I

El poder mongol estaba definitivamente aniquilado en todos los países civilizados del mundo, un mundo que había cambiado bajo su dominación. Los historiadores de la época, pertenecientes en su mayoría a los pueblos cultos subyugados, no veían más que la destrucción y la devastación, la desgracia y el terror caídos sobre la humanidad. Las generaciones futuras fueron las beneficiarías del imperio mundial, pues fructificaron gracias a la unión de todas las grandes culturas, creando en los siglos siguientes los más importantes progresos, los grandes adelantos de Europa. Y cuando los reinos mongoles dejaron de existir, los pueblos subyugados estaban preparados para ser ellos sus herederos.

Cuando los mongoles llegaron a China, ésta estaba sacudida por guerras civiles y separada en varios campos por las dinastías reinantes de los Liao, los Chin y los Sung. Los mongoles le devolvieron su antigua grandeza y la unificaron de tal modo que, después de ser expulsados, seis siglos no consiguieron destrozar una unión que logró sobrevivir a las revoluciones e invasiones de ejércitos extranjeros.

Asia anterior era, en tiempos de la primera invasión mongol, un montón de ruinas del que ávidos capitanes de raza turania arrancarían, probablemente, grandes pedazos. No obstante, bajo los ilkanes consiguió de nuevo la unidad, olvidada desde hacía siglos, y ni la caída del reino ni el fuerte dominio de Timur pudieron destruir el sentimiento de homogeneidad que había vuelto a despertar. Se formó la moderna Persia, bajo los sasánidas, como patrimonio de los mongoles.

Mientras éstos ejercieron su dominación, se conservó la unidad del continente, a pesar de las escisiones y de las guerras civiles. Ni su expulsión de China por la dinastía xenófoba de los Ming, ni los trastornos y embrollos del Asia central, ni las luchas de Irán en su contra, consiguieron destrozar la unión transcontinental, la brillante creación mongol. El comercio mundial resistió duros golpes porque el mundo musulmán no conocía la subordinación de los éxitos económicos de un país a la grandeza del poder político, como había de ocurrir en Europa. El comerciante muslim siguió siempre adelante, sin ayuda del gobierno. Y cuando llegaron los guerreros de los conquistadores musulmanes, e incluso después de enseñarles la ruta de Occidente, sus caravanas continuaron dirigiéndose desde China al Asia central anterior, y sus navíos, desde los puertos chinos hasta las islas de la Sonda, hacia la India, y, desde ésta, hasta los países costeros del golfo Pérsico y del mar Rojo. Sin embargo, las relaciones de los centros comerciales de Asia anterior con el mundo occidental quedaron interrumpidas a partir de mediados del siglo XIV. Una vez más, Egipto volvió a explotar su situación de intermediario en el comercio veneciano y genovés. Durante algún tiempo existió aún una última posibilidad de intercambio de mercancías con Persia, dando la vuelta por los establecimientos italianos de Crimea y de los países de La Horda de Oro; pero Timur destruyó aquella ruta y, después de la toma de Constantinopla por los turcos, el mar Negro quedó dominado por éstos.

Esta unidad mundial creada durante el siglo XIII por los descendientes de Gengis Kan en el continente euroasiático quedó destruida por completo. Resurgió la leyenda sobre la existencia de países maravillosos, como la India, las islas de las Especias y el reino de Kathai. Pero Europa ya no quería encerrarse en los estrechos límites de la Edad Media y renunciar a sus relaciones con el país de la riqueza. Las informaciones sobre el lejano Oriente durante la dominación mongol aún tenían un peso específico. Los relatos de Marco Polo se leían en todas las lenguas de Occidente y eran discutidos e interpretados por los sabios.

Asia se abrió a Europa sin la intervención de esta última. Europa se sentía lo suficientemente madura para buscar, por sus propios medios, la ruta hacia el Extremo Oriente; pero como había sido expulsada de Oriente por las armas y carecía del poder necesario para recobrar las rutas terrestres que conducían a Oriente, decidió buscar una ruta marítima.

Los comerciantes genoveses, venecianos y otros seguían el itinerario de Marco Polo. Desde Persia se encaminaban al pueblo de Ormuz y, de allí, a través del mar Arábigo, se dirigían a la India. Sabían por rumores árabes que África estaba rodeada al sur por el océano, de modo que bastaba circunvalar dicho continente para llegar al mar Arábigo. Se admitía que dicho mar no sobrepasaba, en modo alguno, el ecuador.

La realización de semejante empeño, arriesgarse a navegar por el desconocido océano, ya no estaba reservada a Venecia ni a Génova, sino a los países que componían la península Ibérica: España y Portugal. Mientras los rivales italianos combatían entre sí y, después de la derrota de Génova, Venecia se conformaba con su poderío sobre el Mediterráneo, los navegantes españoles reencontraron con las islas Canarias, conocidas de los romanos, que habían caído en el olvido. La flota portuguesa, manda da por genoveses, se arriesgó a navegar por el Atlántico y descubrió las islas de Madeira y las Azores. A partir del siglo XV, el infante portugués Enrique el Navegante exploró las costas orientales de África, y cuando, en 1428, su hermano le trajo de Venecia el libro de Marco Polo y un mapamundi, en el que estaban consignadas todas las partes del mundo, se tuvo la convicción de que, una vez pasados Cabo Verde y Guinea, se encontraría la verdadera ruta hacia la India.

Entonces sobrevino la gran desilusión en el golfo de Guinea, pues la ruta hacia Oriente quedaba otra vez cerrada. El continente africano se extendía infinitamente hacia el sur.

Una generación después, el cosmógrafo y astrónomo Pablo Toscanelli presentó al gobierno portugués un mapa para llegar al Asia oriental, navegando en línea recta hacia el oeste y partiendo de Europa. Pero Portugal no sentía interés alguno por dicho plan, y su valeroso navegante Bartolomé Díaz prosiguió su camino a lo largo de las costas africanas, con la esperanza de rodear en breve el continente.

Un genovés ambicioso y casi desconocido, Cristóbal Colón, retomó el proyecto de Toscanelli. Se conserva una carta del astrónomo florentino, fechada en 1474, en la que Toscanelli, basándose en la información de Marco Polo, describe China y exalta la fabulosa riqueza de Cipango, nombre dado por Marco Polo a Japón. En esta carta afirma: «Esta isla es extraordinariamente rica en oro, perlas y piedras preciosas, y en ella utilizan láminas de oro puro para techar los templos y los palacios de sus reyes. Desde luego, es posible llegar a esta isla». Pero era necesario buscar, en primer lugar, las 7448 islas que, al decir de Marco Polo, dependían del gran kan, y desde las cuales se traficaba con oro, maderas preciosas y, sobre todo, con especias con los puertos chinos. Al parecer, un croquis en el cual estaba marcada la situación de todos aquellos países acompañaba dicha carta.

Hacia aquellas islas se dirigió Cristóbal Colón en 1492, con sus tres carabelas, para tomar posesión de ellas en nombre de la corona española, puesto que se consideraba, en su conjunto, que las islas de las Especias, la India y China conformaban un único territorio. Cristóbal Colón, al emprender viaje, era portador de una carta del monarca español al gran kan. Colón quería poner rumbo hacia el continente asiático, «puesto que era muy fácil no ver aquellas islas y, en cambio, en Kathai podía hallar indicaciones exactas referentes a su posición». Al describir las Bahamas creyó encontrarse ante las islas indicadas por Marco Polo, y su interés en proseguir la exploración decreció. Ya no intentó llegar al continente, puesto que allí existía, según Marco Polo, uno de los reinos más poderosos del mundo. Se contentó con hacer constar en su informe que las islas por él descubiertas «se encontraban favorablemente situadas para el comercio con el gran kan».

Los grandes kanes habían dejado de existir hacía 150 años, y las dinastías mongoles no ocupaban los tronos de Asia. Gracias a la búsqueda de los países que revelaron a Occidente su Pax tatarica, descritos por Marco Polo, senescal de Kubilai, Europa descubrió América.

Seis años después del descubrimiento, cuando surgían las primeras dudas acerca de si se trataba o no de las islas de las Especias, Vasco de Gama, tras haber circunnavegado África, puso pie en suelo indio. Dos décadas más tarde, los portugueses habían aniquilado el poderío naval árabe en el océano Índico y se apoderaron de las aguas malayas y del comercio de las especias. Sus navíos anclaron en el puerto de Cantón para entablar relaciones comerciales con China.

La época de los descubrimientos había empezado.

Una verdadera carrera hacia aquellos países de la riqueza se entabló entre las naciones europeas. Holanda e Inglaterra siguieron la estela de españoles y portugueses. Inglaterra, en desventaja, debido a su situación geográfica en comparación con Portugal, concibió un plan temerario que no ha sido realizado hasta la fecha: quiso circunnavegar el continente euroasiático por el norte con el fin de crear una ruta comercial propia hacia Extremo Oriente. En una de sus expediciones descubrió el mar Blanco; los navíos penetraron en los golfos, llegaron hasta Arcángel y encontraron la ruta hacia el reino moscovita, que, en aquella época, era el heredero de La Horda de Oro.