El ejército ya disponía los preparativos para la marcha, cuando un general chino se presentó en el campamento.
La victoria de los bárbaros había sembrado el desaliento en las esferas de la corte de Pekín. Hacía ochenta años que Chin no había sufrido semejante ataque de pillaje. Generalmente, los ladrones se retiraban al presentarse las tropas imperiales; pero esta vez parecían buscar la lucha, pues apenas se presentaba un ejército, éste era atacado desde todas partes por los nómadas. Con su jefe parecía no poder contar; por fin había conseguido llegar a las puertas de la capital y en Pekín se esperaba un asalto salvaje, el cual, rechazado de un modo sangriento, enseñaría a los bárbaros que valía más conformarse con ricos regalos y volver a sus territorios. Aquel gran kan no permitía a sus jinetes acercarse a más de un tiro de flecha de las murallas. De lejos, se les veía cabalgar alrededor de las fortificaciones y, repentinamente, sin parlamentar siquiera, levantaban el campamento. ¿Qué planeaban? ¿Adónde se dirigían?
Y Chin tomó la iniciativa de parlamentar.
El general enviado como parlamentario debía informarse de las intenciones de los nómadas, debía expresar al gran kan el asombro del emperador: Chin vivía en paz con los mongoles, Gengis Kan era el tschao-churi del emperador, el plenipotenciario contra los rebeldes de la frontera. ¿Por qué, pues, había invadido a Chin?
Gengis Kan quedó sorprendido al oír semejante mensaje: había devastado las provincias más florecientes de su imperio y, no obstante, el poderoso emperador pretendía vivir en paz con él. Aquel enorme país, aquellas poderosísimas fortalezas y ciudades, pertenecían al emperador y, en lugar de atacarle, le preguntaba por qué había invadido su imperio. ¿Se ocultaba en ello alguna debilidad que hubiese escapado a su perspicacia?
Gengis Kan recibió al general con todos los honores que le correspondían, y empezó a sonsacarle. Chin había elegido mal su parlamentario: descubrió ante el gran kan el estado interior del país.
Los chinos consideraban que los emperadores Chin, que desde hacía cerca de un siglo reinaban en el norte de China, eran unos usurpadores. Aunque el país se había unificado, aunque habían vencido en la guerra contra el Imperio Sung, en el sur de China, y pudieron arrancarle las provincias situadas al sur del Huang-ho; aunque se hubiesen adaptado por completo a los usos y costumbres chinos, no dejaban de ser bárbaros del norte, de Manchuria, que habían derribado a la antigua dinastía Liao, y los chinos nunca los reconocerían como emperadores legítimos. El pueblo se sentía oprimido por ellos y de ninguna manera podía quererlos. En el sur, los emperadores Sunz eran sus enemigos; al noroeste, entre Yen-king y Corea, estaba Chitan, el país de origen de los Liao, donde vivía todavía un príncipe de la antigua dinastía; desde luego, en calidad de vasallo del emperador Chin… Si Gengis Kan quisiera ayudar a la dinastía Liao a reconquistar sus derechos, el general, también descendiente de los Liao, estaba dispuesto a servirle… Y como él, eran muchos en el país los que pensaban de la misma forma.
Gengis examina atentamente su situación: con sus jinetes era más fuerte que cualquier ejército Chin, pero no podía tomar las gigantescas fortificaciones ni conservarlas, aun en el supuesto de que las pudiera asaltar. Cualquier guarnición mongola estaría perdida en aquel mar de gente. Pero si, mediante los Liao, pudiera ganarse el favor de las masas populares… ¿Por qué no hacer fuertes a los Liao, si éstos querían ponerse bajo su mando supremo?
Finalmente, se decidió: proseguiría la guerra. No se quedó en Tschi-li ni en Schan-si. Marchó hacia el norte. Allí estaba la doble muralla, que debía impedirle la entrada en Chin. Desde el exterior no le ofreció ninguna resistencia digna de ser citada, y entre el interior y el exterior de la Gran Muralla se encontraban incontables potros imperiales, la poderosa remonta china. Con un solo golpe se halló en posesión de incalculables rebaños de caballos, que le quitaron toda preocupación concerniente al equipo de sus jinetes e impidió el abastecimiento de caballos a los ejércitos chinos. Los ejércitos que en lo sucesivo podría enviar en su contra el emperador Chin se compondrían, casi en su totalidad, de infantes, a los que, con sus rápidos jinetes, alcanzaría donde y cuando quisiera.
Montó su campamento más allá de la Gran Muralla, lejos de todo peligro de ser atacado por sorpresa, y envió una embajada a Chitan, al príncipe Liao.