II

Iniciaron la marcha patrullas desplegadas en forma de abanico, con lo cual ninguna fuente, ningún lugar apropiado para acampar, ningún mensajero adversario, podían pasar inadvertidos. Luego, tres poderosos cuerpos de ejército al mando de los mejores oerlok: Muchuli, Subutai y Dschebe. Después, en tres divisiones —centro, derecha e izquierda—, el grueso del ejército. De este modo, el ejército mongol recorrió setecientos kilómetros, desde el río Kerulo hasta la frontera china, atravesando las montañas y la parte este del desierto de Gobi. Todo ello sin perder un solo hombre. Ni siquiera se necesitaba montar guardia nocturna ni hacer preparaciones para las etapas. Los guerreros llevaban consigo todo cuanto precisaban. Cada jinete tenía su caballo de reserva. Para alimentarse en los desiertos llevaban rebaños. Con gran previsión, se eligió la mejor época del desierto para la marcha, cuando el Gobi tenía, a la vez, agua y hierba. Y, ya en país enemigo, la guerra mantendría a la guerra. El lugar de abastecimiento de los mongoles se hallaba siempre ante ellos: en el país que se disponían a conquistar.

El emperador de Chin tenía su residencia en Yen-King (Pekín), la capital central del reino. Si Gengis quería emprender algo más que una expedición de pillaje, dicha ciudad debería ser su objetivo, y, en efecto, sus vanguardias parecían marchar directamente sobre ella, allá donde dos muros bien defendidos, separados entre sí por cincuenta y hasta cien kilómetros, protegían la llanura ante Pekín de las incursiones de los pueblos salvajes del norte.

Aunque la corte pretendía vivir en paz, estaba bien equipada. Formidables ejércitos se hallaban concentrados cerca de la capital, y se pusieron inmediatamente en camino al recibir la primera noticia de la marcha de los mongoles, con el fin de atacarlos en los desfiladeros, contenerlos gracias a sus fortalezas estratégicamente situadas, y luego aniquilarlos en las regiones difíciles situadas entre ambas murallas. De pronto, llegó del oeste la terrible noticia: los movimientos de las tropas mongolas sólo habían sido fintas. Gengis Kan, con su principal ejército, acababa de atravesar sin apenas lucha la Gran Muralla, a unos doscientos kilómetros al oeste, en un lugar donde la guarnición estaba constituida únicamente por mercenarios ongutas, y había llegado, como caído del cielo, a la fértil provincia de Schan-si.

Por consiguiente, los ejércitos imperiales debían, en lugar de marchar hacia las fortalezas cercanas, dirigirse cientos de kilómetros más hacia el oeste, atravesando montañas impracticables. Como, al mismo tiempo, Gengis, con las tropas de vanguardia que se encontraban más al norte, se desviaba hacia el oeste y sus caballos adelantaban mucho más que las tropas chinas, compuestas en su mayor parte de infantes, éstas fueron atacadas por ambos lados y desorganizadas por completo. Los cuadros chinos, que marchaban en apretados pelotones, ofrecían a los tiradores mongoles un blanco excelente. La lluvia de flechas los desconcertó por completo y el ejército fue incapaz de resistir el subsiguiente ataque de 200 000 jinetes que maniobraban en filas cerradas. En este primer combate fue aniquilado el mejor ejército del emperador chino. Schan-si estaba a punto de caer a los pies de Gengis Kan.

Este dividió sus tropas. Para poder alimentarse con los productos del país, era necesario que se diseminaran en amplias llanuras. Esto no ofrecía ningún peligro mientras el servicio de enlaces funcionase tan bien que, a la primera aparición de cualquier ejército enemigo, pudiera acudirse en dos o tres días al lugar amenazado. Y, en efecto, nunca quedaron interrumpidas, ni allí ni en las subsiguientes expediciones de guerra de Gengis Kan, las relaciones entre él y sus generales, donde quiera que éstos se hallasen. La táctica de marchar separados y luchar juntos había sido ideada y llevada a cabo por él a su más alto grado de perfección, haciendo que los mongoles apareciesen, siempre de un modo sorprendente para sus enemigos, en cualquier lugar por increíble que fuera, y que todos los ejércitos estuviesen juntos cuando se trataba de una batalla decisiva.

Tres ejércitos mandados por sus hijos Dschutschi, Tschagatai y Ugedei habían penetrado, formando abanico, en la rica provincia. Gengis en persona, con Tuli, su hijo menor, rodeó la residencia occidental Ta-tung-fu, y Dschebe, con un quinto ejército, fue enviado hacia el este para informarse acerca del paso a las llanuras de Pekín.

Cuando consiguió tomar con rapidez por asalto un paso débilmente defendido, Gengis levantó el asedio de la residencia occidental, sus hijos abandonaron las fortalezas y ciudades conquistadas, y el alud mongol se abatió en la baja llanura del este de Chin, hasta los muros de Pekín.

Tan sólo al hallarse ante la gigantesca urbe Gengis se dio cuenta de lo absurdo de su empresa. ¡Qué fosos, qué defensas, qué murallas! A caballo recorrió el perímetro de las fortificaciones. ¡Qué enormidad! Nunca se había imaginado que existiera un conglomerado humano tan grande.

¿Qué podía hacer? ¡Jamás podría tomar aquellas gigantescas murallas defendidas por centenares de miles de hombres! ¡Nunca sería dueño de Chin! ¡Qué gran imperio, coronado con semejante ciudad gigantesca! Ya había derrotado cuatro ejércitos, cualquiera de ellos más grande que todas sus tropas juntas, y le acababan de informar de que de todas partes acudían ejércitos todavía mayores.

Hacía medio año que sus jinetes recorrían el país, saqueándolo, y ahora sabía que tan sólo se encontraban en una provincia, Schan-si, y que acababa de penetrar en una segunda de igual extensión, llamada Tschi-li, y que el Imperio Chin estaba compuesto de una docena de provincias semejantes. ¿Adónde dirigirse primero? ¿Qué conquistar en primer lugar?

En su cerebro germinó la idea de desistir de un plan imposible: no se podía dominar a Chin. Todo lo demás lo había conseguido: los mejores ejércitos del emperador estaban destrozados; sus mongoles, enriquecidos con el botín y los esclavos; y la importancia de su gran kan había crecido de un modo extraordinario. Dschebe, con un nuevo empujón hacia el este, había llegado hasta el confín del mundo, hasta allá donde la tierra se cambia en agua. ¿Qué más podía desear? Él era el vencedor, pero si empezaba el asedio y tenía que levantarlo después sin tomar Pekín, su esfuerzo sería en vano.

Y Gengis dio orden de retroceder.

Quizá no conviniese regresar inmediatamente a Mongolia, sino invernar en las cercanías para observar los acontecimientos en Chin. Estalla todavía indeciso entre situar sus cuarteles de invierno en Tschi-li, en Schan-si o fuera de la Gran Muralla.