Atravesar el Gobi bajo el calor del verano suponía un grave peligro para su gente, así que Gengis ordenó acampar en la linde del desierto, en el oasis Dolon-Nor.
La primera noticia que de Chin llegó hasta allí fue que el emperador Hsuan-tsung había anunciado a su pueblo el traslado de su residencia a la capital del sur (más allá del Huang-ho), la actual Kai-song. De nada sirvió que sus ministros le hicieran observar que su viaje se parecía a una huida, a una entrega de las provincias del norte. La voluntad del emperador, que deseaba alejarse cuanto antes de los mongoles, era inquebrantable y su decisión quedó corroborada por su primer consejero, el mariscal Kao-chi, puesto que éste quiso acompañar a su emperador hacia el sur. Para tranquilizar al pueblo y demostrar que el emperador se preocupaba de sus provincias del norte, se dijo expresamente, en proclamas, que el príncipe heredero y el comandante militar, príncipe Wan-yen, permanecerían en Pekín.
—¡No se fía de mis palabras! —exclamó Gengis enfadado. Luego, pensativo, añadió—: Hago la paz únicamente para poder emprender la conquista del sur…
Y, como corroborando sus pensamientos, se presentó en el campamento mongol un embajador del emperador Sung, quien, debido a la preocupación de su gobierno acerca de las intenciones de Hsuan-tsung, del Imperio del sur, había dado largos rodeos hasta llegar al límite del desierto de Gobi.
En el reino de los Sung se celebraban las victorias de los mongoles como si fuesen propias. Allí se consideraban las derrotas de los Chin como un merecido castigo del cielo por las continuas guerras con que devastaban constantemente el Imperio Sung y las provincias situadas al sur del Huang-ho, que, además, estaban obligadas a pagar un tributo.
Por fin, durante el último año, los Sung se atrevieron, una vez más, a demorar el envío de los «regalos» consistentes en 250 000 onzas de oro y 250 000 piezas de seda. Pero los mongoles se fueron de pronto y la corte china se trasladó al sur, junto a las fronteras del reino de los Sung. Por consiguiente, la preocupación de este imperio era muy fundada. Así pues, el enviado deseaba conocer exactamente los planes del monarca mongol y darle a entender el peligro de que los Chin se fortaleciesen de nuevo.
El ministro de un país de cultura refinada, cuya literatura y arte florecían en alto grado; el mandarín de una corte cuyo esplendor y etiqueta se hacían patentes hasta en los más insignificantes detalles, y a los ojos del cual el mismo emperador Chin no era más que un advenedizo y un bárbaro, necesitó algún tiempo para acostumbrarse a la situación reinante en Dolon-Nor. Se informó de todos los pormenores del ceremonial de la gran audiencia. Le dijeron que, al entrar en la tienda, no debía pisar el umbral ni apoyarse luego en las columnas que la sostenían, pues estas faltas se castigaban con la pena capital y, en espera de la condena, el culpable era azotado.
Después se le hizo andar, ataviado con su traje de etiqueta, entre dos fuegos. El adepto de la filosofía de Confucio supo que así quedaría limpio de todo mal pensamiento.
Tuvo que ver cómo los magníficos regalos que le llevó al emperador de los mongoles eran conducidos entre los dos fuegos y se chamuscaban los preciosos tejidos. Observó cómo durante siete días quedaron expuestos al aire libre para ser ofrecidos a los dioses, aunque el sol y el viento empalidecían sus delicados tintes y estropeaban muchas de aquellas preciosidades fabricadas para el embellecimiento del palacio imperial.
Por fin penetró en la inmensa tienda. En ella todo estaba envuelto en una extraña penumbra, pues la luz penetraba tan sólo por un pequeño agujero situado en medio del techo y por las rendijas de los tapices de la entrada. Exactamente frente a ésta, al otro extremo de la tienda, se levantaba el enorme tinglado de madera, cubierto de tapices, sobre el cual descansaba el trono del gran kan y de la princesa china. Al lado del trono, un poco más atrás, media docena de concubinas. Luego, en un inmenso círculo, sentados en taburetes y bancos, los príncipes, generales y nobles, y, frente a ellos, sus mujeres, conquistadas en China, engalanadas, limpias, cargadas de magníficos trajes y vestiduras, piedras coloreadas, alhajas de oro… Cerca de la entrada, a un lado, gigantescas mesas que amenazaban romperse bajo el peso de los recipientes de oro y plata llenos de kumys y de las calderas repletas de carne hervida. Al otro lado, una orquesta compuesta por los más hermosos flautistas. Y sobre el trono, en la misteriosa penumbra, como flotando sobre todos, la poderosa figura de Gengis Kan, quien, al contrario que los demás, no llevaba adornos. La música, que empezó a sonar en el momento que el gran kan tendía la mano hacia su copa; el tumulto de hombres y mujeres, que se levantaban de un salto, bailaban y batían palmas…, todo aquello era extraño y bárbaro.
En tales circunstancias no le resultaba fácil al embajador de los Sung explicar su misión con palabras floridas y frases bien redondeadas. Fue para él un alivio que el kan le dejara hablar sin ceremonias, y que sus palabras fueran traducidas por el intérprete, sin omitir nada.
Pero el tiempo pasaba, y el rostro inexpresivo y la mirada insondable de Gengis Kan no revelaban sus pensamientos. La única contestación que dio al discurso del enviado fue que bebiera tanto kumys y comiera tanta carne como pudiese. Se le designó un sitio a la izquierda de las mujeres, mas no como una afrenta. Pudo beber vino de arroz y conversar con las mujeres del kan en chino. Mientras, ante él, bebían y bailaban los guerreros mongoles.
Pero de su misión ¡ni una palabra! Ni aquel día, ni más tarde. Parecía haber caído en el olvido. No se convocaba el consejo, no se hablaba de una audiencia.
El kan no había dado a conocer su opinión, y era en vano que el embajador, según el sistema chino, intentase, por medio de los cortesanos, averiguar las intenciones de los mongoles. Los mongoles no tenían intenciones.
Ellos cabalgaban, preparaban la caza con halcón y, como podía ver desde su tienda, en la plaza, ante la gran tienda, jugaban a la pelota con su emperador. Veía la enorme figura de Gengis Kan correr, con sus príncipes y oerloks, tras la pelota, atraparla, lanzarla. Le veía reír y alegrarse como un niño cuando conseguía el mejor golpe.
Por fin, el enviado se las arregló para que el kan le encontrase a la salida de la tienda. Frenó de inmediato su caballo y el intérprete tradujo:
—¿Por qué no has venido a jugar con nosotros a la pelota? Hemos jugado admirablemente.
El atolondrado embajador se permitió tartamudear que no había sido invitado al juego.
—¿Y para qué necesitas una invitación? Cuando quieras jugar, no tienes más que venir.
Por la tarde, al presentarse en el banquete, lo castigaron por su ausencia con tantos vasos de vino de arroz que, al fin, tuvieron que llevarlo, totalmente ebrio, a su tienda. A la comida siguiente consiguió, por último, dirigir al gran kan unas palabras referentes a las preocupaciones expresadas en la carta de los Sung; pero la respuesta fue breve y evasiva:
—He firmado la paz con Hsuan-tsung.