I

Burte veía surgir en el oeste grandes peligros. Sengun, el hijo de Toghrul, tenía un nuevo amigo: Dschamugha, quien, después de su derrota, había huido refugiándose en su tribu. Siempre estaban juntos; y ahora tramaban algo. Sengun estaba en contra de la amistad de su padre con Temudschin. El jefe mongol deseaba su ascenso.

Reunió a todos sus enemigos y recibió con los brazos abiertos a los parientes expulsados de Temudschin: Altan, Kutschar, Daaritai. Estos se habían refugiado, con sus familiares, en el país de los keraitos. Se habían sometido a Wang-Chan y ahora se consideraban sus compañeros. Sin duda, todo ello era claro indicio de algún ardid.

Temudschin la tranquilizó: entre él y Wang-Chan existía el convenio solemne de no prestar oídos a nadie y arreglar amigablemente cualquier litigio que pudiera surgir entre ellos. Su amistad duraba desde hacía muchos años.

Pero Burte le recordó que Wang-Chan, en otra ocasión, en plena noche, lo había abandonado antes del combate con los naimanos, y que, con anterioridad, no le había enviado su parte del botín. Era verdad que regresó muy compungido, porque los naimanos le atacaron a él y no a Temudschin. Había pedido ayuda a Temudschin cuando el hermano de Wang-Chan se rebeló contra él. De momento, la paz reinaba en el país de los keraitos, los enemigos habían sido derrotados, y Burte se preocupaba inútilmente.

Temudschin parlamentó con ella largo rato. Tras la discusión, éste envió varios emisarios a Toghrul para solicitar que su hija se casara con Dschutschi, su hijo mayor. También pedía un nieto de Toghrul para su propia hija.

Esta solicitud fue un desgraciado acto diplomático, pues era lo que Sengun necesitaba para despertar en el alma de su padre sospechas contra el deseo de Temudschin.

Ahora era capaz de intuir lo que Temudschin pretendía: ¡el trono de los keraitos! En cuanto Toghrul falleciese, haría valer sus derechos de heredero en favor de Dschutschi. ¡Este era el motivo de todos los regalos a los keraitos, la exagerada participación de éstos en el botín! Aquel mongol estaba dominado por una loca ambición. ¿No era megalomanía pedir la hija de Wang-Chan para Dschutschi, cuyo padre ni siquiera conocía? Era necesario derrotar a aquel advenedizo antes de que se convirtiera en un peligro.

Toghrul trató de desoír estas insinuaciones. Inútilmente decía que de Temudschin no había recibido más que bien, y que en él no veía más que humildad y respeto.

—¡Mi cabello es blanco, soy viejo; dejadme morir en paz! —solía decir a su hijo.

Pero Sengun, ayudado por Dschamugha, siempre encontraba nuevos argumentos.

No se podía negar que Temudschin se había mostrado humilde y respetuoso ante el emperador keraito. Porque precisaba su ayuda. Había llegado a ser lo que era gracias a los keraitos. ¿Y cómo se mostraba ahora? ¿Acaso cuando los merkitas raptaron a Burte no le ayudó Dschamugha y le protegió contra los tai-eschutos? Sin embargo, Temudschin no se avergonzaba de atacarlos, lleno de envidia, únicamente porque Dschamugha había sido elegido Gur Kan porque poseía un título más elevado que el suyo. ¿Y cómo se había portado con los nobles mongoles que, renunciando a sus privilegios, le habían elegido kan? ¡Mató a sus parientes: a Targutai, a Satscha-Beg! ¿Y Altan, Kutschar y Daaritai? ¡Únicamente con la huida lograron librarse del mismo destino! El tan liberal Temudschin no les dejó siquiera quedarse con parte del botín. Su humildad ocultaba su astucia, y gracias a ella había conseguido un gran número de partidarios entre los keraitos. Al expirar Toghrul, Temudschin empezaría una interminable querella, aprovechando las disputas entre las tribus. Como emperador, el deber de Toghrul era no pensar en su edad y su comodidad, sino en la seguridad y permanencia de su imperio.

El viejo príncipe keraito no estaba en condiciones de hacer frente a aquellas intrigas. Empezó a cavilar. Quizá su hijo tuviese razón; tal vez fuera conveniente impedir que Temudschin se convirtiera en un peligro para ellos mientras él aún era el legítimo Wang-Chan, poseedor de la autoridad necesaria. Conocía a su hijo y su carácter desconfiado y cruel, sabía muy bien que los jefes no le obedecerían fácilmente, sobre todo cuando cerca de la frontera se hallaba un kan tan poderoso y ambicioso como Temudschin…

—Haz lo que te parezca —dijo por fin—. Yo no quiero saber nada de todo eso.

Sengun no necesitó más. Envió mensajeros a los mongoles: Temudschin podía ir para tratar los detalles de la boda, y, de inmediato, empezó a convocar a las tribus keraitas. Envenenarían a Temudschin durante las fiestas e invadirían los territorios mongoles para evitar una expedición de venganza de su oerlok.

Temudschin levantó el campamento; de camino, visitó el ordu de Oelon-Eke, su madre, y de su padrastro, Munlik. Allí le advirtieron. ¿Acaso ignoraba que todos sus enemigos se habían reunido con Sengun para celebrar los esponsales? Oelon-Eke sabía mucho de atentados encubiertos y de perfidias, mediante los cuales, en la estepa, se quitaba de en medio a un rival peligroso… Refería muchos casos de envenenamientos, trampas, emboscadas, fosas cavadas bajo el asiento del convidado… Citaba ejemplos… Por último, Temudschin, en lugar de ir personalmente a la tribu de los keraitos, envió a algunos mensajeros y regresó a su ordu.

Temudschin desconfiaba de la amistad de Toghrul, y Sengun demostró a su padre que, en ese caso, no tenían más remedio que actuar… y con presteza, para ganarle por la mano. Por fortuna, ya había congregado a sus tropas. Así pues, Wang-Chan emprendió la marcha hacia el este acompañado de su séquito y de su ejército.

El ataque cogió a Temudschin desprevenido. Cuando, cerca de la frontera, dos pastores le informaron de la llegada del kan de los keraitos, tan sólo tenía consigo a los guerreros de su ordu, su ejército permanente, es decir, unos 4000 hombres. Los guerreros llevaban consigo a sus mujeres, los ajuares y los rebaños. Era demasiado tarde para evitar el encuentro. El ataque de los keraitos debía producirse durante la noche.

Inmediatamente, los mensajeros flechas se dirigieron corriendo hacia las tribus mongolas más cercanas con la orden de que se levantaran de inmediato y se dirigiesen sin demora al ordu del kan. Entretanto, llevaron los rebaños hacia el interior de las estepas. Las mujeres, los niños, los camellos y los enseres más valiosos, cargados en los carros, fueron enviados lejos del lugar. Temudschin, acompañado de sus hombres, retrocedió a una distancia de medio día de marcha y, en una región montañosa, se aprestó a la defensa. El campamento quedó tal como estaba. Dschelme, con una pequeña división, recibió la orden de encender, al oscurecer, los fuegos y cabalgar en pos del grueso del ejército.

Cuando los keraitos vieron las hogueras, esperaron un buen rato, rodearon desde muy lejos el campamento y se acercaron con cautela. A un toque de trompetas, se arrojaron, en medio de un salvaje griterío, sobre las tiendas para matar a los sorprendidos durmientes. Pero ¡cuál fue su sorpresa al comprobar que el lugar estaba vacío!

Parecía que el campamento había sido abandonado precipitadamente. Enseres y restos de comida yacían esparcidos por el suelo. No cabía duda: los enemigos habían visto llegar a los que pretendían rodearlos y huyeron de inmediato, dejándolo todo tal como estaba.

Como la comitiva había partido con las mujeres, los niños y los rebaños, parecía poco probable que estuvieran en condiciones de luchar. Aprovechando la oscuridad, los keraitos emprendieron la persecución.

Entretanto, con calma, Temudschin se preparaba para el combate. Dio a cada división instrucciones referentes a su cometido. Cuando Toghrul se presentó con el grueso del ejército, sus vanguardias habían sido exterminadas. La región montañosa era un obstáculo para el atacante, y el lugar había sido elegido de tal manera que el ejército keraito no podía desplegarse en su totalidad. A pesar de la férrea disciplina de los mongoles, de su valor y de su resistencia, la superioridad numérica del enemigo era demasiado grande. Los guerreros de Temudschin empezaron a retroceder.

Temudschin había puesto en movimiento sus últimas reservas como tropas de flanqueo. Dividir su ya escaso ejército y hacer penetrar aquella pequeña división como una cuña entre las masas de los keraitos era una treta desesperada, pero tuvo éxito. En el último momento apareció, inopinadamente, su Tug, la bandera de su raza, sobre las colinas, a espaldas de los keraitos. Wang-Chan se vio forzado a luchar en dos frentes; y cuando, para colmo, Sengun fue herido de un flechazo, Toghrul comprendió que aquel día ya no le sería posible obtener la victoria. Por consiguiente, dio orden de retirada y acamparon detrás de la colina asediada.

No debía temer ataque alguno, puesto que Temudschin estaba agotado, sus mejores guerreros habían muerto y muchos capitanes estaban heridos. Dos de sus oerlok, su primer compañero, Boghurtschi, y su amigo Boro-Kula, ya no estaban, además de su tercer hijo, el joven Ugedei.

Cuando los mongoles notificaron a su kan las pérdidas, éste no movió ni un solo músculo de su rostro. Se limitó a decir: «Preferían estar juntos; juntos también murieron porque no querían separarse…».

Poco después se presentó Boghurtschi; al cabo de un rato, también Boro-Kula, con el rostro manchado de sangre porque había succionado la herida de flecha recibida por Ugedei, el cual yacía, sin conocimiento, delante de él, sobre la silla…

Cuando Temudschin vio aquel cuadro, se le llenaron los ojos de lágrimas. Sin embargo, ni aun entonces abandonó el campo de batalla; se limitó a ordenar que se llevaran a los heridos.

¿Volvería al día siguiente, con sus mermadas tropas, a emprender la lucha? Sería exponerse a la derrota. Tan sólo con una retirada rápida, que evitase la persecución podría salvarse. ¿Acaso el primer fracaso de su vida le habría trastornado hasta el punto de…?

Cuando sus compañeros le apremiaron para que, por fin, diese la orden de retirada, sacudió la cabeza: no lo haría hasta que las tropas que ocupaban la colina se unieran a él. Si se marchaba antes, aquellos hombres estarían perdidos, y prefería correr el riesgo de una destrucción total que sacrificar a sus fieles por salvarse a sí mismo. Solamente cuando el último hombre regresó, dio la orden de marcha. Y entonces azuzó a sus cansados guerreros para que corriesen tanto como sus caballos se lo permitieran.

Cuando Temudschin se convirtió en el emperador de «todos los pueblos que viven en tiendas», y los reunió en un solo pueblo, convirtió en ley la fidelidad de camaradería. La más ínfima unidad de su ejército, compuesta de nueve hombres al mando de un cabo, estaba unida en vida y muerte. Debía hacerse matar antes de abandonar a un herido. Si alguno abandonaba a un camarada, era condenado a muerte irremisiblemente.