La campaña de Mohamed empezó bien. El sha venció a los príncipes semiindependientes que encontró en su camino y se adentró en el oeste de Persia. Un macizo montañoso le separaba aún de las bajas llanuras de Mesopotamia, pero a principios de 1218 se presentó un invierno excesivamente crudo. El hielo y la nieve hacían infranqueable la montaña; el ejército del sha no estaba acostumbrado a aquellas penalidades; los animales se morían de hambre; los hombres, de frío. A medio camino entre Hamadan y Bagdad, Mohamed dio a sus tropas la orden de regresar.
Pero no fue más que un aplazamiento. Soberano de un inmenso reino, jefe de un ejército invencible, pretendía volver al año siguiente, mejor equipado. Entonces se enteró de que Dschebe acababa de matar a Gutschluk, emperador de Kara-Chitan. Así pues, los dominios del gran kan limitaban con su reino por todo el este y el norte. Mohamed mandó a sus tropas que regresaran a Amu y al Sir-Daria. Prefería tener sus fuerzas cerca que a 2000 kilómetros de distancia.
«Pero cuando la estrella de un mortal entra en la constelación de la Desgracia —explica una crónica persa a propósito de esta decisión—, la fatalidad hace que todas las empresas fracasen; ni el espíritu más perspicaz, ni las cualidades más extraordinarias, ni la más profunda experiencia, son capaces de salvarlo. La suerte adversa destruye todos sus méritos. Si hasta entonces el Ángel de la Suerte precedió a Mohamed, si la constelación de la Felicidad dejó que se realizaran fácilmente todos sus deseos, llegó un momento en que empezaron a caer sobre su cabeza las mayores desgracias que pueden aquejar a un príncipe, y la campaña contra Bagdad fue el preludio».
Apenas regresó Mohamed a Samarcanda, llegó un mensajero de una de sus más importantes fortalezas de la frontera para anunciarle que el gobernador había apresado a una caravana porque entre los mercaderes había espías mongoles. El sha ordenó:
—¡Que sean ejecutados!
«Con esta orden, el sha firmó su propia condena de muerte —escribe el cronista—, pues cada gota de sangre de aquellos mongoles sería pagada con creces con la de sus súbditos; cada cabello mongol, con centenares de millares de cabezas; cada dinar, con centenares de quintales de oro».
El gobernador aprovechó la ocasión para apoderarse de los ricos tesoros de la caravana y mandó ajusticiar a los ciento cincuenta hombres, entre traficantes y criados, que la constituían. Tan sólo un esclavo consiguió escapar. Informó en el primer puesto mongol e, inmediatamente, fue enviado a Gengis.
El gran kan se negaba a creer que un rey pudiese faltar tan deliberadamente a la palabra, dada con solemnidad, de dejar pasar libremente las caravanas. Aquello sería un acto del gobernador realizado a espaldas del sha, y Gengis envió una embajada a Samarcanda para exigir del sha la entrega del culpable.
Alá-ed-Din Mohamed (la Sombra de Alá) no podía dar crédito a sus oídos. ¿Cómo era posible que un perro infiel, un kan de los nómadas, exigiese de él, soberano del islam, el «segundo Alejandro», que diese cuenta de sus actos? ¿Con qué derecho pretendía juzgar a uno de sus gobernadores?
¡Y se atrevía a amenazarle con la fuerza, en caso de negativa! Ante semejante actitud no existía más que una contestación: hizo ejecutar al jefe de la embajada y quemar las barbas a sus compañeros, que envió al gran kan.
Para los mongoles, un enviado era una persona sagrada e intangible. Parece ser que Gengis lloró al enterarse de la ejecución de su embajador, y más aún por sus compañeros, difamados y maltratados de aquella manera.
—¡Dios sabe que no soy el causante de esta desgracia!
Luego exclamó:
—¡Que el cielo me conceda fuerzas para vengarme!
Y sus «flechas» salieron a galope para convocar a la mitad del continente, desde el Altai hasta el mar Amarillo, a una guerra de represalia. Todos los mongoles, de diecisiete hasta sesenta años, empuñaron las armas. Los salvajes jinetes de Kiptschak, el príncipe ujguro con sus guerreros, un cuerpo de artillería china, regimientos de chitanos y de kara-chitanos, acudieron a la llamada y se pusieron en marcha. Tan sólo un vasallo, el rey de Hsi-Hsia, se negó a obedecer las órdenes de Gengis.
—¿Acaso el gran kan no ha cejado en su empeño de avasallar a todos los pueblos? —preguntó al correo—. ¡Si su propio ejército no le parece suficiente, que se mantenga tranquilo!
Tal negativa en semejantes circunstancias, la defección de uno de sus más importantes vasallos, irritó a Gengis.
—¡No sé lo que me impide marchar con todo mi ejército contra el reino de los tangutas y aplastarlo! —exclamó, furioso—. ¿Por qué no destruir esa región, por qué no exterminar a semejante pueblo?
Pero la sangre vertida del embajador todavía no estaba vengada, y esta venganza era primordial.
—Di mi palabra… Y, no obstante —añadió proféticamente—, ¡incluso en la hora de mi muerte habrá de pagarme esta traición!