De camino hacia su ordu, un mensajero «flecha» del oeste llegó a galope tendido con la noticia de que una embajada china se había presentado al otro lado de la Gran Muralla. Inmediatamente, Gengis Kan mandó detenerse y dejó que los embajadores le alcanzasen.
De pie ante su tienda, recibió a los enviados del emperador de Chin. El jefe de la embajada hizo comprender al intérprete que venían con un mensaje imperial que sólo podía ser entregado a un kotau.
—Pero ¿quién es ahora emperador en Chin? —preguntó Gengis aparentando no estar enterado del cambio en el trono.
—El emperador Wei-Wang, antes príncipe Yun-chi —contestó el embajador.
Gengis, conforme prescribía el ceremonial, se volvió hacia el sur; pero, en lugar de inclinarse respetuosamente, escupió con desprecio.
—Yo creía que el emperador de Chin, que se hace llamar Hijo del Cielo, debía ser un hombre extraordinario. Si un imbécil puede llegar a tan alto, no vale la pena inclinarse.
Y Gengis mandó que le trajeran su caballo y partió a galope.
Para la embajada, el camino de regreso lo fue todo menos agradable. Lo alargaron todo lo posible. Durante aquel tiempo, el desgraciado embajador se devanaba los sesos buscando la manera de comunicar, sin peligro para él, aquella expresión despectiva del jefe de los bárbaros al Hijo del Cielo. Sin embargo, a pesar de los muchos circunloquios con que le describió el mandarín la recepción que le hizo Gengis, la ira del emperador se desató, alcanzando a todo portador de malas noticias: fue encarcelado.
Con un banquete, se celebró un gran consejo en el palacio de Pekín, durante el cual, según la antigua usanza, los funcionarios de más baja estofa debían expresar los primeros sus proposiciones. Las opiniones de los dignatarios eran, como siempre, variadas. El emperador, que, como último, era quien decidía, ordenó al general que había votado por la guerra que marchase al país de los bárbaros y castigase severamente a su jefe; que esperase primero a que los bárbaros entrasen en acción, y que empezara la construcción de una nueva fortaleza cerca de la puerta más próxima de la Gran Muralla, para estar prevenido contra cualquier ataque de los mongoles.
El general más valeroso emprendió la marcha. Pero consideró demasiado peligroso marchar a través del desierto de Gobi y se conformó con dejar a sus soldados atacar a las pacíficas tribus ongutas, vasallas del Imperio de Chin, que vivían al otro lado de la Gran Muralla. Mas ni siquiera esta prudencia les salvó de su destino. Dschebe-Noion (Príncipe Flecha), a quien Gengis (al recibir la primera noticia de la aparición de un ejército al otro lado de la Gran Muralla) había enviado al este con algunos tuman (compañías de 10 000 hombres), atacó a las tropas chinas, las venció y destruyó la fortaleza que se estaba construyendo, adquiriendo, entre los ongutas libertados, buenos aliados para su señor.
Después de esta prueba, el valor guerrero de Yun-chi quedó aniquilado. Como era de mal agüero que la primera guerra bajo un nuevo emperador acabara en derrota, prohibió severamente que se propagase por Chin noticia alguna referente a los rebeldes allende la muralla.
Cuando el general de la Gran Muralla se presentó, a pesar de todo, ante el Hijo del Cielo para comunicarle que los mongoles se preparaban para el ataque, fue muy mal recibido. Se le dijo que mentía y que Chin vivía en paz con los bárbaros.
El general desconocía la etiqueta de la corte, por lo que continuó asegurando testarudamente que los mongoles no hacían otra cosa que cortar ballestas, forjar puntas de flechas y fabricar escudos.
A causa de su testarudez fue encarcelado, y Gengis Kan dispuso de un año para prepararse tranquilamente a llevar a cabo la mejor lucha de su vida.