra vecinos demasiado poderosos, cautivar el espíritu guerrero de un pueblo mediante un culto contrario a la guerra, con magníficas cabalgatas, espléndidas comitivas y funciones en que figuraban encarnaciones de santos, demonios y diablos; así como poner fin al incesante aumento del pueblo haciendo ingresar a gran parte de los habitantes en conventos. Todo esto dio tan buenos resultados que, «durante los cincuenta últimos años de la dominación Ming, ya no fue necesario encender los fuegos de vivaque en la frontera china».
A principios del siglo XVII, un nuevo movimiento con el lema de «unificación» recorrió las estepas. Tal vez este movimiento naciera como consecuencia de la unidad religiosa, pero fue propagado por los soberanos nómadas más poderosos, quienes, casi a un mismo tiempo, extendieron su dominio sobre los tres confines del cinturón estepario. Por desgracia, cada uno de ellos interpretaba a su modo el concepto de unificación y quería subyugar a los otros. Por consiguiente, las tribus mongoles vieron su independencia amenazada por tres puntos a la vez. El más peligroso de todos parecía ser Likdan Kan, de los mongoles Tschahar, quien había erigido su reino en el sudeste de Mongolia. Impulsados por el miedo, los príncipes mongoles del este, al verse amenazados, pactaron alianzas con sus vecinos del otro lado de las montañas Chingan, emparentados con los manchúes. Las tribus manchúes (recién unificadas bajo un valeroso guerrero y soberano inteligente) se acercaron a Mongolia desde la península de Liao-tung, en el nordeste de China. Los mongoles las consideraron un peligro; pero, momentáneamente unidos, las derrotaron y continuaron la guerra contra China empezada por estas tribus. Vencieron a los ejércitos chinos, desapareció la dinastía Ming y ocuparon el trono imperial chino para fundar la nueva dinastía manchú.
Durante esta guerra en Oriente, también se formó en Asia central un gigantesco reino nómada. Batur-Huntaidschi, el kan de Dsungaria, había conseguido reunir a todas las tribus mongoles occidentales y, en un kuriltai, les hizo aceptar un código y jurar por todos los kanes: «¡No sembraremos más la discordia entre las tribus mongoles; no queremos tratar como esclavas a gentes de nuestra misma raza, no se las daremos más en propiedad a hombres extraños a nosotros, y no verteremos más su sangre!». De inmediato, como si todas las fuerzas adormecidas se reincorporasen a esta unión, empezó la expansión de aquel reino. Las tribus unidas penetraron, desde el país de los Siete Ríos, en Turkestán, en el Tíbet, en el Pamir, hacia el norte, más allá del Irtysch y del Tobol; pasaron el Ural en las proximidades de Astrakán y se establecieron en las orillas del Volga. Bajo Galdan, hijo de Batur, este poder se extendió durante la segunda mitad del siglo XVII, formando el reino nómada unido de Siberia, cuyos límites llegaban al Himalaya y, por el oeste de Mongolia, a las costas del mar Caspio. El antiguo uluss turco-mongol de Tschagatai había resucitado y se extendía por doquier, mucho más allá de sus antiguos límites, como si quisiera colocar de nuevo toda la estepa bajo la dominación de sus tradicionales jinetes. Finalmente, Galdan se dirigió con sus ejércitos hacia Oriente para someter al antiguo país central: Mongolia.
La marcha de Galdan llenó de terror a todas las tribus de Mongolia, que abandonaron sus pastos y huyeron hacia Oriente. Pero, cerca del Kerulo, Galdan las alcanzó y las derrotó después de una batalla que duró tres días. Esta victoria decidió el destino de Mongolia; ya no podía mantener sus propias fuerzas, su independencia y su libertad. Hostigada en el norte y el sur por los rusos y los chinos, presionada y perseguida en el oeste por Galdan, ahora se trataba de saber a quién de los tres se sometería.
Entre ella y las tribus turco-mongoles de Galdan existía una enemistad tres veces secular, y no cabía suponer que ellos, los mongoles de pura raza, se sometieran a hombres que consideraban inferiores. Por consiguiente, no les quedaba más que elegir entre el zar blanco de Occidente y el emperador de Oriente. Además, los manchúes, emparentados con ellos, ocupaban entonces el trono de China y debían, en parte, su soberanía a los príncipes mongoles. En consecuencia, los kanes mongoles siguieron el ejemplo de aquellos príncipes, que eran semivasallos, semialiados del emperador, y, en el otoño siguiente, en un kuriltai, tomaron la unánime decisión de prestar juramento de fidelidad a los manchúes. El emperador de China se comprometió a proteger Mongolia.
A unos 350 kilómetros de Pekín, las tropas de Galdan se enfrentaron al ejército manchú-mongol-chino. Los guerreros de Galdan utilizaban sus antiguas armas, arcos y flechas, mientras que el ejército imperial estaba provisto de fusiles e incluso de artillería. La superioridad en armamento y en hombres concedió el triunfo al emperador manchó.
No satisfecha con haber salvado Manchuria, la joven dinastía, en la cumbre de su poderío, persiguió al enemigo y penetró en el oeste, cruzó la cordillera del Altai y adelantó 500 kilómetros hacia Asia central las fronteras chinas. A partir de este momento, la historia de la estepa asiática se convierte en la historia de la política mongol de la dinastía manchó y de la conquista china de Asia central.