I

El imperio de Gengis Kan limitaba con tres grandes países.

Al este y al sudeste estaba, tras un muro que no tenía parangón en el mundo, el poderoso Imperio chino. Al sur se encontraba el estado de Tanguta, Hsi-Hsia, y al oeste se extendía, más allá del Pamir, Kara-Chitan, el Imperio centroasiático.

En cada uno de dichos países, el Yurt-Dschi (estado mayor) poseía espías, que daban al gran kan, con todo detalle, los informes deseados. También su guardasellos, el ujguro Tatatungo, cuyo país era un estado vasallo de los Kara-Chitan, le dio muchas referencias.

El país madre de estos tres imperios era la primitiva China, que, en otros tiempos de vasta grandeza, se extendía desde los hielos eternos hasta el perpetuo verano. Pero después sus emperadores se debilitaron y, trescientos años antes se había dividido en dos partes: una, al norte, bajo la dinastía Liao, y otra al sur, bajo la dinastía Sung. Luego, los emperadores Sung se vieron obligados a reconocer como reyes independientes a los príncipes tangutas y gobernadores de Hsi-Hsia. Y desde hacía cerca de cien años reinaba en la parte norte la dinastía Chin, a la que estaba sometida la Liao. Pero uno de los príncipes Liao no quiso someterse y se retiró hacia el oeste, donde fundó el Imperio de los Kara-Chitan. De este modo nacieron, de aquel en otros tiempos tan formidable imperio, cuatro nuevos imperios.

En el oeste, en Kara-Chitan, reinaba un anciano emperador poco inclinado a las aventuras guerreras. No obstante, era un gobernador inflexible, y los países avasallados, como la patria del ujgur Tatatungo, estaban oprimidos. Cuando un ejército mongol se adentró en el Altai y puso fin al dominio del otro príncipe naimano, Buiruk, el territorio de los ujguros se extendía, en toda su longitud, entre las tierras de Gengis Kan y las de Kara-Chitan. Por eso Gengis Kan envió una embajada al príncipe ujgur, Idikut, a través de la cual le hacía saber que sería preferible reconocerle a él como jefe que al emperador de Kara-Chitan. Idikut mandó al emperador mongol los regalos de rigor, y más tarde él mismo se dirigió al ordu en calidad de vasallo.

El estado tanguta Hsi-Hsia conocía a Gengis Kan. Tras su victoria sobre los naimanos, invadió varios lugares de la frontera y exigió a algunas ciudades, densamente pobladas y poco guerreras, un fuerte tributo. Hsi-Hsia equiparó la primera aparición de Gengis Kan en sus fronteras a un ataque de nómadas ladrones.

El tercer vecino era el imperio tras la muralla, el objetivo eterno de los nómadas, siempre ávidos de botín. Los magníficos tejidos, tallas, trajes, armas, utensilios que, desde los tiempos antiguos, se trajeron de allí después de cada invasión esporádica, no eran nada comparado con lo que sobre aquel país de maravilla contaban los comerciantes musulmanes, que tenían en sus manos todo el comercio de China y del Asia central.

Gengis Kan conversaba gustoso con hombres que habían viajado mucho, y por eso dejaba que todas las caravanas llegasen hasta su corte. De niño, conoció a comerciantes en el campamento de los chungiratos; más tarde los encontró entre los keraitos, los vio entre los naimanos, y ahora, a cualquier parte que se dirigieran, debían pasar por sus territorios. Su conocimiento de los negocios, su habilidad para las transacciones, le atraían hasta tal punto que en su Bilik los citaba como ejemplo de los mongoles: debían ser diestros en la equitación y en el arte de la guerra y tan expertos en estas actividades como los comerciantes en sus negocios.

No obstante, al principio surgieron entre los comerciantes y él algunos equívocos: ellos eran conscientes de que sus mercaderías eran del agrado del jefe de los nómadas, y comenzaron a regatear por cada objeto, hasta que el kan, enojado, mandó a sus guerreros que les sustrajeran sus bienes y luego los expulsaran.

Entonces, un comerciante cuya caravana se encontraba en el territorio del kan cuando tropezó con sus desvalijados amigos, haciendo de tripas corazón, ofreció a Gengis todo su cargamento como regalo, que fue bien recibido. Gengis alabó las ofrendas y distribuyó parte de ellas entre sus oerlok, invitó al comerciante a ser su huésped y le rogó que volviese cuanto antes. Cuando se marchó vio, asombrado y satisfecho, a todos sus animales reunidos ante la tienda y cargados con costosísimas pieles, oro y plata, todo ello regalo del kan.

A partir de ese momento, las relaciones entre Gengis y los comerciantes empezaron a prosperar. Este modo especial de negociar fue aceptado sin rechistar. Todos los comerciantes seguían el camino que pasaba por su ordu, le llevaban como regalo sus más hermosas mercancías y eran tratados como huéspedes del gran kan, quien, silencioso y atento, sentado en su tienda de fieltro ante su copa de kumys, escuchaba con deleite las historias de los viajes y aventuras de los comerciantes, quienes, al partir, recibían tantos regalos que su visita se convertía en un gran negocio.

Gengis les preguntaba sin cesar acerca del Imperio Chin. Oía contar una maravilla tras otra. Allí, los caminos atravesaban los ríos sobre grandes losas. Casas gigantescas flotaban, impulsadas por el viento, sobre las aguas de las vías fluviales. Los personajes importantes del país no cabalgaban, sino que eran llevados en carrozas de oro por las calles. En el país, todo era de un esplendor y riqueza inimaginables. Pues si Chin era hermoso y rico, también su poder era enorme. Las ciudades eran tan grandes y albergaban tanta gente, que todos los mongoles cabrían en una de ellas. Estas ciudades estaban rodeadas de muros tan enormes que ningún caballo podía saltarlos ni ningún enemigo escalarlos. Sin que el emperador hiciese llamamiento alguno de soldados, su ejército permanente era más numeroso que todo el ejército del gran kan. Iban armados con arcos que, para tensarlos, necesitaban veinte hombres, y tenían carros de guerra tirados por veinte caballos. Podían arrojar fuego sobre el enemigo, y ese fuego estallaba con un fuerte ruido de trueno y rompía todo cuanto se hallaba próximo a él.

Cuanto más le contaban los comerciantes más reflexionaba Gengis. Todos le referían lo mismo: las fuerzas y máquinas de que disponía el emperador de Chin excedían a todo lo existente. Ejércitos inagotables, fortalezas inexpugnables, inconcebibles medios de guerra. Y, no obstante, estaba seguro de que llegaría el día en que emprendería una increíble lucha contra el poderosísimo Chin, con el fin de asegurar su naciente Imperio mongol. También acariciaba la idea de ver con sus propios ojos todas aquellas maravillas ocultas tras la Gran Muralla; mas, para ello, bastaría una atrevida expedición de pillaje, como sus antepasados habían hecho tantas veces. Sin embargo, lo que él pretendía era algo más: quería una guerra definitiva.

Era casi incomprensible que Chin hubiese permitido la unión de todos los nómadas, pues durante siglos no había hecho otra cosa que oponerse a cualquier desarrollo y crecimiento del poder de los pueblos que vivían en tiendas de fieltro, puesto que si se aliaban con unos era para luchar contra otros. Gracias a esta actitud, logró ahogar en germen el desarrollo de cualquier fuerza nómada. Había envenenado a Kabul Kan, aniquilado a Katul Kan, ajusticiado a dos o tres kanes de la familia Burtschigin, únicamente porque reunían demasiadas tribus bajo su dominación.

Como la invasión de Gengis se había llevado a cabo de forma precipitada, como Temudschin siempre había luchado contra enemigos que los generales Chin consideraban más fuertes y, por lo tanto, más peligrosos (Wang-Chan, Tuchta-Beg, Baibuka-Taiang), más allá de la muralla nadie se dignó a intrigar contra él. Y después, cuando los enemigos fueron aniquilados, se produjo la unificación del Imperio mongol con sorprendente celeridad. Sin embargo, el embajador Chin, Yun-chi, llegó hasta esa parte del desierto tras recorrer 2000 li (1000 kilómetros) para ver lo que allí ocurría; pero ya era demasiado tarde. Chin ya no encontraría más aliados. Para guerrear contra el gran kan, se vería obligado a enviar sus propios ejércitos al desierto… Y el gran kan ya conocía a esos ejércitos. ¡Desde hacía diez años, durante la guerra contra los tártaros! ¡Que viniesen, pues!

Los soldados de Chin no le preocupaban, pero sí la astucia de los hombres de Chin. No se conformarían con proteger a los primeros que se mostrasen descontentos, sino que también sembrarían cizaña. El kan no temía por sí mismo, sino por su imperio. ¿Acaso sus hijos podrían mantener la férrea disciplina entre aquellos jefes y príncipes revoltosos, independientes; sobre aquellos pueblos tan diferentes que él mantenía unidos? ¿Podrían resistir cuando Chin enfrentase a unos contra otros ofreciéndoles títulos y cegándolos con brillantes promesas? Como vecinos, los Kara-Chitan y Hsi-Hsia no eran peligrosos; pero mientras Chin se mantuviese tras sus fronteras, su reino estaría amenazado ante el surgimiento de posibles discordias. El sueño de su juventud se había cumplido, pues bajo su bandera se había formado un pueblo de guerreros, y ahora empezaba la segunda parte del sueño: la lucha contra los habitantes de las ciudades.

Pero, por muy decidido que Gengis Kan estuviese a entablar la lucha contra Chin, comprendía, por lo que le contaban los comerciantes y por los informes de sus espías, que ni él ni sus mongoles estaban equipados para semejante combate. Y Gengis Kan comenzó con toda su calma, prudencia y cuidado, a prepararse para semejante lucha.