III

El país de los naimanos, una región montañosa que se extendía por todo el territorio del Altai, estaba bajo el dominio de dos hermanos. Al oeste, el Gran Altai y sus regiones adyacentes pertenecían a Buiruk Kan; el este, a Baibuka-Taiang. Su padre, que reinó sobre todo el país, lo transformó, gracias a sus conquistas, en el reino nómada más poder oso. Cuando, a su muerte, sus hijos se lo repartieron, se debilitó de tal manera que los keraitos se convirtieron en un peligro para Baibuka-Taiang. Pero ahora que Temudschin había extendido su dominio hasta las fronteras de los naimanos, la presencia de Toghrul hubiera sido bien acogida en su corte, al considerarlo una buena estratagema para mantener en jaque al kan de los mongoles.

Pero Toghrul había muerto, y la situación era muy distinta. Baibuka mandó engarzar en plata la cabeza de Toghrul y colocarla en el respaldo de su trono con el rostro vuelto hacia el este, en signo de que no olvidaría al país de los keraitos. Al propio tiempo envió una carta a Alakusch-Tekin, kan de los ongutas.

Los ongutas eran, igual que los naimanos, un pueblo con un elevado nivel cultural. Lejos, en el oeste, estaban influidos por los ujguros y los kara-chitanos. Los ongutas, situados al sudeste del Gobi, constituían un pueblo confinante con China. Entre ambos se extendía Mongolia, que dominaba la voluntad de Temudschin. Y, no obstante, la siguiente carta demuestra qué idea tenían sus vecinos del kan de los mongoles:

Se dice que cerca de nuestro territorio ha aparecido un hombre que se hace llamar «Kan de los mongoles» y que mira al cielo como si quisiera someter al sol y a la luna. Pero como es imposible que dos espadas quepan en una vaina o dos almas en un cuerpo, también lo es que dos emperadores existan en un solo país; por lo tanto, te ruego seas mi mano derecha y me ayudes a quitarle sus flechas y su arco.

Pero los intereses de los ongutas eran muy distintos de los de los naimanos. Preferían un estado consistente bajo el liderazgo de Temudschin, que el caos de innumerables tribus y pueblos atraídos por sus más ricas comarcas. Además, en cada invasión de aquellas bandas nómadas hacia China, los ongutas eran los primeros en ser desvalijados, y en cada expedición de castigo emprendida por el ejército chino eran ellos los primeros en sufrir las consecuencias. Por consiguiente, más valía que sobre aquellas hordas indomables reinase un amo severo, con el que podrían entenderse eventualmente.

Por eso, en lugar de prestar ayuda al kan de los naimanos, el emperador onguta mandó un mensajero a Temudschin para informarle de las intenciones de Baibuka-Taiang.

Durante el invierno que siguió a la derrota de Toghrul, Temudschin se dispuso a reorganizar su mermado ejército. Alejó a todo jefe insubordinado, y todas las tribus que se sometían se vieron obligadas a conformarse con los instructores, que dividían al pueblo según el sagrado número nueve. Como jefe de los que habitaban las nueve tiendas se nombraba a un capitán perteneciente a la misma tribu, y cada novena de dichos capitanes debía obedecer a un décimo, que, como es natural, tenía también diez tiendas bajo su mando, extendiéndose así éste sobre un total de cien tiendas. De tal modo que la organización de Gengis Kan, aunque basada en la sagrada cifra nueve, llegó al sistema decimal.

Aunque Temudschin, gracias a estas medidas, sabía que todas las tribus a él sometidas estaban siempre dispuestas para la lucha, ya no pensaba en declarar la guerra por su propia autoridad. La lección recibida durante la lucha contra Toghrul —cuando, de pronto, los jefes se negaron a obedecer— era demasiado reciente. En lo sucesivo se atendría a lo estrictamente legal, obrando conforme a usos y costumbres.

Convocó un kuriltai (gran consejo) al que asistieron todos los jefes, y les informó de las intenciones de los naimanos, así como del aviso dado por los ongutas.

Tal como esperaba, todos estuvieron de acuerdo en que era inevitable una nueva guerra, pero muy pocos se mostraban inclinados a emprender de inmediato la marcha: había llegado la primavera, y los caballos, después del hambre del invierno, estaban demasiado débiles; era menester que, en los abundantes pastos, recuperasen sus fuerzas, pues intentar someterlos a las nuevas fatigas de una expedición guerrera sería arruinar los rebaños. Se hacía necesario esperar hasta el verano o, mejor aún, hasta el otoño.

Al convocar el kuriltai, Temudschin había previsto todas estas objeciones y, si bien permitió que la asamblea de los nobles decidiese legalmente, no tenía el propósito de dejarse imponer la menor restricción. En el momento oportuno, Belgutei, su medio hermano, declaró que atacar por sorpresa sería de mayor importancia que tener caballos de repuesto. Los hermanos de Temudschin y su tío Daaritai, quien quería hacerse perdonar sus faltas, fueron de la misma opinión, y como, con Munlik, el oerlok y los terchanos, constituían mayoría, los contrarios enmudecieron. Se decidió emprender la guerra de inmediato.

Temudschin pensaba poder obligar al enemigo, como siempre, a aceptar el combate en un lugar por él elegido. Así pues, se decidió por una llanura con abundantes pastos, cerca de los límites del reino naimano, y allí esperó a Baibuka-Taiang.

Pero esta vez no tenía que habérselas con tribus desmandadas, sino con un ejército organizado. Por su parte, Baibuka había elegido un lugar en las montañas y esperaba tranquilamente a Temudschin. Bajo sus banderas había reunido 80 000 hombres, naimanos, merkitas, tártaros y keraitos, sin contar a Dschamugha y sus guerreros.

Tan pronto como Temudschin se dio cuenta de que su enemigo no se plegaba a sus intenciones, se apresuró a cambiar de planes. Dio a su vanguardia, mandada por Dschebe, la orden de invadir el territorio naimano, y él se aproximó lentamente con el grueso de sus fuerzas, dispuesto a aceptar en cualquier momento la batalla. La vanguardia tenía orden de retroceder ante cualquier indicio de resistencia.

Cuando los naimanos notaron en el enemigo su falta de valor combativo, cuando vieron cuán débiles y famélicos estaban sus monturas, le presionaron para entablar el combate. Baibuka-Taiang tenía la intención de adentrarse aún más en las montañas, con el fin de atraer a los mongoles a su país y agotar a sus débiles caballos, haciéndolos subir y bajar las cuestas; pero su ejército no era tan disciplinado como el de Temudschin. Sus generales no comprendieron lo que podría significar una retirada estratégica ante un enemigo tan débil y mal equipado. Es más, juzgaron semejante actitud como una cobardía.

—Bajo las órdenes de tu padre, el enemigo jamás vio nuestras espaldas —exclamaban, aconsejándole que volviese junto a las mujeres, mientras ellos derrotaban al enemigo. Decían con fanfarronería—: Los trituraremos como a borregos; sólo quedarán de ellos los cuernos y las pezuñas…

Instado y herido en su amor propio, Baibuka dio la orden de marcha.

Encontró al ejército de Temudschin dispuesto para el combate; el centro, que debía soportar el ataque principal, estaba al mando de Kassar. Temudschin en persona se había puesto al frente de sus tropas de flanqueo y contraataque, que, en un terreno difícil, necesitaban un cuidado especial.

Referente a este combate, se ha conservado la descripción poética de un cronista. Relata cómo Baibuka-Taiang y Dschamugha contemplaban el desarrollo del combate. El primero, conmovido, preguntaba al segundo:

—¿Quiénes son aquellos hombres que persiguen a los nuestros como lobos a los borregos hasta sus rediles?

Dschamugha replicó:

—Son los cuatro perros de mi andah Temudschin, que están alimentados de carne humana; él los ha encadenado; tienen una testuz de cobre, dientes como cinceles y por lengua una aguja; sus corazones son de hierro. En lugar de fustas, tienen sables curvos. Beben el rocío, cabalgan sobre el viento y, en el combate, comen carne humana. Ahora les han soltado la cadena; la saliva les rebosa por las fauces, de puro contento. Esos cuatro perros son: Dschebe, Boghurtschi, Dschelme y Subutai.

Baibuka-Taiang volvió a preguntar:

—¿Quién es ese que, allí detrás, acude como un buitre hambriento?

Y Dschamugha contestó:

—Es mi andah Temudschin, acorazado de pies a cabeza; ha venido volando hasta aquí como un buitre hambriento. ¿Ves cómo se abate sobre la presa? Tú dijiste que cuando vinieran los mongoles no quedarían de ellos más que los cuernos y las pezuñas. ¡Mira ahora…!

Dschamugha y Baibuka hicieron prodigios de valor, lo mismo que el resto de los naimanos; pero cuando la victoria de los mongoles se hizo evidente, Dschamugha y los suyos se retiraron del campo de batalla. Baibuka-Taiang siguió luchando. Tras su caída, sus generales continuaron con el combate. Tan sólo cuando los aliados y Tuchta-Beg, con los merkitas, lo abandonaron, se desmembró el ejército naimano.

Con la misma decisión con que Temudschin al principio de la empresa, adaptó su plan guerrero a las inesperadas circunstancias. Prohibió a sus guerreros que se entregaran al pillaje y robaran a los naimanos. Ningún jefe cautivo fue pasado por las armas; ordenó devolverles las suyas y les rogó que le sirviesen con la misma fidelidad con que lo habían hecho a su difunto príncipe. Tomó por esposa a la viuda de Baibuka; casó a Tuli, su hijo menor, con una princesa naimana, y se esforzó por todos los medios en provocar el cruce de ambos pueblos y la asimilación, por parte de sus mongoles, de la elevada cultura de los vencidos.

La leyenda cuenta que, poco después de la batalla, apresaron a un hombre ricamente vestido y sin armas, que llevaba en la mano un extraño objeto. Al ser conducido ante Temudschin, declaró ser el ujguro Ta-tatungo que había servido a Baibuka-Taiang como canciller. El objeto que llevaba en la mano era el sello de su príncipe. Explicó a Temudschin el uso del sello y el significado de los caracteres ujguros grabados en él, y Temudschin, el bárbaro, cuyo pueblo no había conocido jamás una lengua escrita, comprendió inmediatamente todo su valor y significado. El hombre analfabeto nombró a Tatatungo su guardasellos y le encargó que enseñara a leer y escribir a sus hijos y a los de su oerlok.

De este modo, la escritura de los ujguros llegó a ser la oficial de los mongoles, y siguió siéndolo cuando, más tarde, Temudschin conoció la cultura china e islámica. A pesar de que concedió elevados puestos a algunos hombres de estas culturas, se obstinó en rechazarlas, pues las consideraba demasiado ciudadanas y afeminadas, demasiado extrañas para él, mientras que en los ujguros aún se podía apreciar cierto parentesco con la vida nómada original.