II

Hsi-Hsia, el estado tanguta del sur, se había formado siguiendo las directrices del plan chino. Poseía fortalezas y ejércitos organizados según el sistema chino. Por eso Gengis Kan decidió utilizar dicho estado como piedra de toque de sus fuerzas. Con él quería medir las suyas y adiestrar a los mongoles para su lucha contra Chin.

Un año después de su subida al trono invadió Hsi-Hsia con sus jinetes, derrotó al ejército que le presentó batalla, arrolló unas cuantas ciudades pequeñas y se topó con la primera gran fortaleza: Wolohai.

Los indomables mongoles ardían en deseos de emprender el asalto, y él los dejó obrar.

Todos sus ataques fracasaron.

Gengis Kan empezó un asedio en toda regla, y hubo de reconocer que sus salvajes jinetes no estaban en condiciones de continuarlo. No podían esperar con paciencia, no sabían avanzar lentamente, paso a paso. El mal humor y la incertidumbre reinaban en el campamento mongol.

Gengis Kan no quería levantar el cerco, creyendo que su bandera blanca con el halcón, el espíritu protector, no podía ser derrotado, y recurrió a una de sus sorprendentes tretas.

Mandó anunciar al comandante de la fortaleza que, contra entrega de 1000 gatos y 10 000 golondrinas, levantaría el sitio. Asombrado de este singular deseo, el general de la plaza mandó realizar una batida contra los gatos y golondrinas de la ciudad, entregándolos a los mongoles, pero sin abrir las puertas. Mas Gengis Kan no necesitaba ninguna puerta abierta. Mandó atar algodón al rabo de los gatos y a las colas de las golondrinas, encenderlo y soltar a los animales. Los pájaros, asustados, se dirigieron a sus nidos, y los gatos, rabiosos, buscaron sus escondrijos. ¿De qué les servía a los habitantes que éstos y aquéllos muriesen? La ciudad ardió por los cuatro costados, al tiempo que los mongoles se lanzaban al asalto final.

Los guerreros de Gengis Kan estaban exultantes… ¡La fortaleza había caído! ¡Nada podía resistir a su kan! Ocuparían todo el país.

Gengis Kan no estaba satisfecho. Su estratagema le había proporcionado la victoria, pero ya no podría repetirla. Y, entonces, ¿qué? ¡Contra las fortalezas se sentía impotente!

Los mongoles no comprendían por qué, tras su magnífico triunfo, no los dejaba continuar. El emperador tanguta, mientras tanto, se apresuró, en lo posible, a formar un nuevo ejército y fortificar las ciudades. Cuando los parlamentarios de Gengis Kan se presentaron en su residencia de Hoang-hsing-fu, la actual Ning-Hsia, el gran kan estaba dispuesto, bajo promesa de un tributo anual, a firmar la paz y retirar sus ejércitos de Hsi-Hsia.

Irritado, el emperador de Hsi-Hsia quiso rechazar aquella desvergonzada exigencia del nómada. Él, rey de un gran país, ¿iba a convertirse en el vasallo de un kan de nómadas? Sus generales le recordaron que el propio emperador de China hacía, a veces, «regalos» a algún jefe, con tal de alejarlo del país, y luego, con toda tranquilidad, reunía sus ejércitos y lo derrotaba.

Se firmó la paz, se entregó el tributo, y Gengis Kan volvió inmediatamente a su ordu. Había conseguido cuanto necesitaba. Había triunfado, los mongoles ardían en deseos de emprender nuevas luchas y realizar nuevas conquistas y sabía cuál era la fuerza de las ciudades y la debilidad de su imperio. Ahora debía utilizar la experiencia adquirida.