El poder de La Horda de Oro se mantuvo más tiempo que el de los otros dos reinos mongoles. Abatida por Timur, todavía tenía fuerzas suficientes para repeler los ataques de los ejércitos polaco-lituanos contra Rusia. Aun durante su decadencia fue capaz de someter a los príncipes y duques vasallos. Durante más de dos siglos gravitó la dominación de La Horda de Oro sobre el uluss ruso, y, en ese lapso, toda la vida rusa, excepto la religión, llevó el sello tártaro. Los doscientos años de dominación mongol dejaron una marca indeleble en Rusia y determinaron su destino hasta los tiempos de Pedro el Grande.
Cuando la invasión mongol, Rusia formaba un inmenso territorio gobernado por 64 soberanías, en el que centenares de príncipes guerreaban entre sí. Pero al formar parte integrante del Imperio mongol, los desesperados príncipes separatistas no tuvieron más remedio que someterse y obedecer. Con razón los cronistas rusos denominan a los mongoles «azote de Dios que vuelve al pecador al sendero de la virtud».
La conquista mongol separó a Rusia de Occidente, emplazándola dentro del sistema de rutas y finanzas de su imperio mundial. En Sarai se decidió el destino de Rusia. De ésta adquirieron muchos de sus usos y costumbres, así como su modo de vivir y pensar. Los príncipes moscovitas que supieron adaptarse mejor aceptaron también su idea imperialista y su habilidad para organizarse militarmente.
La transformación operada en el uluss ruso (el desarrollo de Moscú como centro de los territorios rusos) nada tenía de extraordinario a los ojos de los mongoles; nada que, en el fondo, les pareciese sospechoso.
Parecía natural el acrecentamiento del poder del «gobernador moscovita del kan». Bastaba con vigilarlo, humillarlo de vez en cuando y destruir ocasionalmente el uluss, como en otros tiempos se hizo con Nogai, el gobernador del sur de Rusia. Por eso, las campañas que los kanes emprendieron en diversas ocasiones contra los príncipes rusos no se consideraban guerras, sino meras expediciones de castigo.
Cuando La Horda de Oro empezó a dividirse en pequeños kanatos, fue precisamente el modo «tártaro» de vivir, la manera idéntica de vestirse, los modales, el concepto del Estado y de la política, lo que facilitaba a los enemigos del kan entonces triunfante, o sea los príncipes derrotados y los nobles perseguidos, buscar refugio en el gran duque de Moscú, como antes lo buscaban en Nogai. Aquél pertenecía a otra religión, pues recientemente los mongoles habían abrazado el islamismo, y muchos de esos príncipes se dejaban bautizar para adorar al nuevo dios.
También el gran duque se mostraba tolerante al admitir que los mongoles formaran parte de su servicio, sin hacer distinción entre cristianos y musulmanes. Les dio la administración y el usufructo de las ciudades y comarcas rusas y a cambio él tuvo funcionarios y ejércitos mongoles. Hasta mediados del siglo XV los rusos observaron con desconfianza el aumento del influjo mongol en el gobierno de las regiones, y los moscovitas hicieron a su gran duque severos reproches: «¿Para qué has traído a esos tártaros al territorio ruso? ¿Para darles ciudades y regiones donde vivir? ¿Por qué te entregas tanto a los tártaros y a su idioma, y oprimes despiadadamente a los campesinos, y repartes el oro, la plata y los bienes a los tártaros?». Pero estas colonizaciones y estos nombramientos de funcionarios mongoles en las regiones limítrofes eran la defensa más eficaz contra los fraccionarios ordus mongoles como Kazán y Astrakán, al reducir los ordus enemigos a la impotencia y diluir la distinción entre los dominios del gran ducado moscovita y la dominación mongola. Representaba el primer paso hacia la contraofensiva de Moscú, pues Moscovia era grande y poderosa, no se había separado de La Horda de Oro, ni sacudido el yugo tártaro, sino que había preferido apoderarse de la herencia y de las pretensiones de esta raza.
Iván III, el gran duque de Moscú, se sentía identificado con el papel que hasta entonces habían desempeñado los grandes kanes de La Horda de Oro. Ayudó a sus vasallos los príncipes mongoles en sus pretensiones al trono del kanato de Kazán; y así como antaño los kanes mongoles pusieron sus ejércitos a la disposición del gran duque, ahora éste los ponía a la disposición de los mongoles, enviándoles sus guerreros para que luchasen contra las ciudades rebeldes o contra los boyardos sublevados. Con su ayuda se apoderó de Novgorod y Pskow, y derrotó a los lituanos y a los caballeros alemanes. Y, como verdadero heredero de La Horda de Oro, reanudó las relaciones con Oriente aun antes de que el reino moscovita las tuviese, dignas de mención, con Occidente.
En 1464 se hallaban en Herat embajadores rusos; un comerciante ruso, de Twer, Afanissi Nikitin, viajó con ellos, llegando hasta la India y describiendo más tarde su viaje en una obra titulada Allende los tres mares. Como antes a Sarai, llegó a Moscú una embajada de Shirvan-Sha, desde las regiones transcaspianas… Todo ello en una época en que las relaciones entre Europa y esos países eran inexistentes.
Y sólo entonces, tras reanudar estas relaciones y ampliar sus fronteras hasta países como Suecia, Dinamarca, la Unión polaco-lituana y Turquía, penetró el gran ducado de Moscú en el círculo histórico de la política europea, cuando dejó de ser gran ducado.
Bizancio acababa de ser destruida por los turcos, Europa buscaba ayuda para combatir el peligro otomano, y en la corte papal surgió la idea de establecer el equilibrio a través de Rusia, con el enlace del gran duque Iván III con la sobrina del último emperador bizantino, Sofía Paleólogo. Esta unión, efectuada en 1472, señala la segunda fecha importante en la historia de Rusia. Moscú, hasta entonces heredera de La Horda de Oro, se convirtió también en candidata a la herencia del Imperio romano oriental. En 1914, los ministros rusos lograron vencer la oposición de Nicolás II a decretar la orden de movilización mediante la promesa de realizar esta pretensión, cinco veces secular, de incorporar Constantinopla al Imperio ruso.
Con la heredera de Bizancio llegó a Moscú la corte griega. El ceremonial bizantino sustituyó a la sencillez imperante. Se introdujo una pomposa terminología en los actos oficiales y arquitectos italianos recibieron el encargo de edificar un nuevo Kremlin para sustituir al existente, que era de madera. Poco a poco, la idea mongol de Gengis Kan sobre el Estado se fue transformando según el concepto bizantino-cristiano.
El gran duque se convirtió en zar (título derivado de la palabra «César», pero que hasta entonces había sido conferido en Rusia a los kanes mongoles). El zar se convirtió en autócrata (según el título imperial bizantino, «autocrátor»). Moscú adoptaba la doble águila bizantina en el blasón ruso y, sobre ella, tres coronas flotantes: la de Moscú y la de «los dos kanatos mongoles», Kazán y Astrakán, como se explicaba todavía en el siglo XVII al embajador ducal de Holstein, Adán Olearius.
Sólo al tener en cuenta esta doble herencia puede comprenderse la idiosincrasia de Rusia, su idea del Estado y la situación de sus zares, a propósito de la cual el ministro de Justicia, Stscheglowitow, dijo, en el siglo XX, a Mauricio Paleólogo, embajador francés: «A los ojos del pueblo aparece el zar con la significación de Cristo en la Tierra».
El último zar, Nicolás II, decía: «Dios nos ha dado la soberanía suprema, y tan sólo ante su Trono daremos cuenta del destino de Rusia».
De la herencia bizantina nace la idea de que «el zar ruso es el único monarca verdaderamente creyente en el mundo entero y de que Moscú es la tercera y última Roma». La idea que los kanes mongoles se habían formado del mundo la oímos de labios de Iván el Terrible al apostrofar al rey polaco: «Tú eres un soberano instituido, no un monarca por nacimiento. Eres soberano porque tus Pani lo han querido así concediéndote, como un favor, la soberanía». Al emitir su opinión referente al rey de Suecia, dice que «sus consejeros son sus iguales, y que sólo está a la cabeza de ellos como un jefe de despacho»; y cuando habla de Isabel de Inglaterra le reprocha que «no es ella quien gobierna, sino que deja evacuar los asuntos de Estado a sus campesinos». En cuanto a sí mismo, decía que «era zar por la voluntad de Dios, no por el deseo de la inquietísima humanidad», y que, como zar, sólo reconocía por sus iguales a los soberanos de Oriente, tales como el sultán turco o el kan de Crimea.
Obró según el espíritu de los kanes al destruir el poder de los boyardos, al matar a cuantos podían ser un peligro para sus ideas de imperio, al exterminar familias enteras y destruir ciudades, al hacer levas anuales en su casta guerrera (la pequeña nobleza), teniendo prescrito cada cual la tropa, los caballos y el armamento que había de procurarse. Hacía sus guerras contra Occidente sólo a través de líneas de terreno limítrofes, en regiones típicamente eslavas; en cambio, el reino moscovita nada quería saber de las fronteras de Oriente.
Rusia no penetraba en los países asiáticos ni como conquistadora ni como portadora de la cruz, sino como sucesora de La Horda de Oro. En 1570, el enviado de Iván recibió la orden de decir al sultán turco: «Mi zar no es enemigo de la fe musulmana. Su servidor Sain-Bulat reina en el kanato Kassimov; el príncipe Kaibula, en Juriew; Ibak, en Suroschsk, y los príncipes Nogai en Romanov». En efecto, los príncipes tártaros se hallaban, en el reino moscovita, por encima de los boyardos rusos «a causa de su elevado origen». Un biznieto del kan de La Horda de Oro, Simeón Bekbulatowitch, llegó a ser el gran duque de toda Rusia. La nobleza tártara se mezcló con la aristocracia rusa, y los nombres de toda una serie de familias nobles y célebres revelan su origen mongol. Cuando con Fiódor, el hijo de Iván el Terrible, se extinguió la dinastía, el regente del reino, Borís Godunov, de sangre mongol, pudo hacerse coronar zar con el consentimiento de todo el país. Moscú era la heredera directa y legítima de La Horda de Oro.
Con la toma de Astrakán, en el mar Caspio, se abrió la ruta hacia Persia y el Asia central, cerrada desde la decadencia del poder mongol. Hacia mediados del siglo XVI, el kanato Sibir se declaró espontáneamente vasallo de Moscú, mostrándole así el camino del Ural. Como zar blanco (zar de Occidente, pues blanco es el color con que los mongoles indican el oeste) el soberano ruso penetra en la conciencia de las tribus asiáticas, lo que explicaría la singular facilidad con que consiguió conquistar Oriente. Así llegó Rusia a convertirse en el reino gigantesco que cubre la quinta parte de nuestro planeta.
Como es natural, la dependencia de las tribus era muy débil al principio. El hecho de que quisieran ser vasallos del zar blanco no impedía a estos nómadas atacar, si se les presentaba ocasión, las ciudades rusas, imponiendo tributos. Así, cuando los cosacos recibieron órdenes de someter Siberia, no se consideró como una guerra colonial del zar de Occidente, sino un legítimo deseo de que las tribus tártaras, por lejanas que estuvieran, le reconociesen como dueño y señor. Hacia fines del siglo XVI y principios del XVII, la oleada rusa inundó Oriente. Cosacos, aventureros y campesinos emigraron hacia los países fronterizos del reino moscovita, se establecieron en las dilatadas llanuras asiáticas, se mezclaron con la población, y pequeñas tropas provistas de armas de fuego y de la autoridad del zar penetraban en lo desconocido y tomaban posesión de él.
En 1609, una división colonial penetró en las fuentes del Yeniséi, es decir, en la verdadera Mongolia, y exigió tributo a las tribus que hasta entonces lo habían pagado al kan mongol Altan. En 1616, una embajada rusa visitó a este kan, quien, seducido por la promesa de que «el gran zar le haría ricos regalos», se declaró dispuesto a «entrar a su servicio». Y hacia mediados del mismo siglo, China, de nuevo fortalecida bajo los emperadores manchúes, derrotó a los cosacos cerca del río Amur, impidiendo que Rusia pudiera adentrarse en sus tierras. El ciclo guerrero quedó cerrado y la herencia de Gengis Kan, repartida: los reinos de Oriente y Occidente ahora eran vecinos.