VI

El victorioso ejército mongol se reunió ante Samarcanda, ciudad de más de 500 000 habitantes, con ricos mercados, magníficas e importantes bibliotecas y espléndidos palacios. Era el núcleo del mundo islámico oriental, que encerraba entre sus muros un ejército de más de 100 000 hombres; la residencia del sha y la fortaleza más poderosa de todo su reino.

De ahí que Gengis Kan dirigiera contra ella el grueso de sus fuerzas.

Las distintas divisiones habían realizado con éxito las operaciones encomendadas:

Dschutschi atravesó el valle de Fergana, conquistando Chodschent, rica ciudad comercial en la desembocadura del valle, célebre por sus fortificaciones y el valor guerrero de sus habitantes. Esta conquista fue precedida por una desesperada resistencia. Su comandante, Timur Melik, uno de los más hábiles y valientes generales de Mohamed, se retiró, al ser tomada por asalto la ciudad, a una fortaleza situada en una isla del río. Pero los mongoles hicieron que los prisioneros trajeran piedras y construyesen, bajo una nube de flechas lanzadas por los asediados, un puente que atravesase el brazo del río. Cuando aquél ya casi alcanzaba la isla, Timur Melik, con su guarnición, huyó río abajo hacia el Sir-Daria en unas chalupas de guerra cuyos costados había cubierto con fieltro empapado de barro húmedo para evitar las flechas incendiarias. Más lejos, los mongoles echaron sobre el río una gruesa cadena, pero las chalupas la rompieron. Mucho más abajo, construyeron un pontón y montaron catapultas, mas Timur Melik ya se había escabullido con sus soldados. Pero los mongoles prosiguieron la persecución hasta dispersar por completo a las tropas. Tan sólo Timur Melik logró reunirse con Dschelal-ud-Din, hijo de Mohamed.

Tschagatai y Ugedei sitiaron a Otrar durante cinco meses. El gobernador que mandó asesinar a los mercaderes mongoles comprendió quino había salvación posible para él, y, aun después de haber caído la ciudad, resistió un mes en la ciudadela. Cuando ésta fue tomada por asalto, se retiró con sus últimos hombres a una torre, y cuando les faltaron flechas se defendieron con ladrillos que arrancaban de las paredes para arrojarlos sobre los asaltantes. Los mongoles tenían orden de capturarlo con vida, por lo que minaron la torre y lo sacaron de los escombros, lo encadenaron y se lo enviaron a Gengis, en Samarcanda. El gran kan ordenó que le echaran plata fundida en los ojos y los oídos, haciendo quilo martirizaran hasta la muerte, pues era el culpable de aquella guerra.

Por último, Dschebe derrotó al ejército que el sha envió contra él, obligando a someterse a las pequeñas ciudades que encontró en su camino.

Las tres divisiones llevaron consigo a todos los hombres fuertes que habían encontrado en las ciudades conquistadas, para ayudar en el asedio, pues los prisioneros y desertores aseguraban que transcurrirían años antes que los mongoles tomaran Samarcanda.

Gengis Kan cabalgó durante dos días en torno a la ciudad. Contempló los enormes muros, las formidables murallas, los profundos fosos, las sólidas torres, las puertas de hierro. Aquello le hizo pensar en Pekín, la residencia central del reino de los Chin, y en sus largos e inútiles esfuerzos para conquistarla. Supo, por un prisionero, que el sha Mohamed ya no estaba en la ciudad, por lo que Samarcanda dejó de ser el objetivo primordial de su lucha.

Con desprecio, dijo a su oerlok: «¡La fortaleza de los muros de una ciudad depende del valor de sus defensores!», y envió a sus dos mejores generales, el astuto Dschebe-Noion y su yerno Togutschar, cada uno con un tuman, en busca del sha.

A primera vista, esta acción podía parecer ridícula y excesivamente temeraria.

El inmenso reino del sha se extendía miles de kilómetros hacia el sur y el oeste, siendo inmensamente rico en hombres y caballos, con decenas de ciudades como Buchara y Samarcanda. Gengis Kan no había tomado hasta entonces, de aquel extensísimo reino, más que las fortalezas fronterizas del Sir-Daria y el valle de Fergana, así como algunos puestos sin importancia alrededor de Buchara, en la región entre el Sir y el Amu-Daria. ¡No obstante, envió 30 000 soldados con la orden de perseguir al rey del mundo islámico por su propio reino!

Gengis Kan sabía perfectamente lo que hacía, pues esa misma táctica permitió a Dschebe someter, sin combatir, al reino de Kara-Chitan; y el también la empleó, de una manera genial, contra el sha de Choresm.

En aquel inmenso dominio vivían una docena de pueblos diferentes obligados a pagar tributos y a servir en el ejército. Mientras mandase el sha, éste ampliaría sus ejércitos, que podrían llegar a ser peligrosos no sólo para sus 30 000 hombres, sino para todas sus tropas. ¿Qué importancia tenía tomar media docena más de plazas fuertes? Aquel hombre era mucho más importante. No se le podía dar tiempo para que invocase al pueblo, reuniese sus ejércitos u organizara la defensa. ¡Era necesario atemorizarle hasta tal punto que no pensase más que en su propia salvación! Después había que hundir una cuña entre él y los pueblos que, probablemente, le obedecían a la fuerza. Estos debían sentir y comprender que su destino era ajeno al del sha.

Gengis ordenó al oerlok enviado en persecución de Mohamed:

—No volváis sin haberlo capturado. Si huye, perseguidlo a través de indos sus dominios. Perdonad a las ciudades que se sometan, pero desunid todo lo que se oponga a vuestro paso o se os resista.

Remitió a Subutai un documento provisto del sello encarnado del gran kan, redactado en caracteres ujguros, que decía:

Los emires, los kanes y todos los pueblos deben saber que yo he sometido toda la faz de la tierra, desde la salida hasta la puesta del sol. Todo el que se someta será perdonado, pero será aniquilado el que se oponga por la lucha o la discordia.

¡Quien se entregue será absuelto! ¡Quien se una a aquel hombre perdido será exterminado!

Gengis tuvo buen cuidado de que los mongoles que perseguían al sha cumpliesen esta promesa. Así, cuando Togutschar, a pesar de la orden recibida, saqueó una ciudad que se había entregado a Dschebe, jefe del primer tuman, quiso ejecutar a su propio yerno. Tras calmar su cólera, se contentó con enviarle un mensajero, un soldado cualquiera, con la orden de entregar el mando y servir como soldado raso en su propio tuman, a cuyo frente se puso Subutai. Y la disciplina en el ejército mongol era tan grande, que el general-comandante y yerno del gran kan obedeció, sin protestar, al simple soldado que le transmitía la orden; poco después cayó, como un valiente guerrero, durante el asalto a una ciudad.