VII

El sha Mohamed estaba en Balj, en las montañas de Afganistán, cuando supo que los oerlok, con sus tropas, habían atravesado el Amu-Daria. Supo también que no saqueaban ni incendiaban, sino que tan sólo exigían alimentos para ellos y forraje para sus caballos, y que lo único que deseaban era capturarle.

Conocía lo hábiles y tenaces que eran cuando se trataba de perseguir a alguien. Exceptuando su guardia personal, no tenía ningún ejército para protegerle. Hacía muy poco tiempo que Afganistán pertenecía a su reino e ignoraba si se podía fiar de la fidelidad de los príncipes montañeses; así pues, huyó hacia el oeste, en dirección a Chorassan, una provincia densamente poblada, que pertenecía a su padre. En el camino conminó a las poblaciones de los lugares no defendidos para que abandonasen sus viviendas, asegurándoles que los mongoles lo incendiaban todo a su paso, sin respetar nada; los exhortó a que defendiesen las fortalezas con su vida.

Los autores persas y árabes se complacen en acusar a Mohamed de haber obrado de forma irreflexiva; no obstante, todas sus órdenes demuestran que seguía un plan preconcebido y bien estudiado. Se atuvo a la misma táctica que Kutusow, seis siglos después, empleó con feliz éxito contra Napoleón: quiso despoblar el país para evitar que los mongoles se abastecieran, no dejarles esclavos que pudieran ayudarlos en los asedios y, al mismo tiempo, detener su avance por medio de fortificaciones, hasta que, más lejos, en el oeste, él, o uno de sus hijos, pudiese reunir un poderoso ejército…

Pero no había estimado en su justo valor la velocidad y fuerza combativa de su enemigo, ni consideró el efecto de la táctica de Gengis Kan, que se esforzaba en separarlo de su pueblo. En Merw, la ciudad de las rosas, se enteró de que Gengis Kan, después de tres días de asedio, se había apoderado de Samarcanda, considerada inexpugnable. La guarnición intentó una salida, pero fue rechazada con sangrientas pérdidas. Al día siguiente, los mongoles establecieron sus trincheras tan cerca de la ciudad que cualquier nueva intentona de salir era imposible y ni siquiera podían emplear elefantes de guerra.

Se repitió el espectáculo de Buchara: el Sheik-ul-Islam, el muftí y los cadís exigieron que se abrieran las puertas de la ciudad. Recordaron al pueblo que, en realidad, Samarcanda era un Chanat independiente y que apenas hacía siete años que Mohamed se había apoderado de ella por medio de una traición, asesinando al kan Osman. También hicieron saber al pueblo que, en Kara-Chitan, Gengis Kan había hecho abrir las mezquitas y protegía a los islámicos. Estalló una revolución. Treinta mil hombres de la guarnición (turcos Chankli) se pasaron a los mongoles; los demás se encerraron en la ciudadela y las puertas de la ciudad se abrieron a los conquistadores.

Aquel mismo día se derrumbaron los muros y las defensas. El Sheik-ul-Islam y las 50 000 familias que le apoyaban pudieron permanecer en la ciudad; los mongoles expulsaron al resto de la población. Gengis Kan regaló 30 000 profesionales a sus hijos y a sus generales; los jóvenes fueron seleccionados para trabajar la tierra y engrosar el ejército. El resto fue pasado por las armas. La misma suerte corrieron los 30 000 turcos Chankli, con sus oficiales y generales; nunca se debe confiar en los traidores. Unos días después, la ciudadela fue tomada al asalto.

El sha empezó a ser consciente del peligro que le amenazaba. Ni al Sheik-ul-Islam ni a sus partidarios les ocurrió nada malo; al contrario, dos amigos suyos fueron nombrados gobernadores, pues los mongoles no veían en ellos más que unos simples funcionarios. Con tales perspectivas, la población persa de Merw se rendiría inmediatamente al enemigo.

Por consiguiente, huyó de Merw, a través de las montañas, y se refugió en la formidable plaza fuerte de Nischapur.

Desde allí escribió a su madre (que se encontraba en Gurgendsch, la capital de Choresm) para decirle que se reuniese con él, con su harén y sus hijos pequeños, en Chorassan, puesto que, después de la rendición de Samarcanda, Choresm sería el próximo objetivo de Gengis Kan. Entretanto, Subutai y Dschebe habían llegado a Balj, primer refugio de Mohamed. La ciudad abrió sus puertas sin ofrecer resistencia.

Allí se enteraron de que el sha había huido hacia el oeste. La noticia dio lugar a una loca persecución. Durante semanas, sin descanso, cubriendo todos los días una distancia de 12o kilómetros, agotando incluso a sus caballos de reserva, siguieron sus huellas como verdaderos sabuesos. Bajo el mandato de los sheiks y de los imanes, las pequeñas ciudades abrieron sus puertas y procuraron víveres y forraje a los perseguidores.

No arrasaban las ciudades; incluso los comandantes indígenas conservaron sus puestos. En cambio, las plazas que se resistían eran tomadas sin piedad e incendiadas. Tan sólo dejaban de atacar a las ciudades poderosamente fortificadas, capaces de ofrecer una prolongada resistencia: de éstas, pasaban de largo. Pero cuando los habitantes de Zaweh se burlaron de los mongoles desde lo alto de las murallas y redoblaron los tambores, Subutai ordenó rodear la plaza y, a los tres días, la tomó, pasando a cuchillo a toda la población, hasta el último hombre, e incendió as ruinas.

Esta acción motivó que, en Chorassan, las relaciones entre la población persa y la guarnición turca, que quería permanecer fiel al sha, se tensasen. Gengis había conseguido lo que deseaba. Incluso refugiado tras las poderosas fortificaciones, Mohamed no se sentía seguro.

Con el pretexto de una cacería, se alejó de Nischapur y huyó hacia el oeste, donde se encontraban su madre y su harén. Pero ni siquiera podía seguir confiando en sus propias tropas. Temió que atentaran contra su vida. Cada noche dormía en una tienda distinta, y una mañana la encontró acribillada de flechas.

A partir de entonces no fue más que una fiera perseguida, temiendo constantemente por su vida. No tenía fuerzas para resistir ni valor para luchar. Su única salvación era huir; atravesó su reino acompañado por unos pocos fieles, siempre hacia occidente, por desiertos y montañas, por todo el Irak persa (Irak Adschemi), hasta alcanzar el lugar, cerca de la frontera de Mesopotamia, donde, dos años antes, se replegara durante la guerra contra el califa. Allí se detuvo. ¿Qué podía hacer? ¿Rendirse, suplicando ayuda a su antiguo enemigo?

Por segunda vez volvía del mismo lugar, pero ya no como orgulloso conquistador, sino como un miserable fugitivo, buscando tan sólo salvar la vida, escapar de los sabuesos que le seguían el rastro.

Porque Subutai y Dschebe no cesaban en su persecución. Cuando en Nischapur se enteraron de que el sha había huido, se procuraron víveres y forrajes. Dschebe previno a la población: «No os fieis de la solidez de vuestros muros, ni de vuestras tropas, ni de vuestros medios de defensa. Sed serviciales con cualquier división mongola y ejecutad sus órdenes si deseáis que vuestras casas y bienes sean respetados». Y se fueron a galope.

Por el camino, en un castillo, encontraron a la madre del sha y su harén; en otro, los tesoros de la corona… Todo esto, bien custodiado, se trasladó a Samarcanda, donde Gengis Kan había establecido su campamento y esperaba, con la mayor tranquilidad del mundo, el resultado de la persecución que sus dos oerlok llevaban a cabo a una distancia de 3000 kilómetros.

Ante Rai, la antigua ciudad real —en las proximidades de la actual Teherán—, un ejército de 30 000 hombres se enfrentó a los mongoles, que lo derrotaron y se dispersó. La población de la ciudad se dividió en dos bandos: uno se ganó los favores de los mongoles e inmediatamente se lanzó sobre sus contrarios, matándolos sin piedad. Subutai entró en la fortaleza y pudo presenciar la matanza. «¿Acaso se puede uno fiar de gente que siente tal odio por sus hermanos?». Y mandó acuchillar hasta el último hombre de los que habían sido sus protegidos. De Rai, la ciudad real, sólo quedó un montón de ruinas humeantes.

Después de Hamadan, los oerlok perdieron el rastro del sha. En pequeñas patrullas, los mongoles recorrieron la región. Una de ellas tropezó con un grupo de jinetes y lo exterminó. Un caballero, sobre una magnífica montura, fue alcanzado por una flecha, pero su caballo logró salvarlo. Era el sha, que había cambiado la dirección de su camino e intentaba alcanzar el mar Caspio.

De nuevo, Subutai le siguió hasta llegar a la costa. Una vez allí, tan sólo pudo ver una vela, a lo lejos, llevándose definitivamente a Mohamed.

En la soledad de una de las pequeñas islas deshabitadas del mar Caspio murió Alá-ed-Din Mohamed (uno de los mayores conquistadores y de los príncipes más poderosos de su tiempo) destrozado, desesperado y en tal situación de pobreza que ni siquiera le pudieron comprar un sudario y lo tuvieron que enterrar con sus propias vestiduras, hechas lirones.

Subutai, que ignoraba el trágico destino de Mohamed, envió inmediatamente un «flecha» a Gengis Kan, con un informe exacto y la noticia de que el sha había desaparecido hacia el norte. Mientras esperaba una respuesta, concedió un descanso a sus hombres y caballos, dejando acampar a los mongoles, durante el invierno, a orillas del mar Caspio.

La noticia de las tropas de Subutai y Dschebe, de su persecución contra el sha de Choresm y de sus incursiones por la región, durante el invierno, llegó a oídos de los cruzados en Damieta, que les llenó de alegría. Esto, unido a la leyenda del preste Juan y a la embajada del califa y del patriarca de Bagdad a Gengis, incitó al obispo Jacobo de Vitry, durante la primavera del año siguiente, a enviar una farragosa epístola al Papa y a los príncipes europeos, en la que informaba de que los enemigos del sha islámico se convertían en paladines cristianos: Gengis Kan, en el rey David, y la desviación de los mongoles hacia el norte, hacia el mar Caspio, en el deseo de guardarse las espaldas antes de emprender la conquista de Jerusalén.