VI

La tregua de paz, después de tres años de devastación, duró tan sólo unos meses que, no obstante, bastaron a Chin para formar un nuevo ejército. Ya se habían agrupado, alrededor del enérgico comandante Wan-yen y del activo príncipe heredero, hombres que organizaban la resistencia en las provincias del norte. Las ciudades en ruinas eran reconstruidas, y las murallas arrasadas se levantaron nuevamente. Nuevos ejércitos surgieron de la nada y se dirigieron hacia Chitan, a pesar de que en el tratado de paz se había reconocido como independientes a los príncipes de Liao-tung. En aquellas luchas se comprobó que Chin no había perdido su espíritu guerrero ni su fuerza para el combate. A las pocas semanas, las tropas del rey Liao eran derrotadas. Se tomó la capital y el rey se vio obligado a huir.

Una parte de la guardia personal del emperador, que desde Pekín había acompañado a Hsuan-tsung hacia el sur, estaba compuesta de chitanos. Tan pronto como se llegó a Kai-song, recibieron la orden del emperador de entregar en la ciudadela sus armas y caballos. Comprendieron que aquello era la primera medida para deshacerse de ellos y, por consiguiente, se negaron a obedecer. Asesinaron a su comandante, eligieron a otro, que en el acto mandó dar media vuelta, y regresaron al norte.

Las tropas del gobierno los persiguieron y otras divisiones les cortaron el camino, en vista de lo cual los chitanos enviaron una delegación a Gengis para informarle de que se sometían a él y le suplicaban ayuda.

Aquél era un momento crítico. Hasta entonces, Gengis Kan había vacilado, dudaba en atacar o en auxiliar al emperador Liao en su comprometida situación. Pero ahora tropas chinas se reconocían como súbditas suyas. Ya no se mostraban partidarias de los Chin ni de los Liao, sino de los mongoles. ¿Podía dejar que fuesen exterminadas? Vio cuán fuerte seguía siendo Chin y lo pronto que se reponía de sus derrotas. Si dejaba libre curso a su desarrollo, resurgiría nuevamente, en pocos meses, un Imperio Chin más poderoso y peligroso que antes, porque conocía la fuerza de los mongoles y emplearía todos los medios disponibles para aniquilar a sus vecinos.

Envió a Muchuli en ayuda del rey de Liao y a Subutai hacia la Man-churia (cuna de la dinastía Chin), mientras un tercer ejército corría hacia el sur para liberar a la guardia cercada.

Subutai atravesó Manchuria, arribó a la costa y, siguiendo ésta, llegó hasta el sur y trajo al gran kan la sumisión del príncipe de Corea.

Muchuli encontró a Liao-tung en poder de los Chin; un gobernador de Kai-song estaba en camino. Muchuli derrotó a las tropas chinas y ocupó las carreteras que conducían a la capital. Liao-yang apresó al gobernador de los Chin y entregó su credencial a un general chino que se había pasado al bando de Gengis. Este llegó a la residencia con un lujoso séquito, mandó celebrar su llegada con gran pompa, se hizo cargo del gobierno, licenció a los oficiales y abrió las puertas de la ciudad a los mongoles. Muchuli quería castigar severamente a Liao-yang por su defección al rey Liao, pero el general chino logró convencerle de que, mostrándose magnánimo, se atraería la confianza de los chitanos. Muchuli siguió aquel buen consejo. En vista de ello, muchas ciudades chitanas se entregaron a los mongoles y, en un abrir y cerrar de ojos, el reino Liao se libró de las tropas de Chin.

El tercer ejército mongol se abrió camino hasta la guardia y, después de juntarse con ésta, conquistó los pasos que conducían a Pekín y apareció de nuevo ante las puertas de la ciudad. Pero antes de que pudieran rodearla, llegó a Pekín una orden de Hsuan-tsung, y el príncipe heredero abandonó la residencia central para dirigirse hacia donde se hallaba el emperador, en Kai-song.

En vano se esforzó el príncipe Wan-yen, quien, junto con el príncipe heredero, era el alma de la resistencia, en desaconsejarle el viaje. Fueron inútiles sus advertencias de que su marcha sería la señal de una defección general de las provincias del norte y el principio del caos. Los demás generales y dignatarios exigían obediencia a las órdenes del emperador.

—¿Nos pueden garantizar que la ciudad resistirá? —preguntaban los comandantes.

Wan-yen no podía garantizar tal cosa. Durante la breve tregua no habían podido abastecer más que insuficientemente la gigantesca ciudad con los medios que podían sacar del país, devastado y saqueado. Ya se empezaba a notar la escasez de víveres… Pero desde Kai-song, el príncipe podría asegurar el abastecimiento…

Así pues, emprendió el viaje, y en las provincias del norte se inició, efectivamente, el caos. Las provincias y las ciudades se declararon independientes, y sus gobernadores se hicieron proclamar reyes. Algunos se pasaron a Gengis, para hacer luego defección en la primera oportunidad. Luchaban entre sí, contra los mongoles y contra las tropas que aún permanecían fieles al emperador.

Muchuli recibió el mando supremo y, al mismo tiempo, la orden de acabar con la resistencia. Durante el transcurso del otoño e invierno, los mongoles se apoderaron de más de ochocientas ciudades y aldeas, de las que arrasaron una parte y dejaron otra al mando de gobernadores indígenas.

Sin embargo, a pesar del hambre y de las enfermedades, Pekín resistió obstinadamente durante todo el invierno. Los mongoles derrotaron a los ejércitos de socorro que fueron enviados desde el sur; pero, a pesar de todo, Wan-yen mantuvo Pekín. Cuando en la primavera también fue vencido y aniquilado el último ejército de socorro enviado con víveres desde Kai-song y ya no quedaba esperanza alguna de salvación, el mariscal Wan-yen quiso intentar una postrer salida con la guarnición, entablar una batalla decisiva y vencer o morir con las armas en la mano. Pero los generales se negaron a obedecerle.

En vista de ello, Wan-yen abandonó el consejo de guerra y se dirigió a su palacio. Escribió una carta a Hsuan-tsung, en la que le describía la situación de la ciudad cuya defensa le había sido confiada, se permitió recordar al emperador todas sus advertencias y denunció como traidor al mariscal Kao-chi, el consejero del emperador. Luego pidió perdón a su emperador por no haber podido cumplir su encargo de salvar Pekín. Confió esta carta a un servidor de confianza, al que ordenó ir a Kai-song después de la caída de Pekín. Después, se despidió de sus familiares y se envenenó.

A la noche siguiente, el general que le sustituía huyó de su residencia, acompañado de su amante, y abandonó el palacio imperial y las esposas imperiales a los soldados chinos, que habían empezado el saqueo.

Con 5000 mongoles y las tropas chinas que se habían entregado a él, Muchuli penetró en aquella poderosa fortaleza, que el propio Gengis Kan, con todos sus ejércitos reunidos, había asaltado sin éxito.

Ni siquiera al recibir la noticia Gengis se movió de su oasis en las orillas del Dolon-Nor. Chin ya no le interesaba. Los habitantes de las ciudades eran muy diferentes a los nómadas, y mantenerse en contacto con ellos perjudicaría a los mongoles. En efecto, no se podía confiar en gente que hoy servía a uno y mañana a otro, siempre dispuesta a traicionar a ambos y que tan sólo obedecía al temor y que no pensaba más que en sí misma y en sus bienes. A sus mongoles, a los keraitos, a los ujguros y a los naimanos les había encargado no entablar relaciones con ellos, pues no deseaba que perdiesen las virtudes de los jinetes de la estepa, es decir, el valor irreflexivo, el desprecio a la muerte, la fidelidad a su tribu y a su emperador.

Aquella gente era astuta y podía llegar a ser peligrosa. Por consiguiente, era menester mantenerlos subyugados. Temblaban ante la idea de perder la vida y sus bienes. Así pues, los dominaba manteniéndolos en semejante temor. Por otra parte, sabían cómo convencer a los nómadas de que ellos poseían cosas indispensables de las que los nómadas carecían y, por consiguiente, éstos se las compraban. Envió a Schigi-Kutuku a Pekín para trasladar los tesoros del palacio imperial a Mongolia.

El enviado del vencedor fue recibido con todos los honores. A su modo, los cortesanos trataban de conseguir sus favores mediante magníficos regalos. Los caballerizos le ofrecieron nobles caballos; los encargados del vestuario, magníficos brocados, y el depositario de los objetos de arte, porcelanas y otros objetos de oro.

Schigi-Kutuku se sentía lleno de admiración ante cada nuevo presente.

—¿Todo esto es del palacio imperial? —preguntó al fin.

—¡Sí, sí! —se apresuraron a contestar—. ¿Cómo podríamos nosotros traer tales tesoros?

—Pues si son del emperador —dijo Schigi-Kutuku—, ahora que hemos conquistado el país son propiedad del gran kan. ¿Cómo os atrevéis a regalar lo que le pertenece?

Durante semanas enteras, caravanas cargadas con todas las riquezas del palacio imperial, bien embaladas y cuidadosamente catalogadas, salieron a diario de Pekín hacia el campamento emplazado en las orillas del Dolon-Nor. En cada caravana habían incluido unos cuantos hombres «útiles», catalogados también ellos según sus nombres y oficios. Estos individuos eran artistas, astrólogos, filósofos, ingenieros y artesanos.

Cierto día Gengis vio a un hombre de elevada estatura, con una luenga barba negra. Su ficha decía: Yeliu-Tschutsai, mago y astrólogo de la raza de los Liao.

—La casa de los Liao y la de los Chin fueron siempre enemigas —le dijo Gengis—; de modo que te he vengado.

—Mi abuelo, mi padre y yo hemos servido a la casa de los Chin —contestó Yeliu-Tschutsai—. Mentiría hipócritamente mostrándome hostil a mi padre y a mi emperador.

Esta respuesta agradó a Gengis Kan. Un hombre que, entre los ciudadanos, había conservado su orgullo y declaraba no haber servido por miedo ni por afán de lucro, sino por fidelidad y convicción, forzosamente tenía que ser un hombre extraordinario. Entabló conversación con él. Después, le pidió que entrara a su servicio como adivino y consejero.

Tras aquel coloquio, Gengis cambió de opinión: los hombres que, viviendo en las ciudades, conservaban su carácter propio, eran dignos de convivir con los más nobles. Era una lástima que, muy a menudo, no se llegara a comprender su manera de obrar. Por ejemplo, ¿acaso podía Wan-yen evitar que los demás fuesen unos traidores? Su deber era luchar hasta el fin con los pocos fieles que le quedaron; de obrar así, Gengis Kan hubiera dado seguramente la orden de capturarlo en vida y le habría instado como a Yeliu-Tschutsai, para que se pusiera a su servicio, y quizá le hubiese nombrado gobernador de Pekín o, probablemente, de todo el territorio de los Chin… No hay que temer a la muerte… ¡Pero de eso a suicidarse…! Gengis Kan no lograba comprenderlo.