II

Otoño de 1218. Gengis Kan había convocado una gran reunión de su ejército para la primavera siguiente, en el país de los ujguros, en la orilla superior del Irtysch. Prefirió esperar al deshielo antes de atravesar el puerto Dsungare (la puerta de invasión a través de la cual, desde tiempos inmemoriales, los nómadas se extendieron por Occidente). Conocía las regiones pobres en forrajes y pastos que era necesario atravesar hasta el Sir-Daria. En ese país desértico debía alimentar a 250 000 hombres y más de un millón de animales…, pero no había otro camino. Durante la campaña contra Chin podía elegir cualquier lugar a lo largo de la frontera, de 500 kilómetros, para emprender el asalto. Pero el reino del sha estaba protegido contra los ataques, en su frontera oriental, por infranqueables montañas que alcanzaban hasta 7000 metros de altura. Incluso si, dando un rodeo, atravesaba las estepas del norte para llegar al Sir-Daria, tendría que recorrer centenares de kilómetros en país enemigo antes de alcanzar uno de los nervios vitales del reino en el oasis de Gerafschan, donde se encontraba la capital, Samarcanda, y la rica Buchara.

El Yurt-Dschi (estado mayor) estaba ocupado en establecer los itinerarios de cada ejército, cuando, súbitamente, de parte de Dschebe-Noion llegó un mensaje de Kara-Chitan. Había descubierto, en el oeste, un camino a través de las montañas que no podía conducir más que al reino de Choresm. Así pues, no sólo era posible la invasión por el norte, a través del Sir-Daria, sino también por el este. Gengis Kan envió inmediatamente a Dschutschi, con una tropa auxiliar, a Kaschgar, para entrevistarse con Dschebe. Ambos debían explorar para ver adonde conducía aquel camino.

El príncipe y el oerlok no tardaron en ponerse de acuerdo, y pronto empezó, en pleno invierno, una cabalgata aventurada y audaz, ante la que palidece el paso de los Alpes ejecutado por Napoleón y Aníbal. El ejército, compuesto de 25 000 a 30 000 hombres, penetró entre el Pamir y el Tien-Schan. Cabalgaron sobre una capa de nieve tan espesa como la altura de un hombre, bajo un frío que reventaba las venas de los caballos y congelaba sus patas; atravesaron los helados países de Kisil-Art y Terek-Dawan, con una altitud de casi 4000 metros. Entre espantosas tempestades de nieve avanzaron por aquel mundo helado, rodeados de montañas que medían 7000 metros. Vendaron las patas de sus caballos con pieles de yak; los hombres, envueltos en una piel doble (la dacha), buscaban un poco de calor abriendo las venas de sus caballos, bebiendo la sangre caliente y cerrando la herida. Hacía tiempo que habían abandonado el equipaje superfluo, renunciando a todo lo que no era estrictamente necesario para poder proseguir el camino, el cual, no obstante, quedaba cubierto de esqueletos de caballos cuya carne, aún caliente, se comían de inmediato… Y cuanto más se alargaba el camino, tanto mayor era el número de cadáveres de hombres congelados que lo bordeaban.

Tras innumerables fatigas y privaciones, se abrió de pronto, ante las agotadas tropas, el hermoso y verde valle de Fergana, el país de los viñedos y de la sericultura, del trigo y de los mejores jumentos, célebre también por el arte de sus aurífices y por sus vidrierías. Hacía tiempo que allí reinaba la primavera.

En cuanto bajaron al oasis, y la vanguardia de la tropa se encaminó hacia los pueblos, reuniendo los rebaños y requisando forrajes, apareció Mohamed, con un ejército fresco, para recibir a los mongoles, agotados y débiles.

Al ver a los nómadas, vestidos con pieles sobre sus pequeñas monturas enflaquecidas, sin cota de malla, sin acerados escudos, se apiadó de ellos. Por este motivo, la batalla no fue encarnizada. Al primer ataque, los mongoles huyeron…, pero, durante la huida, demostraron ser expertos arqueros.

El ejército de Mohamed se adentró en el valle y se encontró ante el grueso del ejército de Dschutschi. Sus tropas no solamente eran muy superiores en número, sino que también estaban mejor armadas y equipadas, frescas y dispuestas al combate.

Dschebe no tenía ningún deseo de luchar; si se retiraban a las montañas, el sha los seguiría con sus mejores hombres, alejándose cada vez más del Sir-Daria, donde Gengis pensaba dar inicio a la gran batalla con el grueso del ejército.

Dschutschi ardía en deseos de combatir.

—¿Qué diré a mi padre? ¿Cómo explicarle que he huido?

Las tropas del sha atacaron al son de trompetas y con gran estruendo de timbales. Profiriendo gritos salvajes, los mongoles se lanzaron sobre el enemigo y todas sus maniobras se efectuaron de una manera sorprendente e incomprensible para Mohamed y sus hombres. Sólo banderines y señales de diferentes colores y formas dirigían a las divisiones, que atacaban, retrocedían, se desviaban, desparramándose, y se reunían, cambiando la dirección del choque, sin que fuese posible adivinar sus intenciones. Derrumbaban el centro enemigo, hasta el punto de que el propio sha corrió el peligro de caer en sus manos, debiendo su salvación únicamente al temerario contraataque de su hijo Dschelal-ud-Din. También Dschutschi escapó de caer prisionero gracias al sacrificio de uno de sus capitanes. La batalla duró hasta la caída de la noche, y ambos ejércitos se retiraron a sus puntos de partida.

Los vivaques ardieron.

Con la aurora, las tropas del sha no vieron ante sus ojos más que un campo yermo sembrado de cadáveres. Los mongoles habían desaparecido. Durante la noche habían montado en sus caballos de reserva y se encontraban, junto con el bagaje, los heridos y los rebaños, a una jornada de distancia.

Mohamed podía considerarse vencedor, pero se guardó de seguir a los mongoles en las montañas. Distribuyó distinciones y recompensas, y luego regresó a Samarcanda, donde celebró su victoria.

El desprecio que sentía por sus enemigos antes del combate había desaparecido y confesó que nunca había visto luchar a «hombres tan valientes y hábiles».

Obrando con prudencia, reunió todas las tropas disponibles y se dispuso a averiguar los planes de Gengis Kan, para lo cual envió a algunos espías a Mongolia.