En la primavera de 1211, Gengis Kan reunió sus fuerzas. Todos los hombres en condiciones de llevar armas, desde el Altai hasta la montaña de Chingan, debían presentarse en su campamento, situado a orillas del río Kerulo.
Lo que intentaba emprender era demasiado importante, demasiado decisivo respecto al destino de todos los nómadas, para que pudiese decidirse en un consejo de guerra ordinario. Ante los oficiales reunidos de todos sus ejércitos, declaró que había llegado el momento de vengar de la opresión secular del Imperio Chin a todos los pueblos que vivían en tiendas. Devolverle todo el mal que había hecho, hacerle pagar todas las traiciones que había cometido contra los anteriores kanes.
Los guerreros recibieron con aplausos y gritos de júbilo la noticia de que su victorioso gran kan quería llevarlos al rico país de las maravillas, donde les esperaba el mayor botín que soñaran en su vida.
Sólo Gengis comprendía cuán arriesgada era su empresa; sabía que ponía en juego la existencia de su Imperio mongol, apenas formado. Si eran batidos en un país extranjero, a miles de kilómetros de sus territorios, quedarían exterminados. Todos los países vecinos, sometidos con tantas dificultades, invadirían y saquearían su territorio. Las tribus sometidas volverían a sublevarse, y los pueblos que había conseguido reunir volverían a separarse. De la gloria de los Burtschigin, que él había forjado, nada quedaría, y hasta el nombre de mongol, que elevó a un título de honor, desaparecería por completo. Lo arriesgaba todo, su vida y su imperio, a una sola jugada.
Sin embargo, nada había olvidado para asegurarse el triunfo. En las fronteras reinaba la paz y, más allá de las mismas, vivían muchos aliados suyos. El país de que menos se fiaba, Hsi-Hsia, estaba tan debilitado que no le era posible pensar en la guerra, y si entre los jefes había todavía algunos sedientos de libertad e independencia, que le obedecían a la fuerza, se los llevaba a todos consigo, con sus hijos, parientes y guerreros. Dejaba tras de sí un país parcamente ocupado por mujeres, niños y ancianos, amén de una pequeña tropa de unos 2000 hombres para mantener el orden, y se llevó a Chin 200 000 jinetes.
Esta empresa era tan ingente y tan grande el peligro, que no se podía permitir que un chamán cualquiera implorase la bendición de los dioses, ni hacer que la guerra dependiese de una incierta profecía. Por consiguiente, el mismo Gengis, en calidad de Sutu-Bogdo (el enviado de Dios), quiso implorar los poderes divinos, mientras que, en la calle, todo el pueblo clamaba incesantemente al cielo: «¡Tengri! ¡Tengri!». Gengis oraba en su tienda, manteniendo un diálogo con los dioses. Les demostraba que sólo pretendía vengar la sangre vertida de sus antepasados. Les citaba el nombre de todos los kanes que habían sido muertos por los chinos, enumeraba los ataques contra el nuevo y valeroso pueblo nómada, refería las felonías y tretas de los hombres de Chin. El Eterno Cielo Azul no podía permitir que su pueblo elegido continuase sufriendo semejantes injusticias. Por eso le pedía que le mandase todos los buenos espíritus para ayudarle; y también todos los malos, porque, asimismo, el poder de éstos era grande. E imploraba el permiso de poder mandar a todos los hombres de la tierra para unirse contra Chin.
Durante tres días permaneció en su tienda, sin beber ni comer, implorando a los dioses. Al cuarto día el gran kan apareció ante su pueblo, para anunciar a la multitud entusiasmada que el cielo le había prometido la victoria.