IV

La primavera de 1212 presenció, de pronto, el estallido de una rebelión en Chitan, mientras Gengis Kan exigía tributo a las provincias situadas al norte de la Gran Muralla. Derrotó al ejército enviado contra él y, persiguiendo a los fugitivos chinos, traspasó la Gran Muralla y apareció de nuevo en Schan-si. Pero allí se encontró con una sorpresa: las ciudades se habían provisto de nuevas defensas, y las fortificaciones arrasadas habían sido reconstruidas durante el invierno. Así pues, tenía que emprender de nuevo la conquista.

Para conseguir una rápida victoria, dejó de sitiar las pequeñas ciudades y asedió la capital de la provincia, Ta-tung-fu, la residencia del oeste. Inmediatamente acudieron los ejércitos chinos de desbloqueo, pero fueron derrotados. Trató de tomar por asalto la fortaleza, pero también aquella hermosa ciudad era inexpugnable para sus jinetes. Y, mientras dirigía el asalto, le hirió una flecha.

De repente empezaron a llegar de Chitan malas noticias: habían aparecido las tropas imperiales, que por doquier ahogaban la rebelión y cercaban al príncipe Liao.

Chin era demasiado fuerte.

Cualquier otro jefe hubiera desistido de una lucha desesperada y regresado a sus seguras estepas. Sin embargo, Gengis había conseguido nuevos aliados, que le convencían de que Chin sería derrotado. Era, pues, menester luchar hasta el fin.

Nuevamente se retiró tras la Gran Muralla y empezó a ejercitar a sus mongoles en el arte del asedio. Envió al asediado príncipe Liao a Dschebe-Noion (Príncipe Flecha) con algunos tuman.

Dschebe, durante una expedición invernal, eliminó los ejércitos imperiales en Chitan, trató de tomar por asalto la residencia este, Liao-yang, y fracasó tal y como Gengis había fracasado ante Ta-tung-fu, la residencia oeste. Las fortalezas eran inexpugnables para los mongoles.

Entonces recurrió a la táctica preferida de éstos: hizo circular el rumor de que acudía un ejército de Chin para el desbloqueo, mandó levantar el asedio y ordenó una retirada tan precipitada que dejase toda la impedimenta y las tiendas abandonadas ante Liao-yang. Después de dos días de retirada, ordenó a los mongoles montar sus caballos de refresco y, en una noche, desanduvo lo andado. Su treta tuvo éxito: encontró a toda la guarnición y parte de los habitantes hurtando en su campamento. Todas las puertas de la ciudad estaban abiertas… Arrolló a los saqueadores y asaltó la plaza.

El resultado fue que el príncipe chitano, quien empezaba a vacilar, se declaró rey de Liao-tung y dispuso su reino bajo la protección de Gengis Kan.

En la primavera siguiente, los mongoles se tomaron las cosas en serio: la tercera expedición empezó con la conquista sistemática de las provincias del norte. Ahora no dejaban ninguna ciudad atrás: ante las fortalezas más débiles se ejercitaban para habérselas contra las más potentes. Tuli, el hijo menor de Gengis Kan, y su yerno Tschiki daban ejemplo, escalando los primeros las murallas. Sus otros hijos y los generales luchaban por la posición de los desfiladeros, que ocupaban uno tras otro. Y se cumplió, por fin, la promesa del general Liao: cuando ya no quedaba la menor duda de que la invasión de los mongoles no era una simple expedición de pillaje, sino que se trataba de una conquista bien planeada, varios generales de origen chitano se pasaron, con sus tropas, al bando de Gengis Kan.

Pronto llegó a ser no tan sólo dueño de toda Schan-si, sino que ocupaba ya por todas partes las llanuras de Pekín.

Y en aquel momento, cuando el peligro era más amenazador, estalló en la «residencia central» una rebelión pasajera.

Como de costumbre en los trances de apuro, el emperador había concedido la acostumbrada amnistía y llamado a los generales sancionados. Uno de éstos, el eunuco Hu-scha-hu, a quien el emperador había confiado el mando de un ejército, ocupó de improviso Pekín, dio muerte al gobernador, se apoderó del palacio imperial y mató a Yun-chi.

Gengis interrumpió todas las acciones y se dirigió a Pekín con la esperanza de que las puertas de la inexpugnable fortaleza se abrirían ante él. ¿Pues qué podía significar un motín si no una rebelión de los partidarios de Liao? Ignoraba que los chitanos de la dinastía Liao eran, en el fondo, tan extraños a los chinos como los manchurianos a la dinastía Chin. Hacía quinientos años que también ellos eran conquistadores extranjeros, y sólo como tales habían adoptado las costumbres, los usos y los modos de pensar del pueblo oprimido, que, indiferente, lo aguantaba todo y luchaba, bajo el mando de sus generales, contra los nuevos conquistadores, mientras el «cielo les permitiera conservar el dominio sobre el reino del centro»; no obstante, el pueblo no los reconocía como chinos.

Hu-scha-hu no era partidario de los Liao ni estaba dispuesto a reconocer «a los bárbaros del norte». Su revolución era un asunto privado. Tras la muerte de Yun-chi, se nombró generalísimo de todas las tropas chinas y puso en el trono vacante a un príncipe escogido por él, de la dinastía Chin, quien, como emperador, recibió el nombre de Hsuan-tsung. Luego partió al encuentro de Gengis Kan.

Cerca de Pekín, al atravesar un río, Gengis fue atacado por sorpresa. El eunuco Hu-scha-hu, aunque con una pierna inútil e inmovilizado, dirigía la batalla y, por primera vez desde el comienzo de la guerra china, los mongoles fueron derrotados. Esta fue la segunda y última derrota que Gengis Kan sufrió en su vida. Gracias al retraso de las tropas de cerco del general Kao-chi, la batalla no terminó con el aniquilamiento total de su principal ejército y consiguió retirarse con cierto orden.

Hu-scha-hu quiso ejecutar al descuidado general Kao-chi, que le hizo perder el fruto de su victoria. Pero el nuevo emperador, Hsuan-tsung, intercedió por él, y Hu-scha-hu le dio una oportunidad para enmendar su falta. Como estaba demasiado enfermo para continuar las operaciones, envió refuerzos a Kao-chi y le ordenó reanudar el ataque contra los mongoles.

Kao-chi atacó. Luchó con el valor de la desesperación; pero Gengis había reunido sus tropas y ordenado buscar otras de reserva. Un día y una noche duró la encomiada batalla, pero Kao-chi fue derrotado y perseguido hasta los arrabales de Pekín.

Estaba convencido de que Hu-scha-hu cumpliría su palabra y lo haría ejecutar. Así pues, le tomó la delantera: al frente de sus soldados, asaltó el Palacio del Generalísimo.

Hu-scha-hu quiso huir, pero se enredó en su traje y cayó. Kao-chi lo alcanzó, lo decapitó y se dirigió, con sus soldados y la cabeza de Hu-scha-hu, al palacio del emperador Hsuan-tsung.

Con el sangriento despojo de su enemigo en la mano, rogó al emperador que eligiese entre los dos.

La amenaza del general no dejaba lugar a dudas: sus soldados rodeaban el palacio imperial y Hsuan-tsung no era más héroe que su predecesor. De pronto, recordó que Hu-scha-hu era un rebelde, un regicida que se había apropiado del título de mariscal, y despojó cobardemente de todos sus títulos y dignidades al hombre que le puso en el trono, al único que supo derrotar a los mongoles. Se hizo pública la lista de todas sus faltas, y Kao-chi fue alabado por su hazaña y ocupó el puesto de Hu-scha-hu como generalísimo. Los soldados que asaltaron el palacio de este último fueron recompensados.

Y todo esto ocurría mientras Gengis Kan se hallaba ante las puertas de Pekín, debiendo convencerse una vez más de que la fortaleza era inexpugnable.

Gengis tuvo un acceso de ira. ¿Acaso creían poder escarnecerle porque habitaban entre murallas? ¿Seguir comerciando como si él ni siquiera estuviese en el país? ¿Acaso Chin no se daba cuenta de que estaba en guerra? ¡Pues bien, pronto lo sabrían!

Gengis aún no pensaba en retirarse a sus cuarteles de invierno, pero tampoco permitía que sus mongoles se descalabrasen contra aquellos muros inexpugnables. Dividió su ejército (y las 46 divisiones chinas que, al mando de varios generales, se habían unido a él) en tres facciones: una se dirigió hacia donde estaba su hermano Kassar, hacia el este, en el sur de Manchuria; otra, formada por tres divisiones, se encaminó hacia el lugar ocupado por sus tres hijos mayores, a través de las altas planicies de Schan-si, hacia el sur, mientras que él, con su hijo Tuli y el grueso del ejército, marchó por las llanuras chinas hacia el sudeste, hasta Chantung.

Durante todo el otoño y el invierno, los mongoles, en tres bandos, recorrieron, pillando, matando e incendiando a su paso, el Imperio Chin. Regiones calcinadas, ciudades despobladas, ruinas humeantes, jalonaban su camino.

Los generales chinos se habían retirado a sus fortalezas y llamado a los campesinos para defenderlas. Gengis Kan ordenó capturar a los ancianos, mujeres y niños que habían quedado en las aldeas y los obligó a marchar, delante de sus jinetes, contra las murallas y bastiones de los fuertes. Los campesinos se negaron a disparar contra sus padres, mujeres e hijos y a arrojar sobre ellos fuego o pez ardiendo, y no combatieron.

Tan sólo fueron respetados unos cuantos lugares cuyas guarniciones pasaron enseguida a manos de los mongoles; los demás quedaron arrasados. En menos de medio año destruyeron, incendiaron y saquearon noventa ciudades fortificadas y tenazmente defendidas. En todo el territorio, hasta el curso inferior del Hoang-ho (que entonces desembocaba al sur de Chantung, en el mar Amarillo), se destacaban tan sólo, como islas, once fuertes que no se pudieron tomar, aunque habían sido cercados. Todo el país fue devastado. El hambre y las epidemias se propagaron en pos de las tropas mongolas: los cadáveres de los vencidos yacían por los campos o flotaban sobre las aguas. Así era la ira de Gengis Kan.

Con la primavera llegó la orden de regreso. Los tres ejércitos debían volver a reunirse ante Pekín. Pero cuando atravesaban de nuevo las regiones devastadas, las epidemias y enfermedades se cebaron también en los vencedores. Los ejércitos mongoles que se reunieron frente a Pekín no eran tan brillantes ni tan fuertes como cuando empezaron la retirada.

No obstante, los generales, llevados por su arrogancia de triunfadores y ebrios por los inmensos botines que, desde hacía un año, día y noche interminables caravanas llevaban hacia Mongolia, exigieron de su gran kan que, para coronar la victoria, los condujese al asalto de Pekín.

Gengis Kan prohibió el asalto. Se había dado cuenta de que, aun cuando consiguiese tomar Pekín, no estaba en condiciones de conservarla, y de que tampoco podría conquistar todo el imperio, que contaba con cincuenta millones de habitantes.

Además, las epidemias y enfermedades eran, seguramente, una señal del cielo, un aviso…

Por consiguiente, envió un parlamentario al emperador Hsuan-tsung para decirle: «Todas las provincias de tu reino al norte del Huang-ho (río Amarillo) están en mi poder. Sólo te queda tu capital. ¡Tan débil te ha hecho el cielo! Si quisiera, en tus apuros, seguir persiguiéndote, ¿qué diría el cielo de mí? Temo su ira y por eso deseo emprender el regreso con mis ejércitos. ¿No podrías hacer algunos regalos a mis generales, para quitarles el mal humor?».

En Pekín, se reunió el consejo de la corona. Allí no se estaba acostumbrado a que los más débiles ofreciesen la paz, y el mariscal Kao-chi deseaba entablar una batalla decisiva, porque las tropas de Gengis Kan debían de estar agotadas, y sus caballos, debilitados. Pero los ministros no quisieron oír hablar de ello. ¡Sería una locura siquiera hablar de seguir luchando! ¡Desde hacía tres años no se llevaba a cabo otra cosa! ¿Y con qué resultados? Se enviaban contra ellos un ejército… y era aniquilado; un segundo, un tercero, ¡un décimo…! ¡Todos fueron aniquilados! ¡Aniquilados! ¡Aniquilados! ¡Se encerraban en las fortalezas, y éstas eran asaltadas, tomadas, incendiadas! ¡El más elevado arte de la guerra, las más poderosas máquinas bélicas, los más temibles medios de guerra, como el fuego que estalla, nada podía contra aquellos demonios mongoles! Todo cuanto se emprendía fracasaba irremisiblemente… Y ahora, ¿iban a rechazar su oferta para excitar aún más su ira?

En vista de ello, el emperador Hsuan-tsung se dispuso a enviar un ministro a Gengis y se entabló discusión sobre las condiciones de paz.

Chin se comprometía a conceder una amnistía general, a reconocer al príncipe de Chitan como emperador independiente de Liao-tung (Gengis no había olvidado a sus aliados y cumplió la palabra empeñada) y daba por esposa al gran kan, como prueba de buena voluntad, una hija del anterior emperador, con todo su ajuar y séquito.

Se firmó la paz, y Gengis se dirigió, al terminar la primavera de 1214, tres años después de su primera y gran invasión en Chin, hacia las fronteras, acompañado por el ministro imperial, con la intención de no volver a pisar el suelo chino.

Podía estar satisfecho del resultado obtenido. Ni la muralla china, ni los desfiladeros defendidos, ni las montañas, ni las formidables fortalezas, habían podido salvar a un pueblo de cincuenta millones de almas del ataque de 200 000 jinetes mongoles. El Imperio Chin había sido vencido y devastado, y necesitaría varias décadas para rehacerse. Gengis Kan nada tenía que temer de las intrigas de los hombres de Chin. No les sería tan fácil meterse con él.

Cerca de la frontera le asaltó una idea: ¿qué haría con los 10 000 prisioneros que durante las operaciones había empleado en los trabajos preliminares del asalto a las fortalezas? Llevaban los gérmenes de enfermedades y epidemias; no estaban en condiciones de cruzar el Gobi; tampoco era posible enviarlos a sus casas, pues conocían demasiado bien las tácticas de los mongoles y, como soldados del emperador, podrían llegar a convertirse en enemigos peligrosos. Pero ¿qué importaba la vida humana? Mandó salvar la vida de los obreros, artistas y sabios, y matar a los demás.