La caída de Kara-Chitan y la presencia de un ejército mongol al oeste del Irtysch fueron dos acontecimientos que asombraron al Asia anterior.
Hasta entonces sólo sabían de Gengis Kan lo que de él les habían explicado los comerciantes musulmanes. Dado que, treinta años antes, fue reconocido por China como un jefe bárbaro sumamente útil y, por lo tanto, se le juzgó con méritos suficientes para obtener un título de funcionario chino, los musulmanes suponían que se trataba de un príncipe amante del orden, que cuidaba bien a los comerciantes y con quien se podían tener ventajosas relaciones comerciales.
Luego, los musulmanes trajeron la noticia de que el gran kan había conquistado el lejano Imperio de los Chin, país del que no se tenía más que una idea muy vaga, y el mundo islamista empezó a interesarse. Este se hallaba en poder de un gran conquistador, el sha de Choresm, Alá-ed-Din Mohamed.
Descendiente de un esclavo turco que fue nombrado gobernador de la provincia de Choresm por un sultán selyúcida, Mohamed había heredado de su padre el imperio independiente de Choresm, que se extendía desde el mar Caspio hasta la región de Buchara, y desde el lago Ural hasta la alta meseta persa. Con incesantes guerras consiguió ampliar su reino por varios puntos cardinales. Por el norte, rebasó el Sir-Daria, penetrando en las estepas kirgisas; por el este, conquistó el Imperio transoxiano con Samarcanda y Fergana, sometiendo en el sur a las tribus montañesas de Afganistán y extendiendo su dominio hasta más allá del Irak persa. Celebrado como «la sombra de Alá sobre la tierra», como «un segundo Alejandro», como «el grande» y «el victorioso», empezaba a planear la conquista del mundo islámico y exigió al califa de Bagdad, el mismo de quien hablaban las cartas de Jacobo de Vitry, el predicador de las cruzadas, que lo reconociese como sultán y le jurase sumisión.
El poder secular del califa de Bagdad era insignificante, pues sólo se extendía sobre Mesopotamia. No obstante, según la doctrina del profeta, tenía una inmensa importancia como jefe espiritual de los mahometanos. La política del califa con las nuevas dinastías que pretendían ser autónomas era la misma que empleaban los papas con los emperadores alemanes en cuanto éstos empezaban a ser demasiado poderosos. El califa Nasili-Din-Illahi se negó a reconocer al sha Mohamed como sultán, rechazando que su nombre apareciera en las oraciones públicas, y se esforzó en constituir una coalición con los príncipes todavía independientes contra Mohamed. Sin embargo, durante la conquista de Afganistán, las cartas que describían estos intentos cayeron en manos del sha y en cuanto tuvo en su poder las pruebas de las intrigas del califa, convocó un concilio que anuló los derechos de Nasir al trono y nombró un contracalifa.
Así pues, Mohamed podía, sin ofender la santidad del califa, empezar sus preparativos para una campaña contra Nasir con la finalidad de destronarlo definitivamente.
Mientras se dedicaba a estas ocupaciones, el sha oyó hablar del nuevo soberano del este, más allá de Kara-Chitan. Desconocía el mundo mongol; tan sólo tenía vagas noticias de las conquistas en el lejano Imperio de Chin, y la súbita aparición de los caballeros mongoles en las estepas kirgisas le obligó, como medida de prudencia, a dejar para más tarde la marcha sobre Bagdad. Empezó la construcción de fortalezas en el este y el norte, y envió embajadores a Mongolia.
Gengis Kan sabía mucho más del mundo islámico que el sha del mongol. Miles de objetos llegaban del islam, que sus nómadas sabían aprovechar admirablemente: cotas de malla resistentes a las flechas, cascos y escudos de acero, sables curvos finamente forjados, magníficos adornos para las mujeres, vasos de cristal, tapices y alfombras blandas como plumas, sedas admirables. Así pues, recibió a los embajadores y les ordenó comunicar a Mohamed lo siguiente:
«Conozco la grandeza y poder de vuestro sha. Él es dueño del oeste, pero yo lo soy del este, y deseamos vivir en paz. Nuestras fronteras se tocan en Kiptschak y convendría que los comerciantes pudiesen viajar libremente de un país al otro».
También él le correspondió con otra embajada, provista de ricos presentes, lingotes de plata, jade, prendas de pelo de camello, pieles. Para halagar al sha, todos los delegados eran mahometanos (comerciantes ujguros del este de Turkestán). El jefe era el comerciante Mahmud Jelwadsch. Se les ofreció una pomposa recepción que incluso dejó muda de estupor a la corte del orgulloso sha; no obstante, enseguida empezaron las preguntas.
Mohamed deseaba saber si el gran kan era dueño de muchos pueblos; si verdaderamente conquistó el Imperio de Chin, y, por último, de una manera disimulada, exigió la información más importante para él: si el kan de los mongoles podía llegar a constituir un peligro. Advirtió al embajador:
—Eres muslim, originario de Choresm; así pues, debes decirme la verdad sin reticencias. Tú conoces la grandeza y poder de mi imperio. Dime: el ejército del kan ¿es tan poderoso como el mío?
¿Acaso esta pregunta no ocultaba una amenaza? El sha hizo observar a Mahmud Jelwadsch que era originario de Choresm; quería decir con ello que se consideraba señor suyo y, por lo tanto, la contestación debía satisfacerle. Por otra parte, como islámico, Mahmud estaba obligado a decir la verdad a su príncipe… El enviado pensó en los magníficos y ricamente engalanados caballeros del soberano islámico, así como en las hordas del gran kan, tan pobremente equipadas y que, al fin y al cabo, estaban compuestas de salvajes. Así pues, su contestación fue un modelo de diplomacia:
—El esplendor del ejército de Gengis Kan es, comparado con el fulgor del sultán del mundo, como el brillo de una lámpara comparado con la luz del sol que ilumina la tierra. Además, el número de tus guerreros es superior al suyo.
Esta contestación gustó a Mohamed. El tratado comercial fue concluido con la mayor satisfacción por ambas partes, y mientras por un lado y por otro se equipaban caravanas, el sha se dirigió hacia el oeste, contra el califa, a la par que Dschebe-Noion marchaba contra Kara-Chitan.