IV

Al mismo tiempo que la noticia de los preparativos del sha para avanzar contra Bagdad, llegó a la corte del califa el comunicado de que en el oeste, más allá de las montañas afganas, se había formado un poderoso imperio. El califa también averiguó (por los cristianos nestorianos, cuyas comunidades estaban repartidas por toda Asia) que el dueño del este era un cristiano enemigo del sha.

Esta era una noticia en la que se entremezclaban algunos errores, rumores y hechos reales, constituyendo un ramillete multicolor. Se debía, sobre todo, a la difusión de la leyenda del preste Juan, «el rey cristiano de Oriente», que se había forjado un siglo antes.

Este suceso tuvo lugar en la época de los grandes combates de China. La dinastía de los Liao acababa de derrumbarse bajo el ataque de los Chin y, para escapar a la destrucción, uno de los más enérgicos príncipes de la dinastía Liao, Yeliu-tasche, se dirigió con un ejército hacia el oeste, atravesando el desierto de Gobi y fundando en el Turkestán el Imperio Kara-Chitan. Cuando, poco después, este nuevo «poderoso Imperio del este» venció en una sangrienta batalla a los seldschukos, cuyo dominio se extendía desde Egipto hasta el Pamir, la noticia de esta victoria se extendió por todo Oriente y llegó incluso a oídos de los cruzados, que por aquel entonces combatían contra Damasco. Era evidente que este enemigo, que inoportunamente se mostraba en el este, también debía de ser cristiano; y como, desde la campaña de Alejandro Magno, se sabía que la India, el país de las maravillas, estaba en el este, la fantasía convirtió a Yeliu-tasche, el príncipe chitano, en un «rey cristiano de la India», al que se bautizó con el nombre de «preste Juan», y como los más valerosos caballeros cristianos habían sido vencidos por los seldschukos, se adjudicó al preste Juan un poder inconmensurable y se hizo de él un «Rey de Reyes»… Así llegó la leyenda a Europa desde Oriente, donde se siguió creyendo en ella.

El Imperio seldschuko decayó; en su parte este se levantó, pujante, el Imperio Choresm del sha Mohamed, pero las luchas contra Kara-Chitan continuaron. Y cuando Gutschluk, que en su juventud fue cristiano nestoriano, empezó a perseguir el islamismo, no les quedó duda alguna a los nestorianos de que el poderoso Imperio oriental era un imperio cristiano, y su soberano, un descendiente del preste Juan, enemigo del sha.

El califa estaba dispuesto a aliarse con el mismísimo diablo para salir de tan apurado trance. Así pues, se dirigió al patriarca nestoriano de Bagdad para que le sirviese de intermediario. La secular convivencia había aletargado la oposición entre la población cristiana y la mahometana. Los dos jefes espirituales se entendían a la perfección y, mediante la promesa de derribar una mezquita construida cerca del barrio cristiano, el patriarca se declaró dispuesto a dirigir, con el califa, cuyo poder secular era inferior al de la comunidad, una carta al «rey de Oriente». Este podría devastar el país mientras el sha de Choresm atacaba el oeste, con el acicate de unas gloriosas victorias y un magnífico botín.

El califa y el patriarca debatían sobre a quién harían transmitir aquella misiva al soberano de Oriente. El único camino disponible pasaba por el país del sha de Choresm; por consiguiente, el mensajero no podía llevar consigo carta alguna, puesto que podría caer en manos del sha; no obstante, era preciso que el enviado llevase algún documento.

Entonces, alguien tuvo una idea genial: se afeitó la cabeza del emisario y, con una punta de hierro al rojo vivo, se escribió la misiva sobre su cuero cabelludo y, luego, se frotó la herida con color azul. Después, se le hizo aprender de memoria el contenido del comunicado y, cuando su cabello hubo crecido, se le puso en camino.

Pronto llegó a Buchara y Samarcanda. El mundo había cambiado mucho: el sha Mohamed se dirigía hacia el oeste con su ejército, y Dschebe perseguía al emperador de Oriente, Gutschluk, quien huía hacia las quebradas del Pamir. Pero en Samarcanda, el enviado oyó hablar del gran kan mongol, que se hacía llamar el «Dueño de Oriente», y de las caravanas que, por Kiptschak, entraban en su imperio.

Algunos correos «flechas» llegaron del uluss de Dschutschi a la tienda de Gengis con la noticia de que en las estepas kirgisas había aparecido un hombre, cubierto de harapos, que decía ser un enviado del califa de Bagdad y deseaba entrevistarse con el soberano de los mongoles.

Según lo referido por los comerciantes mahometanos a Gengis, Bagdad era una maravillosa ciudad situada en Occidente, en los confines del mundo, tan alejada que ninguno de ellos logró jamás visitarla. Allí dominaba un califa, un descendiente del profeta, el gran pontífice de todos los islámicos…

Así pues, los correos regresaron a toda velocidad; aquel hombre tenía que ser enviado inmediatamente al ordu, emplazado en las orillas del Onón.

Gracias al embajador de los jefes mahometanos y nestorianos, los mongoles extendieron sus ideas más allá del mundo asiático oriental y medio. Por primera vez supieron que el sha no era el «Dueño de Occidente», pues tras su reino se extendían, además, otros países cuyos soberanos eran enemigos de él, y que tras aquellos países el mundo no acababa, sino que allí empezaban los reinos de los cristianos, que por aquel entonces enviaban sus ejércitos al país del califa.

Conocían el Oriente, pues allí era donde se hallaba el límite del mundo. Sin embargo, hacia Occidente, éste parecía extenderse de modo indefinido, y en todas partes reinaban las mismas condiciones que en Mongolia durante la infancia de Gengis: por doquier los reyes disputaban y se declaraban la guerra, y no había nadie que los gobernase a todos.

Gengis no quería intervenir en la disputa entre el califa y el sha. Sin embargo, tomó buena nota de las acusaciones: que Mohamed era un rey injusto e insoportable; que guerreaba contra otros príncipes islámicos y sus súbditos, sin importarle que fuesen mahometanos o cristianos; que lo arrasaba todo a su paso y que en su país había muchos descontentos. Pero las relaciones comerciales con el sha de Choresm eran excelentes, las caravanas circulaban con total libertad y, además, Gengis no sentía ninguna simpatía por el califa. ¡Extraordinaria misiva aquélla, en que dos sumos sacerdotes le incitaban a luchar contra un rey!

El embajador recibió la misma respuesta que antaño recibiera el enviado de Sung, cuando quiso atraerse a Gengis para seguir luchando contra el emperador Chin: «No estoy en guerra con él».

La embajada del califa fue inútil. No obstante, más tarde, cuando los países de Asia anterior fueron devastados por Gengis Kan y los pueblos islámicos empezaron a liberarse de la presión de los mongoles, se acordaron de aquella embajada, y los cronistas árabes escribieron: «Si la afirmación de los persas es exacta, de que el califa Nasili-Din-Illahi atrajo a los tártaros al país, este hecho condona cualquier crimen, por grande que sea».

Gracias a aquella embajada, el califa pudo conservar su independencia cuarenta años más. Las informaciones que traía el enviado convencieron a los mongoles del poder y grandeza del califa, hasta el punto de que los generales de Gengis Kan se dirigieron primero, después de dominar Asia anterior, hacia el norte, descubriendo para su gran kan las estepas rusas. Tan sólo después de vencer a Rusia, Polonia y Hungría, y conquistados los reinos de Asia Menor, su nieto Hulagu se decidió, en 1258, a marchar hacia Bagdad.