III

De pueblo en pueblo, de tribu en tribu, marchaba el victorioso Temudschin con su ejército a través de los territorios vecinos, para ganarse con el arco y la espada nuevos partidarios. Pocos eran los que todavía se atrevían a oponerle resistencia. Todo aquel que no conseguía retirarse a las montañas y selvas iba a su encuentro cargado de regalos, hacía acto de acatamiento, entraba como vasallo a su servicio y ponía sus mejores guerreros a su disposición.

Cuando luchaba en el oeste con las tribus merkitas, se le unía Toghrul, y cuando en el norte y el sur venció a los bárbaros, tártaros y chungiratos, guerreó con la única ayuda de los mongoles.

En verano, a causa del calor, acampaban a la sombra de boscosas montañas; cuando llegaba el duro invierno de Mongolia, se dirigían hacia las protegidas regiones del sur. Si uno de los anchos ríos mongoles les cortaba el camino, ataban a miles de caballos, uno al pomo de la silla del otro, y atravesaban el río cabalgando. Por doquier había carneros, kumys y mujeres.

En los intervalos de descanso se afilaban los sables y se forjaban nuevas puntas de flecha y de lanza. Durante el verano, los caballos mongoles se reponían de sus expediciones guerreras, y en invierno buscaban alimentos escarbando en la nieve con las patas. Desconocían las cuadras bien protegidas y la avena, tanto como sus amos las casas de piedra y los blandos lechos.

Allí donde acampaba, el mongol tenía su casa. Cada día era hermoso; cada noche, una fiesta. Era agradable beber y comer con amigos y vasallos; la vida del guerrero era espléndida.

En aquella época, Temudschin preguntó a su oerlok cuál era el mayor placer de la vida de un hombre. Uno tras otro le contestaron: el uno prefería las batidas; el otro, la caza de halcones; un tercero, la lucha con los animales salvajes, el hombre contra el animal. A cada contestación sacudía él la cabeza negativamente: «¡La mayor felicidad en la vida humana —replicó— es vencer a los enemigos y perseguirlos! ¡Cabalgar sus caballos y quitarles todo lo que poseen! ¡Hacer que vean, bañadas de lágrimas, las caras de los seres que les fueron queridos, y estrechar entre los brazos a sus mujeres e hijas!».

Temudschin había llegado ya a la cuarentena. Durante los últimos diez años llegó a librar incalculables batallas y venció sistemáticamente a todos sus enemigos. Había ampliado el poder del kan, había rehabilitado en toda la estepa la fama de los mongoles. Se había enriquecido gracias al botín proporcionado por sus compañeros. De sus cuatro hijos, los tres mayores, Dschutschi, Tschagatai y Ugedei, ya le acompañaban en sus expediciones, mientras que Tuli, el menor, era, según la costumbre, utschigin (guardián del ganado), es decir, que, junto con Burte, la madre, se quedaba en el Onón para proteger el ordu. También tenía una hija, pero no sabía aún con qué príncipe casarla; debía ser con uno cuya amistad tuviese gran importancia para él. Entretanto, quedaban aún unas cuantas tribus de cuya conducta aún no estaba seguro.

Y he aquí que del Onón llegó a su campamento un mensajero con la siguiente noticia:

—Tu esposa Burte Chatun (señora Burte), tus hijos principescos, los grandes y nobles de tu reino, tu noble pueblo, todos se encuentran bien: esto manda decirte Burte Chatun. El águila hace su nido en un elevado árbol, pero mientras se confía, despreocupada, en la seguridad del árbol, otros pájaros más pequeños le destruyen el nido y se comen los huevos y los pequeñuelos…

Inmediatamente, Temudschin interrumpió su expedición, dejó que los jefes, con sus tribus, regresasen a sus casas, mientras él se dirigía con su ejército hacia el ordu, al Onón.

Cuanto más se acercaba a sus posesiones, mayor era su preocupación. Finalmente, mandó parar al ejército y convocó en su tienda a los generales —su valeroso oerlok—, para celebrar un importante consejo.

Asombrados, oyeron cómo su poderoso kan, el vencedor de todas las tribus nómadas, a quien nadie se atrevía a replicar, el que castigaba cruelmente a quien le desobedecía y ante el cual todos los enemigos emprendían la fuga, les contaba sus cuitas.

Cuando cabalgaban por el país de los merkitas y los tuchta-beg, derrotados por ellos, uno de los príncipes merkitas huyó a las selvas. Este mandó a Temudschin, en señal de sumisión, a su hija Chulan y una tienda de pieles de leopardo. Tan hermosa era que Temudschin la tomó inmediatamente por esposa. Pero ahora que debía regresar al ordu tenía grandes preocupaciones, que explicó en un largo discurso:

—Mi esposa Burte, a la que me prometí en mi infancia, me fue entregada por mi noble padre como esposa madre. Durante la campaña he vivido con Chillan, y ahora me cuesta trabajo presentarme ante Burte, que me espera en casa. Sería, además, vergonzoso que nuestro encuentro adquiriese el cariz de una riña doméstica en presencia de los recién adquiridos súbditos. Por consiguiente, uno de vosotros, mis oerlok, debe adelantarse e ir a hablar, en mi nombre, con mi esposa Burte.

Estos nuevos generales, cuyo valor quedó comprobado en docenas de combates, miraron tan cohibidos a su kan como éste les contemplaba a ellos, y ninguno se ofreció para ejecutar tan honroso encargo: ni el fiel Dschelme, ni el decidido Dschebe, ni su primer compañero, Boghurtschi, ni el que le salvó la vida durante su cautiverio en el campamento de Targutai, Sorgan-Schira. Por fin, Muchuli, que fue el primero en desear la elevación de Temudschin a la dignidad de kan, se declaró dispuesto a aceptar el encargo, y todos respiraron, aliviados.

La «saga mongola» describe cómo Muchuli, al llegar al ordu, se inclinó ante Burte y quedó sentado ante ella, mudo. Esta, según la costumbre, le preguntó detalladamente por la salud del kan, por la suya propia, por la de todos los conocidos del séquito del kan y, cuando ya no había nada más que preguntar, se informó del motivo de su visita.

Desde luego, el encargo de Muchuli era cosa delicada, pero él cortó por lo sano, sin disculpar a su jefe:

—No seguía los usos y costumbres, no hacía caso de los consejos de los nobles. Se divertía en la tienda de pieles de leopardo sin esperar siquiera la llegada de la noche, contrariamente a todas las conveniencias; se unió a Chulan…

Como Burte permanecía en silencio, a pesar de saber que Temudschin no había tomado a Chulan como concubina, cual hiciera antes con muchas princesas cautivas, sino en calidad de esposa, creyó oportuno aducir una excusa:

—Para poder dominar lejanos pueblos, tomó a Chulan como esposa… y, para anunciároslo, me manda a vuestra presencia —dijo, vacilante.

Burte quería saber dónde se encontraba en aquel momento Temudschin, y supo que el príncipe, con su ejército, estaba a tan sólo unas pocas jornadas de distancia, esperando su respuesta.

Esta fue más suave de lo que Temudschin y Muchuli esperaban.

—Mi voluntad y la de mi pueblo están sometidas al poder de nuestro príncipe —dijo la astuta Burte—. Hágase la voluntad del kan cuando quiera trabar amistad o unirse con alguien. Entre los juncos hay muchos patos y gansos, y mi amo sabe mejor que nadie cuántas flechas debe disparar antes de que sus dedos se cansen. Pero se dice: «¿Permite un potro salvaje que le ensillen, y la primera esposa que su marido tome una segunda? Demasiado, es malo; pero, quizá, demasiado poco no es conveniente…». —Reflexionó un momento y luego decidió—: El amo puede otorgarse una nueva esposa y una nueva casa.

Al conocer esta respuesta, se le quitó un gran peso del alma a Temudschin. Preparó para Chulan Chatun un ordu propio, con tiendas, rebaños y servidores, separado del de Burte y, aliviado, se encaminó hacia el Onón.

A pesar de las muchas mujeres con las que se casó Temudschin, entre ellas princesas chinas y persas, a ninguna quiso tanto como a Chulan. Y aunque, más tarde, su tribu le traicionó y no dejó a ningún merkita con vida, no solamente perdonó a su hermano, sino que le nombró comandante de una parte de su guardia personal. Cuando empezó a sospechar que su hermano Lascar hacía la corte a Chulan, tuvo tal enfrentamiento con él que estuvo a punto de matarlo. Chulan era la única de sus esposas que podía acompañarle en la guerra de la conquista del Asia anterior y de países lejanos… No obstante, durante la ceremonia de su coronación como Cha Kan, hizo que Burte se sentase a su lado. Únicamente los hijos de Burte podían ser elegidos gran kan. Y aunque no sabía si Dschutschi era realmente hijo suyo, sus hijos reinaron sobre una cuarta parte del mundo, mientras que los hijos y nietos de Chulan vivían como un mongol más. Según la tradición, únicamente Burte era «la esposa madre que le fue entregada por su noble padre».