En primavera y otoño, cuando las tribus levantaban sus campamentos para ponerse en marcha con sus rebaños a la búsqueda de nuevos pastos, empezaban los días peligrosos para los nómadas, siempre rodeados de enemigos. Ocupados en manejar a sus gigantescos rebaños, sus movimientos enlentecidos por la presencia de las mujeres e hijos y cargados con su ajuar, la disponibilidad para la lucha menguaba. Para Temudschin, que desde hacía tiempo había desechado su despreocupación juvenil, aquellas emigraciones eran un motivo de constante preocupación. Prudente hasta el extremo, estableció un orden especial que, más tarde, aplicó a sus expediciones guerreras.
En avanzadilla cabalgaban los escuchas, desplegados en abanico. Buscaban los lugares más apropiados para acampar, inspeccionaban las fuentes y prados y tenían la obligación de dar a conocer sus observaciones a los que les seguían. En caso de lucha, tenían órdenes severas de no dejar escapar a ningún emboscado ni espía. Seguía luego la vanguardia, suficientemente fuerte para emprender una acción por cuenta propia. En tiempo de paz se encargaba de todos los preparativos concernientes al campamento, cuidando de que hubiese suficiente agua y determinando los turnos para beber.
De este modo, doblemente protegido y confiado, seguía en amplias filas el grueso de la tribu, con las tiendas, las mujeres y los niños, el rebaño y los carros con el ajuar de los nómadas. Una retaguardia recogía a los rezagados, daba alcance a los animales extraviados y guardaba las espaldas de los últimos contra cualquier ataque de salteadores.
De pronto, llegaron de todas partes estafetas notificando que habían visto por doquier a los tai-eschutos equipados para la guerra. No pasó mucho tiempo sin que la vanguardia sostuviese con ellos algunas escaramuzas. Los prisioneros eran conducidos al campamento.
Targutai se había preparado para dar el golpe decisivo. Había llamado a las armas a todos sus tai-eschutos, puesto que vencer a Temudschin significaba hacerse con un abundante botín. Varias tribus vecinas se habían unido a él y, de este modo, logró reunir bajo su mando un ejército de 30 000 hombres.
¡Trece mil contra treinta mil!
Con el tiempo, Temudschin adquirió la costumbre de luchar contra
enemigos que le superaban en número. Todas sus batallas, excepto una, tuvieron lugar contra fuerzas muy superiores a las suyas, y, excepto en dos, siempre salió victorioso. Pero aquél era su primer encuentro. Por otra parte, Targutai no sólo poseía la superioridad numérica de más de dos contra uno, sino que todo estaba de su parte. Los tai-eschutos acudían montados sobre rápidos corceles, pues carecían de la impedimenta de los enseres y bagajes. Los mongoles llevaban consigo a sus mujeres, hijos y rebaños, y aun así no les era posible evitar el combate, pues, de lo contrario, perderían todo cuanto poseían y era indispensable para su vida.
En aquellos momentos de mayor apuro, Temudschin rompió con la tradición. Captó de una manera asombrosa el modo de pensar del enemigo, cualidad que siempre le distinguió en las situaciones más comprometidas, y el joven líder mongol cambió por completo el orden de la batalla.
En tales circunstancias siempre se disponía una barricada compuesta de carros. Los rebaños se colocaron en el centro del círculo, y desde los carros, parapetados detrás de ellos, los guerreros disparaban al enemigo. Temudschin dio orden de disponer, en círculo, todos los carros en su ala extrema. Encargó su defensa a las mujeres y niños, armados de aun y flechas. Colocó a un lado de otra ala sus trece guran, hasta que la otra ala del ejército se apoyó en un bosquecillo impenetrable para la caballería. Cada guran estaba dispuesta de la misma forma que durante el luego de guerra: cien hombres a lo ancho por diez jinetes de fondo. El frente y los flancos estaban cubiertos por la caballería pesada, que llevaba, como armadura, placas de hierro sujetas con correas. Recias monturas de cuero protegían a sus caballos.
Los tai-eschutos se acercaban en un frente más amplio, de cinco filas de fondo. Las dos primeras, también jinetes con armadura, se detuvieron de pronto y dejaron pasar entre ellas a la caballería ligera, protegida tan sólo con cuero endurecido. Esta, como un enjambre, se adelantó, lanzando sus dardos y haciendo caer sobre los mongoles una verdadera lluvia de flechas.
Las guran de Temudschin no se dejaron arrollar. Contestaron con iguales armas, y sus lanzas y flechas, mejor dirigidas debido a que estaba inmóviles, obligaron a los tai-eschutos a volver grupas antes de lo previsto.
La segunda fase del combate empezó de la misma manera. La caballería pesada dejó pasar nuevamente a la ligera, que se lanzó al galope contra el enemigo, desordenado a causa de la escaramuza que acababa de sostener para echarse sobre la doble hilera de tropas con armadura. Pero, en el momento en que la caballería ligera volvía grupas, Temudschin dispuso sus guran para el contraataque y, antes de que las dos hileras de jinetes de Targutai tuviesen tiempo de protegerse debidamente, tropezaron con las diez hileras de atacantes, que, en trece sitios, rompieron la delgada cadena enemiga.
A partir de aquel momento, y según la costumbre, el orden de combate debía trocarse en un salvaje cuerpo a cuerpo. Pero, en lugar de esto, las guran describieron un arco de círculo y allí donde los esparcidos tai-eschutos intentaban organizarse de nuevo, tropezaron con una formación compacta que atacaba sin demora, matando y aniquilando todo cuanto encontraban a su paso.
Enseguida se comprendió la razón del orden dispuesto por Temudschin, que tendía a desviar, en su mayor parte, la superioridad numérica enemiga del lugar en que ocurriría el ataque. La caballería ligera, que había cumplido su cometido en las escaramuzas preliminares, abandonó el campo de batalla para lanzarse contra la barricada de carros, ya que el primero en llegar se apoderaba del mejor botín. Pero antes de que lograran vencer la encarnizada resistencia de los defensores, la guran más cercana los atacó por la espalda, matándolos a sablazos.
Las tribus que, alentadas por la esperanza de una presa fácil, habían acompañado a Targutai, fueron las primeras en emprender la huida.
Al atardecer, la victoria de los mongoles era completa. Más de 6000 tai-eschutos cayeron y 70 jefes fueron hechos prisioneros.
No obstante, también los mongoles tuvieron grandes pérdidas y Temudschin, herido en el cuello por una flecha, se salvó gracias a que el fiel Dschelme lo sacó del campo de batalla exponiendo su vida en ello.
Cuando volvió en sí dio orden de pasar por las armas a los 70 jefes, con Targutai al frente.
Semejante decisión era algo insólito para los nómadas. Por lo general, se apresaba al enemigo, se le condenaba a la esclavitud, o bien se le devolvía la libertad tras obtener un sustancioso rescate. Sólo se mataba a un enemigo personal o a un rival en lucha por la supremacía. Con aquella orden extraordinaria, Temudschin dio a entender que todos los cabecillas eran rebeldes a su legítima supremacía como hijo de Yessughei. Y afirmó una vez más sus reivindicaciones al dirigirse inmediatamente, acompañado de su séquito, a los pastos de su familia en el bajo Onón.
Cronistas persas afirman que mandó hervir vivos, en grandes calderas, a los jefes tai-eschutos. En un relato ruso se dice que ordenó engarzada en plata el cráneo de Targutai para que le sirviese de copa, y que dicha copa recibió más tarde el nombre de la «Ira de Gengis Kan». Pero los historiadores mongoles y los chinos nada afirman sobre el particular. Además, tan inútil muestra de crueldad no correspondería con la personalidad de Temudschin. Bien es cierto que, a sangre fría, dejaba que florecientes ciudades se convirtiesen en un montón de escombros cuando le ofrecían resistencia, y que transformaba en desiertos las ricas provincias si tenía razones para temer su rebelión. Sin embargo, estas crueldades tenían un objetivo: razones de orden militar, el deseo de desquitarse, la necesidad de atemorizar. La vida humana carecía de valor y la destruía como destruimos las ratas por considerarlas perjudiciales para nuestra existencia. Pero no era cruel gratuitamente y en ocasiones perdonó la vida a algún enemigo personal.
De camino hacia el Onón se presentó ante los mongoles un jinete, que se abrió paso hasta Temudschin y se echó a sus pies.
Soy Dschirguadei, de la tribu de Issut. Fui yo quien, en la lucha, te herí con una flecha. Si quieres matarme no harás más que ensuciar un trozo de tierra; si me tomas a tu servicio detendré para ti el agua corriente y convertiré las rocas en arena.
Los jefes que acompañaban a Temudschin sólo esperaban una señal para despedazar al fanfarrón que había vertido la sangre de su señor. Pero Temudschin se abstuvo de darla. Con atención, contempló al joven guerrero que yacía tendido en el polvo, a sus pies.
—Cuando alguien quiere matar a su enemigo, guarda el secreto —dijo, por fin—. Tú, en cambio, nada me ocultas. Sé, pues, mi compañero. En recuerdo de tu hecho te llamaré Dschebe (flecha).
Le mandó levantarse y le permitió elegir nueve hombres para que los mandara como cabo.
Esta clase de actos eran propios de Temudschin. Durante toda su vida premió la franqueza, el valor y la fidelidad aun en el enemigo. Y jamás se equivocó en la elección de sus compañeros. Aquel joven cabo llegó a ser Dschebe-Noion (Príncipe Flecha), que, más tarde, fue el primero en entrar en China, atravesar Pamir y quien, junto con Subutai, arrolló a los persas, pasó el Cáucaso y venció a los príncipes rusos.