Buchara era un centro de cultura, una ciudad de academias y escritores, de torres y jardines.
Estaba defendida por espesos muros y profundos fosos, pero no estaba preparada para un largo asedio, pues no esperaba ser atacada. No había víveres ni municiones suficientes. La mayoría de los habitantes de la ciudad eran persas, y la guarnición estaba constituida en su mayoría por turcos. Los generales turcos decidieron abrirse camino hacia el Amu-Daria. Protegidos por la noche, abandonaron la ciudad con el grueso de las tropas por una puerta que los mongoles no vigilaban.
No obstante, entrar por una puerta sin vigilancia era una de las tretas preferidas por los mongoles. No se cebaban en el enemigo cuando éste abandonaba la ciudad, pero le seguía una tropa mongol que, a la mañana siguiente, lo atacaba en campo abierto y no dejaba un solo hombre con vida.
Los viejos de la ciudad, los cadís e imanes, abrieron las puertas sin ofrecer resistencia.
Asombrado, el ejército mongol se internó por las calles de la ciudad. Gengis, acompañado por Tuli, cabalgó hasta un gran edificio.
—¿Es éste el palacio del sha?
Se le informó que era la mezquita, la residencia de Alá. Subió a caballo la escalinata y, tras desmontar, entró en el templo y subió al púlpito para decir a los mullahs, imanes, cadís y viejos de la ciudad:
—Vuestra región no produce forraje ni carne. Mis caballos tienen hambre. Mis soldados han sufrido privaciones. ¡Abrid vuestras despensas!
Cuando los chambelanes acudieron con las llaves, los mongoles ya habían echado abajo las puertas y empezaban a divertirse. Hicieron venir músicos y cantores, mientras los más nobles de la ciudad, seides y cadís, cuidaban de sus caballos. Las preciosas arcas del Corán sirvieron de pesebre. Los libros sagrados fueron arrojados al suelo y pisoteados. Los fieles no comprendían el objetivo de semejante profanación. Uno de ellos se dirigió al gran imán, que sostenía las bridas de un caballo mongol.
—¿Qué significa esto? ¿Por qué no rezas a Alá, el todopoderoso, para que destruya con sus rayos a los incrédulos?
El prudente imán le contestó, con lágrimas en los ojos:
—Permanece quieto y cumple tu servicio, si es que tienes apego a la vida. Si ruego a Alá, quizá sea todavía peor. La cólera de Dios ha caído sobre nosotros.
¡La cólera de Dios! Esa era, precisamente, la impresión que Gengis Kan quería producir entre los mahometanos. No se detuvo más que unos instantes; luego cabalgó hacia la gran plaza de los rezos, donde habían sido reunidos todos los habitantes de Buchara, y les arengó. Un intérprete tradujo al pueblo cada una de sus palabras:
—Yo soy el azote de Dios. El cielo os ha entregado a mí para que castigue vuestros pecados, pues habéis pecado gravemente. Y vuestros príncipes y nobles os precedieron en el pecado.
Y les refirió la maldad y felonía del sha y de su gobernador, ordenándoles que no les prestasen ayuda alguna.
Hizo que le fuesen indicados los hombres más importantes y ricos de la ciudad, y les dijo:
—En lo concerniente a vuestros bienes, no tenéis por qué preocuparos; nosotros nos encargaremos de ellos. Pero debéis entregarnos todo lo que hayáis escondido o enterrado.
Los soldados mongoles acompañaron a 280 hombres a los escondites, y el que honradamente entregó sus riquezas fue puesto en libertad.
Después de esto se ordenó a los habitantes que expulsasen al resto de la guarnición, oculta en las calles que conducían a la ciudadela. Pero, al ver que no lo lograban, los mongoles se dispusieron a ayudarlos y prendieron fuego a la barriada. La ciudad entera fue pasto de las llamas.
La lucha para apoderarse de la ciudadela duró varios días. Esta fue tomada al asalto e incendiada. Obligaron a la población a derribar los muros y fortificaciones de la ciudad y a rellenar los fosos.
Gengis Kan ya había dejado Buchara. Ahora se dirigía a Samarcanda con el grueso de su ejército, donde esperaba encontrar al sha y entablar la gran batalla; pero dejó en Buchara fuerzas suficientes para limpiar la ciudad.
Cuando los mongoles devastaron y arrasaron la ciudad, reunieron de nuevo a los habitantes en la plaza de los rezos. Escogieron a los jóvenes más robustos y los condujeron a Samarcanda para colaborar en el asedio. El resto de la población pudo quedarse en sus casas. Cuando los mongoles abandonaron Buchara, ésta ya no subsistía como punto de apoyo militar del sha, pues podía convertirse en un peligro para la retaguardia de Gengis Kan.
Todo se realizó con tal rapidez, y la destrucción fue llevada a cabo con tan sorprendente celeridad, que los habitantes ni siquiera se dieron cuenta. Un comerciante que logró huir de la ciudad destruida y buscar refugio en Chorassan, tan sólo acertaba a contestar a las preguntas que le hacían respecto a los mongoles: «Vinieron, incendiaron, asesinaron, saquearon y se fueron».