Después de vencer a los merkitas, Temudschin dejó de estar solo. Durante la expedición renovó su amistad de infancia con Dschamugha, el jefe de los dschurjatas, y juntos vagaban por los pastos de los mongoles. De lejos, Targutai observaba a su enemigo. Comprendía que sería una empresa arriesgada atacar por sorpresa aquel ordu constantemente vigilado y rodeado de escuchas. Temudschin no parecía inquietarse lo más mínimo por su antiguo enemigo; sin embargo, se mantuvo alejado de los lugares donde el jefe de los tai-eschutos mandaba pastar sus rebaños. Es más, cuando por casualidad entraba en contacto con tribus vasallas de Targutai, se mostraba extraordinariamente espléndido, sin escatimar regalos ni banquetes. Las invitaba a cazar y ordenaba dirigir el venado hacia ellas.
Pronto un rumor recorrió la estepa: «Los cabecillas de los tai-eschutos nos buscan dificultades sin motivo alguno y nos oprimen. Roban nuestros mejores caballos. En cambio, Temudschin se quita el traje que lleva puesto y nos lo regala, se apea del caballo que monta para dárnoslo».
Tribus enteras se unieron a él; su campamento crecía día a día y a su alrededor se forjaban ambiciosos planes.
Cuando sus guerreros se reunían ante las hogueras de estiércol seco, contaban en las tiendas las hazañas heroicas de los antiguos kanes. Se difundió la leyenda de que, después del gran consejo del Eterno Cielo Azul, vendría en breve un héroe que de nuevo uniría todas las tribus mongolas para vengarlas de sus enemigos. Muchuli, uno de los compañeros más activos de Temudschin, no se recataba de decir públicamente que aquel esperado héroe no podía ser otro que su propio jefe.
Dschamugha también era ambicioso, y sus partidarios aumentaban en número. Pero no hacía distingos entre sus compañeros; no daba importancia al hecho de tener a sus órdenes cien tiendas, o a presentarse tan sólo con sus mujeres e hijos. Parecía tener una especial predilección por el populacho (karatscbu), y los jefes de familia o de tribus no se sentían suficientemente distinguidos.
Con Temudschin gozaban de mayor consideración. Este no olvidaba que era un aristócrata, y todos sus esfuerzos se encaminaban a reunir a su alrededor a la aristocracia de la estepa; sabía muy bien que tan sólo eso le proporcionaría consideración y poder. En su uluss (territorio bajo su mando) regían costumbres antiquísimas, con jerarquías escrupulosamente observadas, aunque no se aferraba con mezquindad a privilegios de nacimiento: sus primeros compañeros, Boghurtschi, Dschelme y Muchuli, no pertenecían a familias distinguidas; pero como sobresalían a fuerza de valor y prudencia, disfrutaban del privilegio de participar en el Consejo de los nobles, lo que constituía un aliciente más para todo hábil guerrero.
Dos conceptos del mundo en un mismo campamento. Los partidarios de Temudschin poseían, en su mayoría, numerosos rebaños de caballos y vacas. Los de Dschamugha se dedicaban a los carneros y las ovejas. Diariamente surgían tensiones y rozamientos. Oelon-Eke y Burte (la madre y la esposa) instaban a Temudschin a separarse de su andah, que ignoraba sus usos y costumbres.
Temudschin vaciló largo tiempo. Habían vagado juntos durante año y medio, y dividir en dos el campamento le debilitaría. Pero, finalmente, al comprender lo acertado del consejo de las mujeres, cedió. La ruptura fue como una señal: todos los parientes nobles que vagaban por allí, que no gustaban de seguir a cualquier jefe advenedizo, se unieron, con sus secuaces, al hijo de Yessughei. Llegaron los más célebres representantes de las antiguas familias mongolas: Daaritai, nieto de Kabul Kan; su tío Altan, hijo de Kabul Kan; Kutschar, un pariente de Temudschin de la más rancia familia de los burtschigins. Cada nueva unión arrastraba consigo otras tribus, a cuyos jefes halagaba poder vivir cerca del más noble de los mongoles.
El campamento de Temudschin contaba con más de 13 000 tiendas. Él sabía tratar a cada cual según su dignidad y méritos. En sus uluss reinaba una extraordinaria y ejemplar organización y orden. Cada uno sabía cuál era su lugar y lo que le pertenecía, pues el joven no admitía extralimitaciones. Era tan querido que casi se avergonzaban de engañarle en el diezmo que le pertenecía o estafarle un ternero o borrego. Tampoco él se mostraba tacaño ni avaro. Cuando le traían algo, el valor del regalo que daba a cambio era mucho mayor. Además, se informaba de todos con interés extraordinario. Era un jefe que cuidaba de sus compañeros.
Es más, hizo lo que nadie había hecho antes por él: inventó, para divertir a sus guerreros, un juego, un pasatiempo tan excitante como la caza y la guerra, un verdadero juego bélico. Había repartido sus 3000 hombres en 13 guran o divisiones, y dejaba a cada una maniobrar y evolucionar como si constituyese una unidad especial. Su obligación consistía en atacar los flancos del enemigo o introducirse como una cuña en el centro. Era un juego que los valientes guerreros tomaban muy en serio, y a menudo Temudschin tenía que intervenir para evitar que aquella maniobra se trocase en un verdadero y sangriento combate. Cada guran estaba compuesta de parentelas y castas, por lo que luchaban juntos hermanos, primos y amigos, y la derrota se llegó a considerar una ofensa o vergüenza del grupo. Así acostumbraba a los salvajes nómadas a la disciplina y a la obediencia en masa.
Siempre será un misterio de dónde sacó Temudschin la idea de acostumbrar a aquellos jinetes a maniobrar en unidades cerradas. Es posible que el recuerdo de los relatos acerca de la estrategia china, oídos cuando vivía con los chungiratos, estuviese todavía fresco en su memoria. Sea como fuere, empezó su «juego de guerra» con aquellos 13 000 hombres y, conforme aumentaban los uluss, crecía el número de sus disciplinados jinetes. Como, ya desde su infancia, los mongoles eran excelentes caballistas y tiradores de arco, Temudschin alzó en armas a un pueblo de buenos guerreros y jinetes como el mundo no había conocido hasta entonces.