I

La vuelta de Gengis Kan a Mongolia significaba algo más que el simple regreso de un monarca a su residencia. Con él llegó todo un pueblo. Todos los ordus de la alta meseta mongola, desde el lago Baikal hasta el Altai, vieron volver a sus hombres tras una ausencia de cinco años, y con ellos llegó a las tiendas un lujo y esplendor indecibles. Todo lo que hasta entonces tuvieron los nómadas les pareció mezquino comparado con las riquezas que traían los guerreros. Esclavos de ambos sexos, caballos y camellos encorvados bajo el peso de enormes fardos que contenían infinidad de objetos que hasta entonces sólo habían visto en fiestas principescas. A partir de aquel momento, cualquier mongol podía vivir como un príncipe; eran ricos y tenían servidores y esclavos. Incluso las familias de los que cayeron en la guerra con Chin recibieron la parte del botín correspondiente, como si el hombre viviese todavía. Los gritos de alegría y las fiestas no cesaban, y los viejos, sentados ante las hogueras, escuchaban los relatos de la campaña, maldiciendo contra su avanzada edad. En cuanto a los chiquillos, temblaban de envidia, deseando participar en semejantes luchas y aventuras.

Los nómadas eran un pueblo completamente distinto de los habitantes de las ciudades. Ninguno sentía apego a la vida, a sus bienes ni al goce de ellos: nunca se hartaban de la guerra.

Ninguno consideraba el descanso y bienestar como supremo fin de la existencia. Su Sutu-Bogdo, Gengis gran kan, les había mostrado en qué consistía la verdadera vida del hombre, una vida de lucha y batalla, y ellos no tenían más que un deseo: seguir así eternamente.

Las palabras de Gengis Kan: «La mayor felicidad, en la vida humana, es vencer a los enemigos y perseguirlos, cabalgar sus caballos y quitarles todo lo que posean; ver bañados en lágrimas los rostros de los seres que les fueron queridos y abrazar a sus mujeres e hijas», quedaron grabadas en el pecho de todo un pueblo durante varias generaciones. Hacía tiempo que habían olvidado las rencillas y las rivalidades entre ellos.

La guerra con Chin duró cinco años, durante los cuales las tribus y pueblos de Mongolia estuvieron abandonados a sí mismos; y, sin embargo, no se produjo ninguna rebelión ni defección. Durante la lucha y las victorias comunes se formó un pueblo de caballeros y guerreros, cuyas razas y clases no tenían más que una ambición: distinguirse de las otras a los ojos de Gengis Kan.

Toda la energía que desde tiempos primitivos se malgastaba en querellas recíprocas fue canalizada y pasó a ser, entre las manos del gran kan, un instrumento dispuesto a lanzarse como un alud contra cualquier país que él indicara.

Aunque, en general, la existencia humana tuviese poco valor para Gengis Kan, economizaba las vidas de sus guerreros mongoles y colmaba de honores a todo general que sabía cumplir con su deber sin cansar excesivamente a hombres y caballos.

Cuando dio a Dschutschi el encargo de destruir en su camino a los merkitas, que de nuevo se habían reunido en las selvas y se distinguieron, durante la ausencia de los ejércitos, invadiendo las regiones fronterizas, puso a sus órdenes, como oficial de estado mayor, al general Subutai, el más fecundo en estratagemas. Y cuando envió a Dschebe-Noion contra el formidable ejército del Imperio Kara-Chitan, no le dio más que 20 000 hombres.