En 1206, el año de Bar (la pantera), el general «guardián de las fronteras occidentales» en la Gran Muralla comunicó al emperador de China que en «los lejanos países» reinaba una paz absoluta.
Esto era tan asombroso que el anciano emperador Tschang-tsung, que reinaba desde hacía diecisiete años, pensó inmediatamente en el jefe mongol a quien nombrara Tschao-churi, «plenipotenciario contra los rebeldes de la frontera», y resolvió que era hora de que aquél le pagase el tributo, cuyo envío parecía haber olvidado. Así pues, delegó a su primo, el príncipe Yun-chi, para que fuera a los lejanos países a recordarle su obligación a Tschao-churi.
El príncipe Yun-chi encontró en su camino delegaciones de todos los pueblos y tribus que «vivían al otro lado de la frontera», y todas ellas se dirigían a donde se encaminaba Yun-chi: a la frontera Delugun-Boldok, en el curso superior del Onón. Allí estaba el ordu de Temudschin, una inmensa ciudad de tiendas, llena hasta rebosar de valiosos botines. Varios días antes de llegar, se vio rodeado de innumerables rebaños de magníficos caballos y vacas. Miles de hombres ordeñaban las yeguas para preparar el kumys, miles de mujeres ordeñaban las vacas y preparaban el arika, un aguardiente de leche destilado artificialmente.
Aunque Temudschin parecía estar muy ocupado, recibió al príncipe, mas sin rendirle los debidos y acostumbrados honores. Le ofreció regalos para el emperador con una prisa inusitada. Los caballos que había traído consigo el embajador fueron ensillados y cargados de cueros y pieles. Tal premura era contraria a los buenos usos y costumbres. Parecía como si quisieran deshacerse cuanto antes de un huésped molesto. Sin embargo, el poco tiempo que estuvo allí bastó a Yun-chi para cerciorarse de que se iba a celebrar un gran «kuriltai de todos los pueblos que vivían en tiendas de fieltro», para nombrar a Temudschin gran kan (emperador de emperadores).
Yun-chi se apresuró a regresar a China para comunicar al emperador el peligro que, a causa de la unión de los pueblos nómadas, se cernía sobre el imperio. Era cosa harto sabida que en cuanto los nómadas se aliaban, intentaban invadir China. Por consiguiente, pidió a su emperador un ejército para adelantarse a Temudschin y declararle la guerra.
Pero el emperador Tschang-tsung era demasiado viejo para llevar a cabo una aventura tan azarosa. Al fin y al cabo, Temudschin tenía un título de funcionario chino, había pagado su tributo y, si sus modales no eran los exigidos por la etiqueta de la corte, entre él y China se extendía el desierto de Gobi, el pueblo de los ongutas y la Gran Muralla. Desde luego, el emperador se daba cuenta de que era necesario vigilar más atentamente lo que pasaba en «los lejanos países» y, como advertencia, mandó insertar en los Anales del reino: «El mongol Temudschin, de la familia de los kiutes, se ha declarado gran kan en las orillas del Onón». De este modo, después de un lapso de doce años, Gengis Kan volvió a figurar en la crónica del Imperio chino.
Entretanto, se celebraba el kuriltai con todo el esplendor imaginable. En el centro del ordu se erigió una gigantesca tienda blanca, tapizada en su interior de brocado. Los postes de madera que sostenían el techo estaban cubiertos de planchas de oro. Ante la entrada de la tienda tremolaba, a un lado, el Tug, la bandera blanca de la tribu de los burtschigins, con el halcón y los cuervos, que ahora tenía nueve puntas superpuestas y en cada una de ellas se agitaba una larga pluma blanca de halcón (el emblema de la fuerza), correspondientes a los nueve oerlok, los generales de Temudschin. Al otro lado de la entrada aparecía, clavado en el suelo, el sulde, la señal de guerra del kan, con cuernos de yak en su extremo y cuatro colas negras de caballo.
El espacio que se abarcaba desde la tienda estaba libre hasta donde alcanzaba la vista. Y, desde entonces, los mongoles, fuera cual fuese el lugar donde se encontrasen, erigían su ordu de tal manera que, ante la tienda del emperador, siempre orientada hacia el sur, quedaba el espacio libre, extendiéndose el campamento a izquierda y derecha durante varios kilómetros. Detrás de las tiendas de sus mujeres, cada uno tenía una corte mayor o menor, con su séquito y su servidumbre. En aquel espacio libre ante la tienda se reunieron en esta ocasión los parientes del kan, así como sus generales y jefes, quienes llamaron a Temudschin. Cuando éste apareció, el chamán Goktschu-Teb-Tengri (Goktschu, el intérprete del cielo), hijo de Munlik, quien diecisiete años antes había declarado kan a Temudschin, dijo que el Eterno Cielo Azul le ordenaba comunicar al pueblo de los mongoles que Temudschin había sido elegido rey de todos los pueblos, con el nombre de Gengis, gran kan.
Con los años, la santidad de Goktschu había aumentado. Todos sabían que, montado en un potro, cabalgaba hacia el cielo, donde solía tratar con los espíritus; tampoco ignoraban que desconocía el hambre y el frío, que podía ayunar y sentarse indefinidamente sobre la nieve desnudo hasta que el calor de su cuerpo la evaporaba. Y ateniéndose a este deseo del cielo, todos gritaron con él: «¡Queremos, rogamos y mandamos que seas el dueño y emperador de todos nosotros!».
Los parientes del kan y demás príncipes extendieron en el suelo un fieltro negro e hicieron que Temudschin se sentara en él; luego, en medio de estruendosas aclamaciones, fue levantado y lo colocaron sobre el trono.
Aquel pueblo conocía kanes y gurkanes, pero un gran kan (emperador de emperadores) era algo nuevo, algo que no existía en ningún pueblo. ¿Y Gengis? Jamás se oyó tal nombre en idioma alguno.
Debía de ser de origen divino, puesto que sonaba bien y era marcial, pareciéndose a la palabra «grande», «inconmovible», «invencible». Su gran kan merecía más que nadie tal nombre.
Temudschin, de cuarenta y cuatro años, veinte años antes había ofrecido ser kan a parientes más ilustres. Si entonces el kuriltai tenía el aspecto de una verdadera elección, ahora los nobles sabían perfectamente que habían sido convocados con el fin de proclamar gran kan a su jefe y, por lo tanto, confirmar un estado ya existente. Porque Temudschin, desde que le abandonaron sus soldados en la lucha contra Wang-Chan, ponía gran empeño en demostrar que su poderío y su órdenes eran legales. Ante todo el pueblo congregado, dijo:
—Si deseáis que yo sea vuestro amo, debéis estar dispuestos a hacer lo que os mande: acudir cuando os llame, ir adonde os ordene y matar a quien os indique. En tal caso, seré vuestro gran kan, emperador de emperadores; dirigiré tan sólo mis palabras e indicaciones a los oerlok, los noion, los beg o a cualquier otro jefe, y éstos mandarán en mi nombre a sus subordinados, los cuales comunicarán luego las órdenes al pueblo. En el reino de Temudschin existirá una severa jerarquía.
Los «emperadores» contestaron a su emperador que estaban dispuestos a ejecutar todos sus mandatos.
Temudschin contestó:
—Así, desde ahora, la espada hablará por mí.
Y todos se arrodillaron ante él y le veneraron, inclinándose cuatro veces hasta el suelo. Luego se enderezaron y lo levantaron con el trono, paseándolo en hombros por la plaza, mientras el pueblo permanecía de rodillas.
Entonces empezó una fiesta como jamás vieron «los pueblos que habitan en tiendas». Todos habían sido convidados por Gengis Kan. Un gran número de jefes, generales y nobles, acompañados de sus mujeres estaban dentro de la tienda; el pueblo entero, en el exterior, alrededor de la plaza. Enormes calderos llenos de carne de caballo hervida llegaron en carros, así como grandes vasijas con salsas picantes que quemaban la boca y daban sed.
Pero por mucho que se comía, por mucho que se bebía, los calderos no se vaciaban, y el kumys espumaba incesantemente en las copas. Se hartaban y, no obstante, seguían bebiendo. Dormían un par de horas para volver a empezar. Por doquier había músicos apostados. Se cantaba y bailaba. Los guerreros se jactaban de sus hazañas, fanfarroneaban sobre el botín conseguido en numerosos combates, se ufanaban de sus alhajas y vestidos.
En la tienda estaba adosado el trono, contra la pared norte. En él se sentaba Gengis Kan con Burte, su primera esposa. Un poco más alejados, a su derecha, se hallaban sus hijos y parientes. En varias hileras estaban los oerlok y los jefes. A la izquierda, cerca de Burte, se encontraban sus mujeres, su madre, su hija y las esposas de sus invitados. Delante de Temudschin había enormes montones de objetos de oro y plata, pieles, brocados, terciopelos, y los repartía a manos llenas. Aquel día, ningún mongol entró en la tienda de su emperador sin salir de ella con algún valioso regalo.
Gengis estaba alegre y afable; pletórico de vida y de fuerza, festejaba a todo su pueblo. El era Sutu-Bogdo (el enviado de Dios), que no sólo había elevado a su familia, sino también a los 400 000 mongoles por encima de los demás pueblos. Así pues, dijo estas palabras: «El pueblo mongol, que, pertinaz y valiente, sin preocuparse de sufrimientos y peligros, me permaneció fiel, soportando las alegrías y el dolor con unanimidad, es el más alto de todos los que se mueven sobre la tierra. Este pueblo me ha demostrado la mayor fidelidad en todos los riesgos, hasta permitirme alcanzar el objeto de mis afanes: por eso quiero que, de hoy en adelante, lleve el nombre de Koko-Mongol (mongoles azul celeste)».
Con esta hermosa y elevada denominación, un nuevo sentimiento despertó en el alma de los nómadas: el orgullo nacional. Ningún mongol podía ser tratado como siervo; su único deber consistía en servir con las armas. Todos los pueblos «que moraban en tiendas» se sentían elevados como súbditos de Gengis; cualquiera que fuera su tribu, todos se llamaban mongoles. El nombre los unía, llevándolos como un huracán más allá de los 100 grados de longitud, el mundo entero, «tan lejos como pisara un caballo mongol».
Cuarenta años más tarde, el fraile franciscano Juan de Plano Carpini, que había sido enviado por el papa Inocencio IV a la corte del nieto de Gengis Kan, dijo de ellos: «Desprecian a todas las naciones excepto la suya, por muy importantes que sean. Hemos visto en la corte imperial (la del gran kan) a grandes duques de Rusia, al hijo del rey de Georgia, a innumerables sultanes y a otros grandes señores; pero no se les demostraba aprecio ni respeto». Muchas veces, los tártaros (mongoles) que estaban designados para su séquito, siendo casi siempre de una categoría inferior, pasaban ante aquellas cabezas coronadas y se sentaban en los sitios más elevados, teniendo éstas que hacerlo a su espalda.
Nadie sabía hasta dónde su Sutu-Bogdo llevaría el poderío de la raza. Su reino cubría más de 1500 kilómetros de este a oeste —desde el Altai hasta los montes Shingan— y más de 1000 kilómetros de norte a sur —desde el lago Baikal hasta más allá del desierto de Gobi—. Treinta y un pueblos con más de dos millones de hombres le obedecían, felices por ser sus elegidos.
Al reír Gengis, la tienda resonaba con la risa de todos los presentes. Si Gengis quería beber, el vocero gritaba, y la música, a la entrada, empezaba a sonar. Hombres y mujeres se levantaban y bailaban ante él, las mujeres ante Burte, su primera esposa. Gengis, hincando su cuchillo en un suculento trozo de carne, lo ofrecía a un oerlok, y todos envidiaban al predilecto, quien por nada del mundo cedería a nadie un trocito de aquel obsequio. Si no podía comérselo, metía el resto en el bolsillo, para comer, a la mañana siguiente, la carne que Gengis Kan le había dado. No era bizantinismo (en la corte que se estaba formando no existía aún la etiqueta), sino amor y veneración, los mismos sentimientos que impulsaban a Dschelme a chupar la herida de flecha de Gengis, sabiendo que ésta estaba envenenada; y a Boghurtschi y Subutai a sostener sobre él durante toda una noche, porque había empezado a nevar, un cobertor cuando, en una expedición, se quedó dormido en el suelo.
La mirada de Gengis recorría la asamblea y, al caer sobre el rostro de uno de sus fieles, citaba en voz alta sus proezas y méritos y nombraba la distinción, es decir, el título de mando que le concedía. Entonces, sus amigos se acercaban al así honrado, con una copa llena, bailando y cantando. Simulaban querer obsequiarle con la copa, para retirarla enseguida al extender la mano para cogerla, y recomenzaban el juego hasta que el agasajado conseguía apoderarse de ella. Entonces, palmoteaban, bailaban y pateaban, mientras el otro bebía.
Por muy sorprendente y, en apariencia, arbitraria que fuera la manera que Gengis tenía de repartir sus favores, colocaba a cada cual, con infalible conocimiento de la gente, en el lugar que le correspondía. Jamás tuvo que lamentarse de un nombramiento o revocarlo. Y los motivos en que basaba su elección eran asombrosos para su época. Al extrañarse los oerlok de que uno de los más valientes y fuertes bagaturs, cuya intervención había decidido muchas batallas, obtenía un puesto elevado, aunque le denegaba la libertad de acción, Gengis explicó: «No hay héroes como Yesukah; nadie es tan apto para la guerra. Para él no existe la fatiga ni las penalidades, pero cree que los demás guerreros son como él y, precisamente por eso, no debe mandar un ejército. El que manda también debe sufrir hambre y sed, apreciando y comprendiendo por su estado el de los demás; sólo así se evita que el ejército padezca hambre y sed y que los caballos enflaquezcan».
Las sorpresas llovían sobre la asamblea. Las delegaciones de alejadas tribus llevaban regalos a su emperador, y Gengis repartía la mayoría de ellos. Tatatungo, el ujguro, enseñó el nuevo sello, que había hecho tallar en jade, y los mongoles miraron, asombrados, los extraños signos, que decían: «Dios en el cielo y el gran kan en la tierra, como representante de su poder. El sello del señor de todos los hombres».
Gengis Kan se quedó pensativo.
—El cielo me ha destinado para reinar sobre todos los pueblos —dijo—, pues en las estepas no reinaba, hasta hora, orden alguno. Los hijos no escuchaban las enseñanzas de los padres, el hermano menor no obedecía al mayor, el hombre no confiaba en su mujer y la mujer no cumplía las órdenes del marido, los subordinados no respetaban a sus superiores, los superiores no cumplían con sus deberes para con sus subordinados, los ricos no presentaban apoyo a los gobernantes; en parte alguna había satisfacción. La tribu carecía de orden, de inteligencia, y por eso el descontento reinaba por doquier; había mentirosos, ladrones, rebeldes y salteadores. Cuando la suerte favoreció a Gengis Kan, todos se sometieron a sus órdenes… y él desea reinar de acuerdo con leyes fijas, para que haya tranquilidad y felicidad en este mundo.
Y, dirigiéndose a Tatatungo:
—Tú estarás siempre conmigo y anotarás mis palabras, pues quiero componer una Yassa (código) que sirva para todos los que vengan después de mí: una ley inmutable. Si los sucesores que nazcan dentro de 500, 1000 o 10 000 años ocupan mi lugar y conservan mis leyes sin cambiarlas, el cielo les ayudará y les bendecirá. Vivirán largos años y disfrutarán del placer de la vida. Pero si no guardan serenamente la Yassa, entonces el reino será desmembrado y caerá en pedazos. De nuevo llamarán a Gengis Kan, pero él no vendrá.
Su mirada se paseó entre los que le escuchaban y se detuvo en el joven Schigi-Kutuku, a quien, siendo un niño tártaro, recogió en el campo de batalla y se lo llevó a Burte para que lo educase; la pulsera de oro que llevaba y el cinturón orlado de cebellina indicaban su alto nacimiento.
—Schigi-Kutuku, tú, discípulo aplicado de mi guardasellos Tatatungo, serás mis ojos y mis oídos. Te encargo juzgar y castigar el engaño y el robo y todas las demás faltas contra las leyes que serán redactadas en mi Yassa, y nadie podrá oponerse a lo que decidas. Pero deberás escribir en tablas todas tus decisiones, para que tus sucesores no las desvirtúen.
Por muy repentina que fuese la decisión y la elección del juez supremo, tampoco esta vez el gran kan se equivocó. Dos puntos básicos según los cuales juzgaba y sentenciaba Schigi-Kutuku quedaron como las piedras angulares de la jurisprudencia mongola: un testimonio arrancado por la fuerza no era válido, y únicamente se declaraba culpable a un mongol cuando era cogido in fraganti o confesaba espontáneamente. Bajo su egida desaparecieron entre los mongoles el asesinato, el robo, el hurto y el adulterio, y el sentimiento del honor llegó a tan alto grado que nadie negaba sus faltas e iban muchos espontáneamente al juez para confesarle su crimen y pedir ser castigados.
La Yassa, que Gengis Kan mandó grabar en caracteres ujguros sobre tablas de hierro, tan sólo se ha conservado fragmentariamente. Los mongoles la han olvidado, lo mismo que el antiguo reinado de Gengis kan. Y, sin embargo, es digno de recordar que, aun después de la decadencia del reino mongol, Timur, el nuevo gran conquistador, 150 años después de la muerte de Gengis Kan, debió su ascensión al exacto cumplimiento de su Yassa, y también el gran mongol Babur edificó, 300 años después de Gengis, su reino indio sobre las bases del mismo código.
La fiesta era cada vez más ruidosa y, por la noche, cuando Gengis se encontró a solas con Burte, ésta le hizo reproches:
—A todos has demostrado tu magnanimidad; nadie, por muy insignificante que sea, se ha quedado sin tus atenciones, y, sin embargo, olvidaste al más digno. ¿No fue Boghurtschi quien, cuando luchabas contra la miseria y la desgracia, se unió el primero a ti, convirtiéndose en tu más fiel compañero? ¿No fue él quien ejecutó siempre las empresas más arduas? ¿No expuso siempre su vida para servirte?
Gengis rio.
—Quiero saber si se ha molestado conmigo y si continúa hablando bien de mí —dijo—, para poder elevarlo por encima de todos los envidiosos.
Y envió un servidor a la tienda de Boghurtschi, para que escuchase lo que decía su oerlok.
A la mañana siguiente, mientras todos estaban reunidos de nuevo en la tienda, Gengis dijo:
—Cuando ayer repartí mis favores a todos vosotros, os debió de parecer que olvidaba a Boghurtschi: incluso mi esposa Burte me lo reprochó. Entonces, envié un mensajero a la tienda de Boghurtschi y supe que éste me defendía ante su esposa, declarándose dispuesto a ofrecerme sus fuerzas y ser mi compañero aunque se muriese de hambre. «¿Cómo va a ser posible que mi emperador me olvide y que yo le olvide a él? Mi jefe Bogdo está fuertemente unido a mis más íntimos pensamientos». Estas fueron sus palabras. —La voz de Gengis se hizo más fuerte y sus ojos brillaban—. ¡Ninguno de vosotros, mis nueve oerlok, debe envidiar a mi Boghurtschi! ¡Mi Boghurtschi, que sigue profiriendo palabras amables cuando el arco se escapa de sus cansados dedos, y que en los tiempos de mayor angustia fue mi compañero más fiel! ¡Mi Boghurtschi, cuyo espíritu y corazón no conocen cobardías! ¡Mi Boghurtschi, que, cuanto más inminente era el peligro, más cerca se encontraba de mí! ¡Mi Boghurtschi, a quien la vida y la muerte fueron siempre indiferentes! Si a ti, el más meritorio de todos, no te distinguiera por encima de los demás, no sería yo digno de exigir interés a mis servidores. Tú serás el primero, el más elevado de mis oerlok, y guardarás mi resonante trompeta, la que convoca a todas mis gentes; tú serás el generalísimo de todas mis tropas y cuidarás de todos los asuntos de mi reino. A partir de hoy te llamarás Kuluk-Boghurtschi, título que será superior a todos los demás ya existentes.
Y abrazó a su más fiel y humilde compañero, el primero que le acompañó en su juventud, que cabalgó con él para arrancar sus ocho caballos, toda su fortuna, a los bandidos tai-eschutos.